Columna publicada en El Líbero, 24.11.2015

Lo primero interesante de leer el último libro de Carlos Ruiz Encina, que viene a ser algo así como el intelectual orgánico detrás del Movimiento Autonomista cuyo personaje más visible es el diputado Gabriel Boric, es oír la voz de la izquierda a la izquierda de la izquierda: de la izquierda derrotada en 1988 y desarticulada por la propia Concertación durante los 90’. Si a alguien le sorprende esto, baste recordar que el Movimiento Autonomista surge desde la SurDa, movimiento político que, a su vez, emerge de los restos noventeros del MIR.

“De nuevo la sociedad”, entonces, tiene mucho de ajuste de cuentas con la transición y con el “clivaje” dictadura/democracia que, según el autor, permitió a la Concertación chantajear políticamente y mantener bajo control a toda la izquierda más dura, neutralizando su acción política en favor de los intereses del capital. Clivaje que, según Ruiz, habría sufrido una herida mortal en 2006 con la “Revolución pingüina”, y una estocada final en 2011, con las masivas protestas estudiantiles.

Como todo ajuste de cuentas, eso sí, resulta más interesante de leer para las partes involucradas que para quienes son ajenos a ese conflicto. De hecho, la primeras 100 páginas del libro pueden resultar algo aburridas, reiterativas y algo majaderas por su lenguaje entre técnico-sociológico y panfletario. Los primeros cuatro capítulos, de hecho, tienen mucho de intercambiables entre sí. Pero eso no quiere decir que lo que se dice sea poco interesante, es sólo que se dice demasiadas veces: la estructura de clases del estado nacional-popular que le daba estabilidad al sistema político pre-dictadura fue volada por los aires, junto con la clase media estatista, y reemplazada por el consumismo, el individualismo y la desigualdad. A este proceso contribuyó tanto la dictadura y sus adeptos como la Concertación y no tiene ya vuelta atrás. Tuvieron la ilusión de construir un país donde la sociedad no era un actor relevante, arreglándose los bigotes entre élites políticas y económicas. Pero ese proceso se quebró y hoy la sociedad parece estar de vuelta, sólo que sus actores no son los mismos que los del pasado, y ese es un dato que la izquierda debe tomar en cuenta.

¿Es razonable este diagnóstico? Sí, en buena medida lo es. Eso es lo que hizo interesante el libro anterior de Ruiz, escrito junto con Giorgio Boccardo, “Los chilenos bajo el neoliberalismo”. Obviamente uno puede valorar desde un punto de vista distinto los hechos involucrados: uno podría decir, por ejemplo, que mediante la política de los consensos de los 90’ el país logró generar crecimiento económico con gobernabilidad y que ello benefició a amplios sectores de la población y favoreció el emprendimiento. Pero que fue demasiado lo que se puso “debajo de la alfombra”, lo que quedó por fuera del consenso, y que estos problemas golpearon con fuerza en 2006, y con mucha fuerza desde el 2011. Lo que resulta difícil de negar, desde cualquier punto de vista, es el fin del clivaje dictadura/democracia y sus enormes efectos prácticos.

Llegamos entonces a lo segundo interesante del libro, que son sus propuestas. Desde el capítulo quinto en adelante, el autor se enfoca en la pregunta de qué hacer. Y aquí casi no hay desperdicio. Ruiz, por supuesto, no tiene interés en aconsejar a la derecha política cómo reiventarse. Pero sí le plantea interesantes propuestas a la izquierda que un lector atento, de cualquier tendencia política, podría evaluar para su propio sector.

Lo más interesante aquí, en mi opinión, es la crítica a la falsa dicotomía entre Estado y mercado con la cual hacen tantos malabares los defensores de uno u otro lado. Ruiz pone sobre la mesa la íntima interdependencia de ambos para la supervivencia de cualquier formación política, y resalta que si Chile tiene una economía neoliberal es porque hay un Estado, neoliberal también, que la custodia y sostiene. Ese Estado, plantea el autor, sería el “Estado subsidiario”. Y es contra él que dirige una gran cantidad de dardos a lo largo del resto del libro.

