Columna publicada el domingo 19 de septiembre de 2021 por El Mercurio.

La Convención constitucional ha resuelto que el artículo del reglamento que establece el quórum de los dos tercios para la aprobación de normas constitucionales debe ser aprobado por mayoría simple. Esto parece un trabalenguas y, peor, un tecnicismo inaccesible para quienes no somos abogados. Sin embargo, se trata de una decisión crucial, que puede tener efectos duraderos en lo que viene. Por un lado, parece haberse sorteado con habilidad una dificultad peliaguda; pero, por otro, la deliberación tan prometida se realizará bajo una amenaza latente.

La dificultad guarda relación con un hecho de la causa: en la Convención no hay dos tercios para aprobar los dos tercios. Esto es problemático, porque la reforma constitucional que hizo posible el proceso indica que el reglamento de votación debe ser aprobado por dos tercios. Si hemos de ser rigurosos, la Convención está infringiendo la regla que le da vida. En cualquier caso, el problema no se agota allí, porque el entuerto arranca de una omisión previa. En efecto, el acuerdo del 15 de noviembre no contempla que el órgano constituyente se pronuncie sobre los dos tercios, pues no tiene potestad alguna para modificarlos. Al someterlos a mayoría simple, el pleno envía una poderosa señal de autonomía: el Acuerdo por la paz y la nueva constitución sólo obliga si la mayoría de los convencionales está de acuerdo (o sea: no obliga).  Así lo sugirió el mismo vicepresidente, Jaime Bassa, al señalar que “esto reivindica el poder que tiene la constituyente para organizarse a sí misma, para darse sus propias reglas”. En el fondo, la mayoría de la Convención no soporta la idea de ser condicionada por un poder constituido, y de allí la soberbia que emerge por momentos.

No es imposible leer lo sucedido de modo optimista. Después de todo, se ideó una salida ingeniosa para resolver una cuestión delicada, que divide profundamente a la Convención. Se afirma la soberanía del colectivo y se elude la oposición de los más radicales al acuerdo del 15 de noviembre, reafirmando los dos tercios. El dichoso acuerdo es respetado al mismo tiempo que se le pasa por encima. Tanto quienes defienden a ultranza los dos tercios como quienes siguen cuestionando su validez tienen motivos para estar satisfechos. Así, puede pensarse que este episodio será recordado como una muestra adicional del ingenio jurídico criollo, que nos permitirá avanzar sin quedarse entrampados en cuestiones procedimentales. Lo urgente sería salir —de una buena vez— de la discusión de los dos tercios para concentrarse en los contenidos (en palabras de Fuad Chahín, “era la única salida política, audaz e impensada”).

No obstante, en estricto rigor la ambigüedad no ha sido resuelta, sino simplemente evadida. En la mejor lectura, el gesto podría ser análogo al de Aylwin el año 1984, cuando el líder DC decidió eludir deliberadamente el problema de la legitimidad de la Constitución de 1980. La paradoja es digna de ser notada, porque es precisamente esa elusión la que origina la frustración de cierta izquierda respecto de los últimos treinta años. Por lo mismo, los críticos de Aylwin deberían ser los más interesados en despejar estas incógnitas. La pregunta debe formularse del más riguroso posible: ¿qué perdemos y qué ganamos conservando esa ambigüedad? ¿No hay acaso un reconocimiento al propio gesto de Aylwin en esta decisión, que admite —aunque fuera implícitamente— el valor político de la ambigüedad?

Sin embargo, no será fácil quedarse sólo con los efectos positivos de la ambigüedad. Sin negar sus méritos, es menester decir que el trabajo de la Convención se vuelve un poco más frágil y complicado. El motivo es simple: la medida tendrá consecuencias en la discusión propiamente constitucional. Las reglas determinan la conducta de los actores, y la señal entregada acá ha sido, cuando menos, equívoca. La Convención está afirmando —aunque fuera por omisión— que las normas que la rigen pueden ser modificadas mañana por mayoría simple, si las circunstancias lo requieren. Es difícil pensar que la existencia de esa alternativa no va a jugar ningún papel en el comportamiento de los agentes. Si esto es plausible, la discusión procedimental no ha sido cerrada, sino sólo postergada.

Esto es relevante no sólo porque en la Convención hay grupos bastante radicales, sino porque es evidente que hay muchas materias en las que será muy difícil alcanzar los dos tercios. ¿Cómo asegurar que, en medio de las dificultades para obtener un quórum elevado, nadie se sentirá tentado de abrir la puerta que se ha dejado entreabierta? Guste o no, esa alternativa estará allí, disponible, cuando los vientos cambien, o simplemente para resolver diferencias al interior de las izquierdas. Esto abre una serie de posibilidades (plebiscitos dirimentes, alteración del quórum) no contempladas en la normativa vigente, y que podrían incluso enfrentar al órgano constituyente con el Congreso. El itinerario constitucional queda entonces particularmente expuesto, porque sus reglas podrían eventualmente variar (con las consecuencias asociadas sobre su prestigio y credibilidad). Si toda deliberación digna de ese nombre requiere reglas robustas y respetadas, debe decirse que —hasta ahora— la Convención ha preferido reservarse el derecho de modificarlas si lo estima pertinente. No será fácil fundar, por esa vía, nada parecido a un nuevo “patriotismo constitucional”.