Columna publicada el lunes 27 de septiembre de 2021 por Ciper.

Ricardo Palma Salamanca y Jaime Guzmán son los personajes principales de Los fantasmas de larevolución, la última novela de Nicolás Vidal. El ideólogo del régimen y el fusilero de la transición son, en esta obra, las dos caras de una misma moneda que siempre vuelve en el Chile actual. O que, quizás, nunca se ha ido del todo. Al hacer de ambos los protagonistas de su novela, Vidal se propone un objetivo ambicioso y exigente: relatar con un pie en la ficción una serie de episodios que en muchas ocasiones parece estar al rojo vivo.

La novela se estructura, en su primera mitad, a partir de dos narraciones paralelas: la primera sigue los pasos de Palma Salamanca y sus actividades revolucionarias. Aquí comienza con una voz más documental, pero poco a poco va haciendo de la investigación algo que toca fibras sensibles del narrador, quien pareciera perder su pretensión de objetividad. El segundo hilo, en tanto, se enfoca en un periodista que se fascina con la historia de Palma. Invitado a colaborar con un documental sobre el guerrillero —participación que se ve frustrada por cambios en la producción—, su búsqueda se convierte en una obsesión que le hace perder trabajos y seguir afiebradamente todas las noticias del fugitivo. La segunda mitad de la novela, en tanto, se concentra en este narrador-periodista, quien, primero, sigue los pasos de Palma Salamanca en París, donde se le da refugio político y, por último, de los hechos que sacuden la ciudad de Santiago y toda la política chilena desde el 18 de octubre de 2019.

La investigación de Vidal sobre el pasado reciente es minuciosa. La descripción de los hechos sigue con rigor algunas de las narraciones que, principalmente desde el periodismo, han dado cuenta de la historia del Frente, de Palma Salamanca o de Jaime Guzmán. Aquí ocupan un lugar especial los libros de Juan Cristóbal Peña, pero también están referidas otras investigaciones, documentales televisivos, notas de prensa e incluso algunos fragmentos de las investigaciones judiciales relacionadas con los personajes. El narrador no deja tampoco de mencionar sus visitas a algunos de los principales lugares de los hechos, como el Campus Oriente de la UC, donde ocurrió el asesinato del fundador de la UDI, ni de aludir a la lectura de novelas que abordan narrativamente la historia chilena reciente, como La dimensión desconocida, de Nona Fernández.

Sin embargo, Los fantasmas de la revolución tiene escaso vuelo novelístico. En cierto sentido, podría decirse que la obra adolece de imaginación narrativa. Aunque Palma Salamanca o Guzmán bien podrían ser personajes de novelas —sus vidas, a fin de cuentas, están llenas de tensiones y claroscuros—, Vidal no cruza la vereda con decisión. A diferencia de la ya referida novela de Fernández, de las obras de Cercas, Carrère o Knausgard, la disolución de la frontera entre realidad y ficción no se traduce en una mejor comprensión de los conflictos de los personajes, sino en una constatación de hechos que, en su mayoría, estaban ya relatados.

El único personaje que se sigue de modo más ficcional es el del periodista (que también es abogado, como Vidal), un hombre de mediana edad, soltero, buen lector, relativamente acomodado, pero que más bien parece un sucedáneo de ciertas opiniones dominantes adquiridas luego de sobrevolar rápidamente las redes sociales. Así, en vez de plantearse preguntas o ver las zonas grises de los episodios históricos que refiere, se le ve simplemente zarandeado por las nuevas noticias de Palma Salamanca y los otros fugitivos del Frente, descubiertos en México y Francia los mismos días que él escribe una bitácora sobre su obsesión.

Este libro, a fin de cuentas, arriesga poco. En especial hacia el final, cuando el narrador abandona su concentración absoluta en el guerrillero y anota sus impresiones desde que el 18 de octubre de 2019 la política chilena estuviera condicionada por el estallido social. De algún modo, el narrador justifica esta otra revolución —la de octubre— que, a diferencia de aquella intentada por los rodriguistas, no busca derramar sangre. El enemigo, esta vez, es aquel punto más sensible para el neoliberalismo: la propiedad. El narrador no es ambiguo:

Si durante las primeras páginas el lector tiene la expectativa de asomarse a las profundidades de dos personajes que simbolizan las tensiones de toda una época—un civil católico que participó activamente en un régimen dictatorial; un joven sensible que secuestró y asesinó a sangre fría (que se convierte, posteriormente, en escritor)—, sufrirá una decepción. Encuentra, en cambio, una novela que, a pesar de su historia fascinante, no logra despegar de los hechos ya sabidos, y que prefiere congraciarse con una lectura benevolente del presente, un presente mucho más complejo de lo que el narrador es capaz de comprender en su adolescencia tardía.