Columna publicada el domingo 31 de octubre de 2021 por El Mercurio.

En unas pocas semanas, José Antonio Kast pasó de ser un invitado de reparto a actor principal en la presidencia; y, de no mediar una sorpresa mayúscula, su nombre estará en la segunda vuelta. Su alza, desde luego, está directamente conectada con el desplome de Sebastián Sichel, quien no escatima heroicos esfuerzos a la hora de cometer errores y ahuyentar potenciales votantes día a día. En todo caso, más allá de los problemas de Sichel, Kast está cosechando los frutos de su consistencia: a veces, la paciencia paga en política.

No es aventurado suponer que el primer sorprendido es el mismo Kast. En un primer momento, su candidatura parecía aspirar a mejorar su resultado del 2017, y ganar algunos parlamentarios. Un poco como Gabriel Boric, su programa buscaba hablarles a los convencidos más que salir a persuadir. Muchas de sus propuestas funcionan bien en la polémica chica, pero no permiten ir mucho más allá. Se trata, en general, de ideas simples que buscan golpear sin hacerse cargo seriamente de nuestros problemas. Así, Kast propone eliminar el INDH, instaurar un estado de excepción nostálgico de la dictadura y sancionar a las ONG que no suscriban su postura migratoria, entre muchas otras cosas. Problemas muy delicados reciben una brocha bastante gorda, por decirlo de modo benevolente. La conclusión es evidente: no hay, en el mundo de Kast, una reflexión a la altura de los enormes desafíos que implica gobernar Chile. Más aún, todo indica que el redactor del programa nunca imaginó estar en esta situación.

Llegados a este punto, la pregunta es qué tan preparado está José Antonio Kast para modificar su discurso y estrategia en función del nuevo escenario. El candidato republicano debe tomar decisiones que determinarán su futuro y el de la derecha. ¿Aspira Kast a ser el líder de una derecha amplia y con vocación de mayoría? ¿O bien preferirá un grupo irreductible y minoritario? ¿Qué tanta capacidad de giro puede tener sin perder su identidad? Por un lado, tiene una ventaja respecto de Boric, pues su liderazgo no está cuestionado internamente. Para decirlo en simple, Kast no tiene un PC respirándole en la nuca. Pero, por otro lado, dado que el libreto desplegado hasta acá ha sido exitoso, no resulta fácil modificarlo en el camino.

Me parece que la primera condición para responder bien a esta coyuntura pasa por comprender los motivos de su crecimiento electoral. La izquierda, como ha ocurrido en todo el mundo, seguramente renunciará al esfuerzo, limitándose a una condena moral tan inútil como contraproducente. Dicha actitud remite a una incapacidad constitutiva: el progresista no puede concebir que esa derecha tenga éxito electoral, y por eso se conforma con una indignación que le impide comprender. Ahora bien, Kast también corre un riesgo a la hora del diagnóstico: suponer que sus votos equivalen a una adhesión doctrinaria. Las cosas son algo más complicadas: no está recogiendo solo a la derecha decepcionada del piñerismo, sino que también a sectores más extendidos que aspiran a mayor orden y seguridad. No faltarán los extraviados que vean acá una contradicción con aquello que emergió en octubre de 2019, pero el fenómeno tiene aspectos en común: los chilenos anhelan mayores niveles de certidumbre en todos los aspectos de sus vidas. Kast también les habla a ellos, y eso explica que su techo no sea el 20% del “Rechazo”.

Si la tesis es plausible, entonces la oportunidad de Kast no consiste tanto en radicalizar su mensaje, sino en auscultar bien al electorado. La pregunta central puede formularse como sigue: ¿qué tan compatible es el deseo general de mayores certezas con la ortodoxia liberal que propone Kast en materia económica? ¿Qué tanto le habla al Chile contemporáneo un discurso de Estado mínimo y de (inviable) reducción de impuestos? ¿No puede pensarse, más bien, que la indispensable responsabilidad fiscal debe combinarse con la satisfacción de necesidades sociales? ¿Es posible pasar a la etapa siguiente del desarrollo sin una reflexión sobre el Estado que vaya más allá de “reducir la grasa”?

Estas preguntas admiten, por cierto, varias respuestas. Pero hay un dato elemental: Boric ofrece protección social allí donde Kast ofrece orden. La situación es extraña, porque no hay motivo que obligue a presentar esa alternativa como un dilema insalvable. En rigor, no se trata de anhelos incompatibles, sino convergentes. Los chilenos quieren más seguridad, y eso incluye el orden público, la agenda social y una economía sana. En esa brecha, intuyo, reside un espacio político donde Kast podría instalarse y mover nuevamente las categorías. En efecto, Boric y la izquierda tendrán enormes dificultades para hacerse cargo tanto del orden público como de la estabilidad económica.

Hay, eso sí, una dificultad: un esquema así implica reformular el proyecto, porque ya no se trataría de revivir la UDI de los años noventa, sino de hablarle a un país cuyas coordenadas han cambiado. Si se quiere, y contra todos sus deseos, Kast podría enfrentar —en el corto o mediano plazo— la misma disyuntiva que Sebastián Piñera no pudo resolver en ninguna sus dos administraciones: ¿qué tan posible es gobernar Chile desde la nostalgia de la transición? En el modo de responder esa pregunta, Kast se juega buena parte de su futuro.