La noche larga
Columna publicada el viernes 21 de mayo de 2021 por El Mercurio.
La elección del fin de semana resultó ser un trago amargo —muy amargo— para el oficialismo. En efecto, el sector estuvo lejos de alcanzar el tercio que le habría conservado su capacidad de veto. El hecho es digno de ser notado: tres años y medio después del mejor resultado electoral de su historia, el oficialismo languidece, consternado. ¿Qué hacer? Es tentador comparar la situación actual con la de 1965, pero la analogía es equívoca: esta vez no fue la DC quien absorbió a la derecha, sino que un fenómeno nuevo. En 1965, ella sabía qué camión le pasó por encima. Hoy, parece ignorarlo por completo.
No es imposible pensar que la derecha se juega su futuro —el todo o nada— en su capacidad de leer este escenario. Después de todo, el país viene dando tumbos electorales desde hace tiempo. Por lo mismo, quien se crea dueño de los votos se equivoca medio a medio, porque se trata de un electorado extraordinariamente volátil. Lo único cierto es que existe un hastío creciente con el sistema político. Se trata de la expresión de un malestar difuso, de carácter inorgánico. Son segmentos medios y precarizados que, en principio, no albergan ningún ánimo revolucionario, pero sí un deseo de cambios. La sensación predominante pareciera ser que ni el Estado ni las instituciones formales responden a sus anhelos; es un rechazo o escepticismo que no obedece a ninguna lealtad ideológica. No hay otro modo de explicar que en concejales la derecha haya obtenido 13 puntos más que en la elección de constituyentes.
En este contexto, el camino más directo para regalarle —íntegro y en bandeja— el nuevo ciclo a la izquierda más radical es negar pertinaz y obstinadamente estos hechos. El cambio constitucional actual, por ejemplo, no era necesario ni ineluctable, pero se llegó a ese punto fruto —entre otros factores— de la pasividad y el inmovilismo de tantos. Como advirtieron distintas voces, la cuestión constitucional se pudo abordar actuando distinto en el gobierno de Bachelet, o al asumir por segunda vez Sebastián Piñera, e incluso en los primeros días del estallido. La lógica, sin embargo, siempre fue reactiva: no había problemas de legitimidad, el tiempo curaría las heridas, y así. Con todo, si el sistema no es capaz de proveer respuestas a esas inquietudes, aquellos que sueñan con la revolución podrán hacernos creer que Chile se convirtió, de la noche a la mañana, en un país dominado por el trotskismo.
Luego, la tesis según la cual la derecha debería defender, de una buena vez, sus propias ideas, es falaz precisamente porque sus partidos no exhiben ninguna idea elaborada respecto del Chile que emergió a partir del modelo que el mismo sector impulsó. Es obvio que al oficialismo le ha faltado carácter en demasiados momentos, pero no hay algo así como un fondo doctrinario nítido al que uno podría recurrir en momentos de confusión. ¿Qué sería eso? ¿Las ideas de Sergio de Castro a mediados de los 70? ¿Capitalismo y democracia de Milton Friedman? Por lo demás, ese diagnóstico omite que este gobierno nació precisamente con esa supuesta convicción: de allí su primer gabinete “sin complejos”, cuyos resultados están a la vista.
El desafío de la derecha es, entonces, abrazar un sano reformismo que pueda responder a esos anhelos, y que exige todo el rigor técnico del caso. No se trata de sumarse acríticamente al estatismo de la izquierda (en esto caen, por momentos, algunos sectores de RN), pero sí de asumir que una subsidiariedad bien entendida exige grados relevantes de solidaridad. En esto, el trabajo con la sociedad civil es clave, precisamente para identificar esas tensiones y, sobre todo, para tratar de restituir un vínculo extraviado con la ciudadanía. Los chilenos no quieren perder el progreso de las últimas décadas, pero tampoco quieren que todo siga igual. Dado que el mundo de la centroizquierda renegó de los treinta años, dejó un espacio abierto.
Este desafío, desde luego, tiene condiciones. Por un lado, la derecha debe dejar de articularse en torno a las tres comunas, porque eso la deja sin ojos para ver lo que pasa fuera de allí. También debe abandonar la cultura del privilegio (¿se fijó usted, lector, en la cantidad de “hijos de” que integraban las listas de derecha, como si el apellido asegurara el cargo? ¿No alimenta eso el cansancio con el sistema?). Debe por supuesto dejar definitivamente atrás el piñerismo, cuyo pragmatismo sin quilla ha dejado al país en una situación más que incierta. Debe abrirse también a la riqueza de sus múltiples fuentes doctrinarias, que no provienen exclusivamente del liberalismo económico —Mario Góngora y Gonzalo Vial, por mencionar dos ejemplos, también pertenecen a ese acervo común—.
¿Tendrá el sector la energía para emprender este trabajo de renovación política que ha preferido postergar una y otra vez? ¿O seguirá atado a la lógica de una Constitución que agoniza? Según cómo responda estas preguntas, la derecha puede competir por liderar el nuevo Chile, o bien limitarse a mirarlo desde una trinchera tan cómoda como inoperante.