Columna publicada el domingo 13 de diciembre de 2020 por El Mercurio.

En las últimas dos semanas, cinco diputados han abandonado el Frente Amplio. A ellos debemos añadir los parlamentarios humanistas y del partido ecologista verde que se habían retirado antes del conglomerado. Así, el Frente ha perdido nueve congresistas desde que se iniciara esta legislatura. Aunque los motivos esgrimidos han sido distintos, es indudable que el FA se ha ido estrechando. Este momento contrasta con el ambiente festivo de la campaña de Beatriz Sánchez, que rozó la segunda vuelta. ¿Qué ocurrió entremedio? ¿Cómo explicar que el FA reivindique para sí la crisis de octubre y, sin embargo, no logre crecer políticamente?

Aquí juegan, desde luego, una serie de factores. Por de pronto, el proyecto inicial de la coalición descansó sobre una obscena indefinición del proyecto mismo. Convivían allí facciones muy inclinadas a la izquierda, personalidades sin trayectoria con ganas de figurar, liberales (muy) extraviados, dirigentes estudiantiles ávidos de replicar el ambiente de la Confech y exconcertacionistas a la deriva. Todos ellos manifestaban algún tipo de descontento, pero eso nunca se transformó en programa político digno de ese nombre. De algún modo, el FA creyó que el quiebre generacional podía sustituir el trabajo de largo plazo. Para decirlo en simple, no era necesario ser profeta para saber que entre Jorge Ramírez (de Comunes) y Vlado Mirosevic (del Partido liberal) no había ningún futuro compartido.

Con todo, esas indefiniciones también tienen otro nivel. En efecto, el discurso del FA está centrado en torno a la necesidad de realizar transformaciones profundas. Sin embargo, esa retórica tiene escaso correlato programático. El FA no cuenta con un plan serio de reforma del Estado, indispensable para sus aspiraciones. Se habla con frecuencia de derechos sociales y de Estado de bienestar, pero pocas veces se ponen arriba de la mesa reflexiones serias sobre esos asuntos. ¿Cómo pretende el FA, de llegar al poder, satisfacer y financiar las múltiples demandas? ¿O de verdad piensa que desfondando el sistema de pensiones nos acercaremos a los países escandinavos? ¿En qué medida es posible un sistema de reparto, por ejemplo, con nuestros niveles de natalidad? ¿Cómo explicar su obstinación por eximir del pago de impuestos a las rentas más altas en la reciente discusión sobre retiro de fondos de pensiones? Ninguna de estas preguntas ha recibido respuesta consistente.

Un tercer factor es la clásica tendencia del sector al fraccionamiento, reforzado por el auge de políticas de identidad. La izquierda posmoderna imagina que todas las luchas son convergentes —en jerga, interseccionalidad— y que, por lo mismo, bastaría con acumularlas unas sobre otras para producir las consecuencias deseadas. Sin embargo, la política es algo distinta, y requiere la elaboración de marcos mucho más amplios. Un ejemplo puede servir para ilustrar el punto. En 1988, la oposición comprendió que para derrotar al régimen de Pinochet tenía que elaborar un discurso que convocara a las grandes mayorías. Eso se plasmó en una franja televisiva que marcó su tiempo y fundó una épica. Tres décadas después, la izquierda enfrentó un momento tan importante como el anterior, en el plebiscito del 25 de octubre. No obstante, la franja no logró transmitir ningún mensaje relevante, y se convirtió en una pintoresca colección de banderas desconectadas unas de otras. En 1988 hacían política y hacían historia; hoy reivindican identidades y se encierran en sus nichos. En el intertanto, la izquierda perdió la idea misma de lo común. Esto no es responsabilidad exclusiva del FA, pero es muy sintomático de sus dificultades. En cualquier caso, los resultados están a la vista: el FA está desaprovechando una oportunidad histórica. Las primarias convencionales realizadas hace dos semanas mostraron además que el éxito mediático y el talento en redes sociales no se reflejan necesariamente en votos. El frenteamplismo se goza hablando de los territorios, pero no tiene mayor conexión con ellos.

En este contexto, el FA enfrenta una disyuntiva muy difícil. Una alternativa consiste en ser subsumido por la hegemonía del PC, lo que sería una paradoja para una fuerza que se quiso novedosa. Además, supone caminar en la cornisa de la institucionalidad, pues el PC no cree tanto en la deliberación representativa como en la expresión directa de lo que llaman la vanguardia del pueblo. De allí su llamado a rodear la Convención Constitucional con movilización de masas (basta un conocimiento mínimo de la historia del PC para entender el sentido de la expresión). De seguir ese camino, el FA puede condenarse por décadas a la esperanza escatológica de la gran revolución. La otra alternativa pasa por conformarse con un nihilismo de estetas —la expresión es de Raymond Aron—. Esto es, contentarse con una crítica externa y radical al mundo, sin proponer nada a cambio, pero sin renunciar jamás a la satisfacción moral que provee la convicción de la propia pureza. Sobra decir que ninguna de estas alternativas logrará transformaciones estructurales, en ningún sentido. Si el mero testimonio es el rasgo de la adolescencia, puede decirse que el FA no ha logrado ni querido salir de allí. Los dioses ciegan a quienes quieren perder.