Columna publicada el domingo 27 de junio de 2021 por El Mercurio.

En los próximos meses, Chile enfrentará un inédito cuadro institucional, marcado por la convivencia de la Convención con los poderes del Estado. Aunque la misión de la primera consiste en proponer un nuevo texto constitucional, la coexistencia no siempre será fácil: cada órgano buscará resguardar celosamente su autonomía. Si las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo están reguladas en todos sus detalles, acá entraremos en un terreno desconocido. No es seguro, por ejemplo, que todos los parlamentarios estén de acuerdo con el senador Latorre, quien cree que el Legislativo debería cesar cualquier discusión relevante, para darle espacio a la Convención. Por otro lado, es posible que en pocos meses elijamos a un Presidente cuyos poderes le sean drásticamente reducidos al poco andar: ¿No se anida allí una dificultad evidente? Los casos podrían multiplicarse, y este es precisamente un rasgo de las crisis: las reglas que tenemos van de salida, pero todavía no tenemos reemplazo.

En virtud de lo anterior, resulta determinante la conducta que adopten todos los actores. Si cada cual se obstina en maximizar su posición, tensando el debate, entonces este proceso será más largo y movido de lo que todos quisiéramos. Además, el nuevo ciclo correrá el riesgo de ver cuestionada su legitimidad. Si, por el contrario, los actores operan de buena fe, comprendiendo cuán delicado es el momento y cuán fundamental es respetar la existencia de otros poderes, entonces el nuevo ciclo tendrá las condiciones mínimas para ser exitoso.

En este contexto, es digna de atención la declaración de un grupo de convencionales comunistas. En ella, se solicita la salida de Sergio Micco del Instituto Nacional de Derechos Humanos, la libertad de los “presos de la revuelta” y, por último, que la Nueva Constitución incorpore una disposición transitoria sobre estas materias. Nótese bien: convencionales electos para redactar una nueva Constitución creen que, a pocos días de iniciar sus labores, es razonable pedir la renuncia del director de un organismo autónomo, pasar por encima del Poder Judicial e incluir en la nueva Carta Magna disposiciones transitorias que carecen de carácter efectivamente constitucional.

La declaración, desde luego, forma parte de una estrategia que no debería sorprender a quienes posean un mínimo conocimiento de la historia y doctrina del comunismo. En efecto, se trata de un sistema de pensamiento que no guarda demasiado aprecio ni por la división de poderes ni por los equilibrios institucionales. Si en algunos momentos alguien pudo llevarse una impresión distinta, fue por motivos estrictamente tácticos, porque su apego a las normas es instrumental. Allí donde ha podido, el comunismo ha tendido siempre a moverse en una sola dirección: la mayor concentración posible del poder, pues no ve con buenos ojos ninguna fuente alternativa de legitimidad. De allí la advertencia de sus convencionales, que no deja mucho espacio a poderes autónomos —llámense INDH, Poder judicial o Legislativo—. Tal es el sentido de la propuesta de Daniel Jadue, en orden a instaurar un incierto “control ciudadano” sobre los medios de comunicación. En sede comunista, ese poder ciudadano no ha sido nunca sino la fachada del mismo partido (los ejemplos históricos abundan).

Por lo mismo, extraña que el Frente Amplio —y, en particular, Gabriel Boric— esté en vías de ser cooptado por dicha colectividad. Hasta donde sabemos, Boric representa una tradición de izquierda que tiene algunas coincidencias de orientación con el PC, pero también desacuerdos sustantivos respecto de fines y medios, como puede verse en su distinta apreciación de Nicaragua y Venezuela. Tampoco resulta fácil comprender que el PS —pieza fundamental en la arquitectura de los últimos 30 años— haya estado a minutos de modificar su política de alianzas, desahuciando la posibilidad de converger con el centro político. Es curioso, pero el PC sigue ejerciendo una poderosa atracción en buena parte de la izquierda, como si allí residiera el polo del que resulta imposible despegarse completamente.

El detalle es que nuestro proceso constituyente se encuentra en medio de esta voluntad hegemónica del PC. Si nada es más relevante que cuidar los equilibrios y evitar los conflictos innecesarios, la intención del PC es exactamente contraria: el partido ve acá una oportunidad histórica, y no querrá desaprovecharla. Su interés no reside en el éxito de un proceso al que nunca ha adherido, sino en agudizar al máximo las contradicciones, atribuirse el monopolio de la crisis social y esperar que el río revuelto los favorezca. Nada de eso es muy compatible ni con la democracia ni con nuestra tradición republicana, pero qué va: esa no ha sido nunca su preocupación.

Los simpatizantes del PC suelen objetar este tipo de críticas, arguyendo que estarían movidas por un anticomunismo primario, casi infantil. No obstante, me parece que el único modo de respetar una doctrina es tomársela en serio, y nada más insultante para el comunismo que identificarlo como una suerte de variante interna de la socialdemocracia. Después de todo, el mismo Marx afirmaba que “los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones” (Manifiesto). La dificultad sería, más bien, que quienes no somos comunistas no advirtamos la naturaleza de un proyecto que siempre ha estado a la vista de todos.