Reseña escrita por Francisca Echeverría y publicada en el quinto número de la revista del IES, Punto y coma (septiembre de 2021), la cual puedes comprar aquí.

Sobre Tocqueville y la naturaleza de la democracia (Santiago: Instituto de Estudios de la Sociedad, 2018), de Pierre Manent.

Leer a Pierre Manent constituye siempre un placer, tanto por su aguda reflexión sobre los fenómenos sociales y políticos que subyacen a nuestra vida colectiva como por su lenguaje llano y asequible. En este libro, a partir del análisis de primera mano que hace Tocqueville de la naciente democracia norteamericana en las primeras décadas del siglo XIX, Manent estudia cuidadosamente la noción de democracia en los escritos del aristócrata francés, y hace visible su vigencia para las democracias contemporáneas, incluido Chile. 

El autor centra su análisis en lo que considera el gran hallazgo de Tocqueville: la idea de que la democracia no es ni solo ni principalmente un sistema político, sino ante todo un estado social, caracterizado por un sentimiento de semejanza entre las personas. Se trata de la superación de la sociedad aristocrática, articulada a partir de jerarquías, patronazgos e influencias particulares, una revolución social sin precedentes en la historia. El criterio rector del orden social comienza a ser la noción de soberanía individual y la consiguiente emancipación del individuo de cualquier autoridad o influjo externo. El núcleo de la democracia, entonces, es la igualdad social unida a la independencia, la búsqueda de una total horizontalidad en las relaciones. Esta profunda modificación de los vínculos humanos fascina a Tocqueville y, simultáneamente, lo alerta de los potenciales riesgos del movimiento democrático. 

En efecto, el autor comprende que el sentimiento de igualdad debilita los lazos sociales tradicionales y transforma al ciudadano en individuo, en un sujeto que tiende a aislarse en su mundo privado y a volverse indiferente respecto de la cosa pública. En el afán de independencia del hombre democrático hay un germen de separación, una pérdida del sentido de lo común. Esta es, para Tocqueville, la naturaleza de la democracia: el movimiento que deshace los lazos sociales, que atomiza a los individuos en su igualdad. Desde este ángulo, Manent observa que la democracia es antipolítica: aunque se refiere al modo de articular la vida en común, su dinámica conduce más bien a organizar la separación de los hombres, a aquello que llama una “disociedad”.

Si la naturaleza de la democracia es separar, el arte de la democracia consiste para Tocqueville en la asociación voluntaria que tanto llamó su atención en la sociedad estadounidense. Para Manent, la obra de Tocqueville permite comprender que la democracia está comandada por el doble proceso de deshacer y rehacer el lazo social, por el movimiento de destruir deliberadamente toda dependencia dada e intentar reconstruir la unidad mediante relaciones estrictamente consentidas garantizadas mediante un poder externo. El arte de la asociación evita así la tendencia a la total disgregación contenida en el propio principio democrático —aunque se trate de una unidad artificial, construida— y permite a los individuos sentir cotidianamente que dependen unos de otros. Además, el autor ve en la vitalidad de la sociedad civil una protección frente al poder desmedido del Estado, en contraste con la situación vulnerable en que quedan los ciudadanos respecto de los posibles excesos de un poder central cuando los vínculos sociales se diluyen. De este modo, Tocqueville descubre en el fomento de la asociatividad local un modo de salvar a la democracia de sus propios peligros, cuestión sumamente relevante para el momento histórico que vive nuestro país. 

Además de la tendencia atomizadora y el riesgo de despotismo, el demócrata y liberal Tocqueville descubre en la democracia un principio de amenaza a la libertad intelectual, que contradice el afán de independencia que caracteriza a este fenómeno. El hombre democrático no quiere reconocer ninguna autoridad fuera de sí mismo; sin embargo, de manera paradójica, se somete de un modo dócil e irreflexivo a la autoridad de la masa, a aquello que Manent llama el “poder social”. La idea de igualdad conduce al individuo democrático a rechazar el influjo particular de otros sobre su propia visión del mundo, pero a la vez lo hace dudar de su propio criterio frente a la fuerza de la opinión dominante. La democracia, por tanto, transforma la noción misma de libertad, que comienza a entenderse fundamentalmente como independencia privada —desconectada de cualquier noción de virtud moral o cívica y de la acción en común con otros—, e incluso se aceptan de modo implícito ciertas limitaciones de esa libertad con tal de conservar una determinada idea de autonomía. 

Para Manent, lo que está en juego en esta noción tocquevilliana de democracia es la pregunta sobre qué es realmente el ser humano. El problema político de la democracia revela para él un trasfondo antropológico: el “dogma democrático” consiste en la convicción de que la independencia es el estado natural del hombre, que la humanidad está por completo contenida en cada individuo. Se trata de una paradójica afirmación del individuo a costa del individuo: una declaración de independencia y de casi nada más, la afirmación de una libertad vaciada, de una soberanía total del hombre sobre sus propias acciones que renuncia a la pregunta por la finalidad de esas acciones. Así, Manent deja entrever que la transformación social que introduce la democracia afecta la posibilidad de una auténtica singularidad humana, configurada por ciertas disposiciones de carácter y orientada a algo más que la propia inmanencia. 

El nudo de la democracia se encuentra entonces en la delicada articulación entre individualidad y comunidad, entre la legítima autonomía y los vínculos que hacen posible un despliegue humano que solo parece posible en la acción común. El carnaval de identidades que ha desfilado en Chile en estos años de crisis —individualidades cuyo contenido no parece ser sino la autoafirmación— es una señal más de la pertinencia de esta lectura de Tocqueville de cara a nuestro momento político. Manent indica que, para amar correctamente a la democracia, hay que amarla con moderación y buscar salvarla de sus propias patologías. 

Tras casi dos siglos, la obra de Tocqueville sorprende por su actualidad, y también lo hace la fina interpretación efectuada por Manent hace ya más de cuarenta años. Pensar en cómo crear las condiciones sociales y políticas para custodiar la libertad democrática sin renunciar a una auténtica singularidad humana y con apertura a lo común parece ser uno de los mayores desafíos que tenemos por delante.