También está, por supuesto, la reivindicación de “la sociedad” en oposición al Estado y al mercado “neoliberal”. Esta “sociedad”, en la visión de Ruiz, se traduce básicamente en los movimientos sociales de izquierda que podrían dar “expresión orgánica” a los malestares y contradicciones de la vida moderna. Ellos serían claves en la construcción de un proyecto político emancipatorio, ya que la política real se fundiría con las “luchas concretas” del pueblo en la acción no mediada por las lógicas de representación propias de los sistemas democráticos (los “procesos formales del poder”) desanclados de las necesidades populares y de sus luchas concretas.

El mismo proceso de fetichismo que desancla las instituciones políticas de las fuerzas sociales desancla la teoría de las situaciones concretas de dichas luchas. Así, las visiones abstractas, ideológicas y desinteresadas por la realidad suelen conducir mucho más a derrotas políticas que cualquier otra cosa. Son una confusión del mapa con el territorio. Y las luchas se dan, por supuesto, en el territorio.

El desafío para la izquierda, entonces, es construir fuerzas sociales imbricándose en las luchas y contradicciones concretas de las vidas de las personas. Esto conduce a un poder orgánico cuya conquista del aparato estatal y económico resulta simplemente un momento dentro de su despliegue desde abajo hacia arriba. Lo que corresponde a la izquierda, así, no es buscar la “representación” del pueblo, sino trabajar en su articulación, lo que exige a las fuerzas políticas de izquierda buscar la unidad en la acción y abandonar los fraccionamientos fundados en discrepancias teóricas estériles.

Esta visión resulta interesante también para la derecha, porque se acerca mucho a la crítica liberal-conservadora respecto a la situación actual que viene desarrollándose desde perspectivas como las del conservador británico Jesse Norman en textos como “La Gran Sociedad”, en donde pone el acento en la importancia de la sociedad civil, en lo central que resulta la participación y la construcción de abajo hacia arriba y en el error de pretender reducirlo todo a estado y al mercado.

Sin embargo, el libro de Ruiz también tiene problemas importantes que vale la pena exponer. El primero de ellos es que su crítica radical a la idea de “subsidiariedad del Estado” no se condice, para nada, con su pretensión de reivindicar a la sociedad organizada. De hecho, resulta totalmente contradictoria, ya que la subsidiariedad en realidad se refiere a la necesidad de que las organizaciones más complejas y fuertes hagan espacio a los cuerpos intermedios de la sociedad en vez de colonizarlos y destruirlos. Es decir, es una concepción de la organización social que justamente pone en su centro la importancia de las organizaciones sociales para la sustentabilidad de una sociedad y para la protección de ciertos bienes fundamentales. Por lo mismo, uno esperaría que una crítica, aunque fuera de izquierda, criticara más bien la interpretación que hacen de la subsidiariedad quienes la leen desde un punto de vista “neoliberal”, más que irse directo contra el principio y declararlo como enemigo público número uno.

Lo segundo que resulta raro en el libro es su desprecio por las instituciones “formales” y su reivindicación de la sociedad “en acción”. Ruiz parece no considerar con demasiada atención la raigambre social de las instituciones vivas, algo que es central en la crítica liberal-conservadora de Norman, y termina reivindicando entonces algo que no resulta claro del todo, pero que en su peor versión podría tomar la forma del “pueblo marchante” que iluminó el imaginario de todos los líderes totalitarios o populistas del siglo XX. Y es que si el fetichismo institucional es malo, el desprecio por las instituciones no tiene un prontuario mucho mejor. Y ni siquiera es necesario apelar a los casos fascista o nazi para ejemplificarlo: basta mirar a Argentina, donde las luchas de pandillas y grupos de interés dominan ampliamente el escenario político. O bien a Venezuela, donde el populismo ha arrasado con la separación formal de poderes, arrastrando junto con él muchas libertades fundamentales.

Dicho esto, termino destacando que, con todas sus fallas, un libro como éste es esencial para despertar a la izquierda chilena de su sueño dogmático y fetichista respecto al Estado y de la pretensión consecuente de querer reducir lo social a lo estatal. Un sueño tan profundo como el de la derecha en la idea de que el mercado sería lo mismo que la sociedad. Y es que si bien puede haber discrepancias respecto a qué es lo que hay en el territorio, lo que es claro es que los antiguos mapas están fallando demasiado seguido y demasiado profundamente.

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