Columna publicada el sábado 16 de mayo de 2020 por La Tercera

En las próximas semanas y meses morirán cientos, quizás miles de chilenos. El sistema de salud será sometido a una presión brutal, y su personal batallará día y noche para que los que dejen este mundo no lo hagan por falta de atención. Mientras tanto, el sistema político seguirá girando en banda: cada difunto será tratado como una papa caliente que debe ser arrojada al adversario. Alcaldes y oposición seguirán pidiendo cuarentena total, absoluta y para siempre, siguiendo el consejo de lavarse las manos frecuentemente. El gobierno, muy probablemente, será dejado solo en la batalla por evitar que la economía del país se destruya mientras combatimos la pandemia.

Morirán más pobres que ricos. Esto, porque son más, porque viven más apretados y porque sus cuerpos están peor tratados. Pero morirán especialmente enfermos, obesos y viejos. El hambre volverá a rondar por muchos hogares donde en 1982 la dieta se redujo a pan y té. Los robos aumentarán y personas que nunca habían pedido algo en su vida extenderán con vergüenza su mano. El escenario será de pena, humillación y dolor. Y de miedo: el miedo a perder el trabajo, a ser robado, al hambre y a los otros, reducidos en nuestra imaginación a vectores de contagio.

En medio de esta penumbra, creo que dos cosas resultan esenciales: la esperanza y la solidaridad. La esperanza, porque llegaremos rápido a un punto en que la queja y la denuncia se volverán una cantinela vacía. Donde las fórmulas gastadas de “la historia secreta” y “lo que no quieren que sepas” perderán su atractivo. La cultura de la indignación universitaria, con sus sueños holandeses y su pose tragediosa, no tiene más que ofrecer. Un pueblo golpeado no necesita prédicas negativas y pomposas. Lo que sí necesitamos es un sueño que nos entregue esperanzas mientras avanzamos por el desierto. Una promesa de que retomaremos la búsqueda de la alegría que abrazamos en 1990, pero que se nos extravió en el camino. Alegría de una vida tranquila, frugal y digna.

Es importante, entonces, que el gobierno y la coalición que lo respalda abandonen de una vez su actitud potijunta y temerosa. El momento es ahora para poner la alegría por delante y delinear un camino responsable pero firme hacia ella. El mensaje, durante esta época aciaga, debe ser que los males pasarán. Que el desierto se irá terminando. Y que podremos construir un país compartido donde la miel y la leche corran en todas las mesas.

La solidaridad, finalmente, es esencial porque está en juego la idea de que la sociedad civil y los privados pueden hacer una diferencia. Los generales en la batalla contra el hambre y el frío tienen que ser los mismos supermercados y multitiendas que nos fallaron en el pasado: es necesario que se reúnan, junto a las ONG más importantes, a discutir cómo poner comida y abrigo en los pequeños hogares embestidos por esta oscura ola gigante. Y nos convoquen a donar para apoyar este esfuerzo. El contenido de nuestra obligación ya lo conocemos: “Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recibiste; estaba desnudo y me vestiste; estuve enfermo y me visitaste; en la cárcel y viniste a mí”. No es el momento de mirar hacia el lado.