Columna publicada el domingo 19 de abril en El Mercurio

La pandemia es como un espejo en el que podemos ver reflejado lo peor y lo mejor de lo nuestro. Si la condición humana es ambigua de por sí, en circunstancias extremas esa verdad se hace carne. Así, por un lado, emergen disposiciones solidarias que no por pasajeras son irrelevantes. Es, si se quiere, un modo de hacer visible nuestra interdependencia, que tan fácilmente olvidamos en tiempos de bienestar. Como bien decía Camus, con la peste “ya no hay destinos individuales, sino una historia colectiva y sentimientos compartidos por todos”. Quizás acá reside la explicación del inesperado éxito de la Teletón: hubo algo en ese esfuerzo que nos recondujo a esa historia y sentimientos comunes. La dedicación del personal sanitario y de todos quienes realizan imprescindibles labores de servicio —generalmente ocultas— también salta a la vista.

Con todo, la pandemia también deja ver una cara menos amable. Pudimos verla, por ejemplo, en un video que circuló profusamente en redes sociales durante la semana. Se trata de un altercado al interior de un supermercado, en el que una persona graba a otra mientras le hace ver cuán irresponsable es no portar la mascarilla, cuyo uso es obligatorio en espacios públicos. La respuesta del interpelado no es demasiado feliz, y genera una discusión de altos decibeles. El altercado puede ser visto como una anécdota sin mayor trascendencia. No obstante, me parece que permite ilustrar que incluso la preocupación por el interés colectivo tiene sus peligros. ¿Cómo reaccionamos frente al miedo y la ansiedad? ¿Cómo interactuamos y cómo manejamos las inevitables diferencias que surgirán? Si acaso es cierto que tendremos que acostumbrarnos a convivir con el covid-19 durante un tiempo, resulta imprescindible formular adecuadamente estas preguntas.

Desde luego, no hay nada de malo en hacerle ver a una persona que incumple una norma. Ya decía Aristóteles que la virtud de los conciudadanos no puede sernos indiferente, pues tiene efectos en todos; y eso es especialmente cierto en lo referido a las virtudes cívicas. Dado que no somos átomos aislados, esa inquietud no es ilegítima en principio. De hecho, lo sorpresivo no es tanto el llamado de atención, sino la agresividad asociada. La modernidad quiso expulsar la preocupación griega por la virtud —atentaría contra nuestra sacrosanta autonomía— pero, paradójicamente, esa preocupación parece estar regresando bajo formas patológicas. En efecto, corregir mientras se graba con el teléfono, además de ser ilegal, es una forma de agresión. Implica una brutal desconfianza recíproca, y aplica el castigo por cuenta propia: el escarnio público. El supuesto podría ser descrito como sigue: no te conozco, nunca he hablado contigo, pero voy a grabar nuestro primer intercambio, pues asumo de antemano que necesitaré la prueba de lo que vayas a decir o hacer. Hay en el gesto una pretensión de superioridad moral, un maniqueísmo mal disimulado —yo soy el bien, tú eres el mal— que no es en ningún caso menos insoportable que la irresponsabilidad de no portar la mascarilla. La buena voluntad, decía de nuevo Camus, puede causar tantos males como la maldad misma.

Nuestro nuevo censor moral —que es relator de la ONU: la vida te da sorpresas— intentó justificar su comportamiento, afirmando que se equivocó solo en la forma, pero que mantiene el fondo. El problema es precisamente que en esta materia, como en tantas otras, no es posible efectuar esa separación. Grabar con el celular no es un dato accidental ni accesorio, pues involucra un mensaje muy radical. De algún modo, estamos pagando los costos de la normalización de la funa como medio de acción por ciertos sectores, como si la justicia de la causa autorizara todos los medios. Sin embargo, no deberíamos olvidar nunca que la funa fue una práctica fascista. Cuando se deja de creer en las instituciones, tal es el destino que nos espera.

En ese sentido, la solicitud de ciertos alcaldes, que han pedido que les sean informados los datos —nombre, domicilio y RUT— de las personas contagiadas envuelve muchos riesgos. Es cierto que eso podría permitir a los municipios un mejor control del virus, pero tampoco hay que pecar de ingenuidad. Los mismos funcionarios de salud que admiramos y agradecemos no siempre son bien recibidos en los lugares en los que viven. Nadie quiere exponerse al contagio, y esa solidaridad puede mutar velozmente en formas muy extremas de individualismo —necesitamos personal de salud, pero lejos de mí—. No hay que ser un genio para predecir lo que pasaría si se difunden los datos: los contagiados quedarían expuestos a las funas, y nuestros censores morales tendrían más material para ejercer su extraña vocación. Hay comportamientos humanos que no han variado con el tiempo, y ni siquiera la modernidad ha podido salvarnos de la furia colectiva contra chivos expiatorios. Hoy por hoy, proteger la dignidad de las personas es proteger la dignidad de los enfermos.