Reseña de Mariana Canales sobre El regreso liberal (Barcelona: Debate, 2018) de Mark Lilla, publicada en la sección «Horas en la biblioteca» de la revista IES Punto y coma.

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Con una buena dosis de ironía y agudeza, Mark Lilla se propone comprender por qué en Estados Unidos los demócratas renunciaron a interpretar a las grandes mayorías. A partir de un repaso de la política norteamericana de los últimos años, el autor intenta explicar la infertilidad de cierto tipo de liberalismo. Para Lilla, este ha sacrificado la búsqueda de soluciones a problemas mayoritarios en favor de demandas particulares de algunas minorías.

El argumento de Lilla arranca de aquello que llama las dos grandes “dispensaciones” (entendidas aquí como discursos políticos de largo aliento): la de Roosevelt y la de Reagan. Ambas narrativas intentaron responder a determinadas circunstacias y supieron articular un proyecto político que hacía sentido en esas condiciones. A juicio del autor, eso es justamente lo que le falta hoy al liberalismo. Roosevelt supo unir una ciudadanía golpeada por la crisis económica y temerosa del futuro en torno a la idea de que juntos podían mejorar el país. Esa generación participó de una épica con orgullo, autosacrificio y patriotismo. Pero el paso del tiempo terminó desdibujando ese relato. Luego, en los años ochenta la sociedad estadounidense estaba marcada por la prosperidad y el auge del individualismo. En ese contexto, y en contraste con el mundo de Roosvelt, el gobierno es visto como una amenaza. Eso explica el fenómeno Reagan, quien prometió una vida buena, centrada en la vida privada de las personas: en las familias y los negocios. La era Reagan, según Lilla, fue capaz de unir al Partido Republicano y a Estados Unidos hasta hace poco tiempo.

¿Qué hicieron, entretanto, los liberales? En lugar de desarrollar una visión común del país, se involucraron en movimientos sociales que operaban fuera de las instituciones representativas —la defensa de las minorías sexuales, de los afroamericanos y otros grupos, todos distintos entre sí— con un fuerte énfasis en las identidades personales.

Las consecuencias de esta opción tuvieron gran impacto en la vida política, y en este punto reside uno de los grandes méritos del texto. Pues si bien el análisis se refiere a la izquierda estadounidense, no deja de ser aplicable a otras latitudes. Más aún, El regreso liberal ofrece luces para pensar la forma en que hoy concebimos, en términos generales, la política.

La primera consecuencia es que la exacerbación de las identidades personales condiciona el interés político de los ciudadanos. En esa lógica, lo político solo importa en cuanto se relaciona con la experiencia individual; de lo contrario, se vuelve irrelevante. Así, apenas se percibe lo que otros puedan estar viviendo y se pierde una dimensión fundamental de la política. Aunque Lilla no profundiza en los efectos nocivos de este proceso, surge la pregunta de si acaso puede haber buena política cuando la participación está determinada únicamente por una percepción de amenaza personal.

En segundo lugar, en este escenario el debate se vuelve inviable. Si la acción política queda condicionada por experiencias personales, la posición que se adopta se torna innegociable. Además, solo están legitimados para opinar sobre ciertos temas aquellos directamente afectados. Así, “gana el debate el que tenga una identidad moralmente superior y haya expresado mayor ira por ser cuestionado”. Si lo propio de la política es la deliberación y la búsqueda de acuerdos, ¿qué espacio queda para ella en este contexto? Por último, Lilla postula que el liberalismo de la identidad, al que le basta un ejército de jóvenes activos en redes sociales, no puede producir cambios profundos porque no gana elecciones. En efecto, olvida que los cambios se hacen desde puestos de poder. Lilla, entonces, hace un llamado a buscarlos: según él, la política debe estar orientada a alcanzar posiciones que permitan realizar reformas necesarias y generar las condiciones para mantenerlas. De hecho, le reprocha al liberalismo su irresponsabilidad para con las minorías que busca defender, dado que su acción se agota en actos de mero reconocimiento y celebración, pero sin transformaciones.

Ante este escenario de diferencia y fragmentación, el autor propone buscar aquello que sea común a todos, que convoque y, en definitiva, que posibilite una solidaridad que vaya más allá de los vínculos identitarios. Se trata de encontrar algo que permita formar verdaderos vínculos políticos, en lugar de las afinidades electivas características del “modelo de identidad Facebook”, en términos de Lilla. Lo único capaz de generarlos, según él, es la idea de ciudadanía, ya que sería lo único que realmente compartimos (sin notar, de paso, que al reducir los bienes compartidos solo a la ciudadanía, Lilla pasa por alto otros aspectos de la vida que son comunes, como la identidad cultural o la patria).

Su visión de las particularidades del fenómeno político hacen que este ensayo sea muy pertinente en la escena nacional. Quizás sea oportuno preguntarnos si acaso no estamos también atrincherados en defensa de posiciones irreductibles que impiden el diálogo y que no reconocen en el otro un interlocutor válido, sino un culpable desde el punto de vista moral. A fin de cuentas, Lilla sí señala un punto esencial: si no tenemos en común algo que todos podamos identificar como propio y que busquemos defender, difícilmente podremos llegar a acuerdos políticamente significativos. Y ese es un problema.