Columna publicada en El Mostrador, 04.05.2017

La propuesta constitucional de Evópoli está atravesada por dos tensiones que sus autores no han terminado de explicar en su intercambio de las últimas semanas con algunos miembros de IdeaPaís. Ambas tensiones se generan por la permanente búsqueda liberal de neutralidad política. La discusión se ha dado por la pretensión de Evópoli de excluir el principio de subsidiariedad de la Constitución, para no “orientarla ideológicamente”. Las constituciones, argumentan, deben ser un piso compartido que no divida a la comunidad. Por eso, su única función sería limitar el poder a través de ciertas instituciones básicas, y algunos pocos derechos constitucionales (solo los civiles y políticos o “de primera generación”).

Explicitar la primera tensión exige un camino un poco más largo. Tiene que ver con los motivos que explicarían una diferencia sustantiva entre la subsidiariedad y los derechos constitucionales. A primera vista, parece evidente que esto no requiere de gran explicación. Podría pensarse que mientras la subsidiariedad es un principio “de derecha”, los derechos son neutrales; y ambas cosas tienen bien poco que ver. Pero el asunto es más complejo.

En efecto, hay un punto en común: tanto la subsidiariedad como los derechos son formas de expresar relaciones justas. Hay muchas maneras de expresar lo que es justo, con perspectivas retóricas y aproximaciones institucionales diferentes. Los derechos constitucionales y la subsidiariedad comparten esto. Ambas son formas –muy diferentes– de expresar algo esencialmente igual: la justicia. Los derechos típicamente logran expresar lo que en justicia se requiere desde el punto de vista de la persona que se beneficia de ello (es mi derecho), habiéndose determinado el deudor y lo que se debe.

La subsidiariedad, por su lado, apunta a ordenar las relaciones de justicia que existen no entre personas precisas, sino entre la persona y las demás comunidades, y la sociedad en general. En su núcleo, ella supone que el bien común es fundamentalmente el bien de las personas concretas, y ese bien se logra principalmente haciendo; a través de experiencias en primera persona. El florecimiento humano implica necesariamente una dimensión activa en que nos hagamos cargo de nuestras propias metas (y la dimensión económica es solo una de sus manifestaciones). Por eso la subsidiariedad transmite la idea de que es necesario un espacio para que eso sea posible. En la medida que ese espacio (bajo ciertas circunstancias) exista, estaremos ante un orden justo.

¿Por qué incluir una forma de expresar la justicia y no otra? En este sentido, el análisis puede correr en el mismo plano. Es perfectamente posible que una Constitución no incluya una carta de derechos. Su inclusión involucra todo un entramado institucional, principalmente por el rol de los jueces en la resolución de casos (incluyendo las ahora polémicas facultades del Tribunal Constitucional), que implica una toma de posición: la creación de las instituciones exige cortar un queque, en algún punto la decisión tiene algo de discrecional.

Una carta de derechos, por muy abstracta y abierta que sea, está lejos de tener una pretensión neutral. Quizás nos cueste verlo como algo “ideológico” (la palabra en sí misma, en todo caso, se ha tornado demasiado equívoca), porque las categorías “izquierda” y “derecha”, como comúnmente las conocemos, no se han construido en torno a una posición determinada sobre lo que se requiere de una Constitución. Pero ese es un problema de esas categorías, no de la posición misma sobre la idoneidad o conveniencia de incorporar ciertos derechos y otras instituciones en la Carta Fundamental.

La idea misma de tener derechos constitucionales presupone una toma de posición respecto de lo que una comunidad política debe o no hacer, lo que, a su vez, implica una determinada visión respecto de cómo se logra más adecuadamente el bien. Prueba de que el binomio izquierda-derecha sirve poco para enmarcar este debate, por ejemplo, es que fenómenos como la judicialización de la política o el activismo judicial –cuya existencia tiene directa relación con la consagración constitucional de derechos– son tanto aplaudidos como lamentados en ambos lados del espectro político. Hay activistas judiciales de izquierda y de derecha.

La segunda tensión, que hace más visible la falta de claridad respecto de su pretensión de no “orientar ideológicamente” a la Constitución, es la decisión de no incluir derechos sociales en ella. Es tan evidente que no es necesaria mayor extensión para traerla a la luz.  De modo muy breve, se puede formular en la siguiente pregunta: ¿qué razón “neutral” se puede ofrecer para consagrar ciertos derechos y no otros? En otras palabras, ¿se puede tener pretensión de neutralidad para incluir y desechar ciertos derechos, sabiendo que esa selección tiene presupuestos normativos más o menos sustantivos?

La propuesta de Evópoli, aun con todas estas tensiones, es interesante y provocadora, especialmente en un contexto latinoamericano donde abunda la extensión y el lenguaje rimbombante, y no se destacan por su eficacia. Y hay razones de peso para considerarla, que van más allá de la estrategia política (un “autogol” que los socialcristianos de IdeaPaís han denunciado: ¿cómo vamos a sacar a la subsidiariedad con “la izquierda más dura” al frente?).

El punto acá es que puede haber razones para tomársela en serio, pero dentro de ellas no se puede incluir la neutralidad. No al menos como hasta ahora la han explicado. Atender a estos puntos podría enriquecer la propuesta de Evópoli, y permitirnos entrar de lleno a una de las preguntas fundamentales que le lloran a nuestro debate constitucional: qué cosas, y por qué razones, una Constitución sólida y duradera debe o no contemplar.

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