Columna publicada el viernes 13 de agosto de 2021 por La Tercera.

Sin haber prestado demasiada atención, llegamos a un momento en que los cerros de Santiago ya no irradian la blancura de la nieve en invierno, los sistemas de regadío han suplantado las lluvias que usualmente nutrían los campos del sur y al color verde del valle central lo ha reemplazado un inhóspito café. Pese a las advertencias, nuestro país no pudo escapar a la falta de agua. Y las consecuencias son dolorosas. Las áreas de la economía que dependen directamente del agua – la agricultura y la ganadería, por ejemplo – han enfrentado sus peores períodos de las últimas décadas. Para qué hablar de los efectos salubres, o de cómo un ambiente árido, cada vez con menos vegetación y ríos, puede afectar nuestra calidad de vida. La belleza también es importante para la vida buena. Sin embargo, ahora la alarma debe traducirse rápidamente en acción.

La preocupación por la sequía, desde luego, tiene una dimensión económica importante: sin agua nada puede funcionar. No obstante, en último término ella debe sustentarse en una adecuada relación con nuestro entorno natural. En efecto, el agua, así como los demás recursos naturales, nos ha sido dada gratuitamente, sin ningún mérito por nuestra parte. De ahí que no es lícito usarla como si su disponibilidad dependiera únicamente de nosotros, o como si nuestras decisiones no afectaran a nuestros semejantes o a las generaciones futuras. Además, nos ha sido dada a todos, no a unos pocos, de manera que su uso y administración debe estar siempre orientado a que efectivamente todos puedan disponer de ella. De esto no se sigue necesariamente que los privados deban ser excluidos de su administración (un particular puede igualmente contribuir al bien público) o que no se puedan establecer ciertos derechos para su uso, esa es, más bien, una decisión prudencial. El punto es que, en tanto bien dado a todos gratuitamente, nadie puede ser privado de su acceso.

Todo lo anterior implica una gran cuota de responsabilidad por nuestra parte. En última instancia, se trata de una responsabilidad hacia el resto de la comunidad. El cuidado del agua es fundamental porque ella es fuente de vida para otros. Pero en un mundo altamente individualista, nada de esto parece muy fácil de comprender.

Se trata, qué duda cabe, de un tema central que está cada vez más presente en la discusión pública. El debate suele darse en términos de los llamados “derechos de aguas”, y gira en torno a si deben existir o no y cómo consagrarlos en la eventual nueva constitución. De hecho, aparece como uno de los grandes temas que la convención deberá tratar. El problema es que, dada en esos términos, la discusión no puede ir mucho más allá. No basta con consagrar un derecho al agua, sino que es necesario definir qué implica, a quién se puede exigir, de qué manera se satisface (si es que hay sequía, ¿se estaría violando el derecho?). Además de diseñar una institucionalidad y regulación eficientes, confiables y justas. En concreto, debemos esforzarnos por pensar en el régimen preciso al que se someterá el agua, cuántas reservas es necesario construir, qué innovaciones se pueden hacer en la materia (¿a nadie llama la atención que usemos agua potable al tirar la cadena?) o qué mecanismos permiten hacer más eficiente su uso.

Todavía hay mucho por hacer. Pero eso depende de que dejemos de lado las consignas y discursos fáciles para, en vez, tener un debate serio y profundo que nos beneficie a todos. Debemos ser capaces, en efecto, de reconocer que en cada discusión puntual tendremos que cuidar distintos bienes, como empleo y cuidado medioambiental; de manera que necesitaremos dejar de lado el ambiente maniqueo al que nos hemos acostumbrado. Pero por sobre todo, de que aceptemos ciertos límites (algo difícil en tiempos en que rigen las lógicas contrarias) y estemos dispuestos a hacer sacrificios.