Columna publicada el martes 8 de diciembre de 2020 por The Clinic.

Tras dos semanas, ya ha pasado bastante agua bajo el puente por el video con que la Defensoría de la Niñez quiso conmemorar los 30 años desde que Chile ratificó la Convención de los Derechos del Niño. Se ha publicado críticas de distinto carácter y en distinto tono. Han aparecido quienes buscan la destitución de la Defensora. No ha faltado, tampoco, quien explica todo como si la crítica pendiera del hecho de ser ella mujer.

¿Qué tanta importancia darle a esta recurrente trifulca? La historia podría haber sido distinta, cabe notar, si el gobierno de Piñera hubiera sido fiel a su discurso de campaña, que daba a la preocupación por la infancia un lugar de incomparable centralidad para su segundo gobierno. Pero en ausencia de un discurso articulado y macizo al respecto, tanto más decisivo se ha vuelto el modo en que desde la Defensoría se hable sobre la niñez. Y más vale, entonces, comprender dónde están los problemas de ese hablar.

Dado el lugar en el que se inscribe la discusión de la infancia, no es extraño que la discusión suela ser poco productiva: tratar con la infancia es tratar con la familia –aunque sea en la forma de su ausencia–, y abordar la familia nos arroja de golpe a un campo que suele ser de inconducente guerra cultural. Es un campo, en efecto, donde algunos elevan la afirmación de la autonomía de los niños a categoría absoluta, y donde otros les responden con la bandera del “con mis hijos no te metas”. Son dos formas distintas del individualismo, pero eso es lo único que tienen en común: no hay encuentro posible entre esos discursos.

Pero no estamos condenados a esa incomprensión recíproca. Para una noción como la de autonomía progresiva, por tomar un ejemplo recurrente en la discusión, evidentemente hay lugar también desde la perspectiva conservadora. La educación consiste, al fin y al cabo, en una gradual independencia, y es la experiencia de todo padre que eso ocurre más temprano que tarde. Pero es esa misma gradualidad, por otro lado, la que nos recuerda la razonable sujeción a los padres que en tantos sentidos caracteriza la vida infantil. Esa sujeción no es un “torniquete” que haya que saltarse, sino una pieza crucial en el engranaje de la vida humana, con la que una Defensoría de la Niñez debe poder trabajar en coordinación: en el reconocimiento de esa pieza se reconoce, a la vez, que los niños son precisamente tales.

Desde luego no se trata solo de un problema de la Defensoría, pues hay una extendida dificultad para pensar los niños como niños. Se entiende que deben ser defendidos, pero no se tiene más herramientas para hacerlo que imaginarlos como adultos y creer que solo es digno el actuar que los trate como tales. En el fondo del problema se encuentra una concepción contractualista de la vida social: sabemos muy bien qué reglas valen en las relaciones que nacen de un contrato (entre adultos), de un acto de consentimiento informado, pero quedamos perplejos ante la existencia de relaciones humanas, como son las de filiación, que están ahí como algo dado al margen de nuestra elección. Hay algo de trágico en todo esto, pues en otro sentido la infancia es un descubrimiento de la misma modernidad: hay milenios en que el apresurado paso a la adultez fue la nota dominante, y uno de los logros de nuestra civilización ha sido el reducir ese fenómeno.

El problema puede parecer abstracto, pero sus consecuencias en nuestra discusión política y cultural saltan a la vista. Es así como cabe entender, por ejemplo, la pregunta de Agustín Squella sobre si los padres tienen derecho a socializar a sus hijos dentro de su propia creencia religiosa (cuestionamiento replicado en el video de marras). Pero no es solo la religión la que así se pone en tela de juicio, sino la existencia misma de la cultura humana: la independencia es el fruto maduro de la socialización, no su punto de partida.

No es, pues, la incitación a la violencia –como se ha oído a algunos críticos– el problema fundamental de la Defensoría. El problema de fondo es su participación en esta mentalidad, su incapacidad para reconocer a los niños como niños. Es así como hay que entender el hecho de que para la Defensoría de la Niñez sea una elemental cuestión de derechos que los menores puedan tener una participación “incidente” en el proceso constituyente. La cuestión es muy reveladora respecto de cómo al pensar la infancia solo desde los derechos se acaba condenado a hacerla desaparecer. Después de todo, ya sería una gran cosa que niños y adolescentes participen como atentos espectadores, que capten algo sobre los vicios de los que deben huir cuando sea la hora de su propia responsabilidad.

Es la ley de la vida, ni muy progresista ni muy conservadora, que cada cosa tenga su propio tiempo. Es eso, por lo demás, lo que permite crecer: nos damos cuenta de que algo nos falta saber para opinar con pertinencia, y nos vemos movidos a buscarlo. ¿Pero qué proceso de maduración puede vivir quien escucha la letanía de “demanda tus derechos”, “tú puedes opinar”, y restantes lugares comunes?