Columna publicada el 06.02.19 en El Líbero.

En una de sus famosas crónicas, Joaquín Edwards Bello precisaba que “en Viña no hay un solo monumento, ni una librería que merezca el nombre de tal. Es la ciudad feliz, sin filósofos ni quebraderos de cabeza”. Y cuánta razón tiene.

En principio, a la ciudad no parece importarle mucho el enorme déficit financiero del municipio. Los Backstreet Boys, la gala festivalera y los carretes al atardecer en el quinto sector de Reñaca son lo único relevante de aquí a fines de febrero. El resto es música. Porque cómo podría uno enojarse con la alcaldesa, si los fuegos artificiales este año nuevo fueron tan buenos y la parrilla del Festival está mejor que nunca (aunque Luis Miguel se haya bajado a última hora).

En Viña los problemas suelen abordarse así, con la actitud de quienes están siempre de vacaciones. A la autodenominada “ciudad bella” nunca se le aparece marzo. En esto hay que reconocer el enorme esfuerzo de aquellos funcionarios municipales que –trabajando horas extras y triangulando agenda con las empresas de sus amigos– llevan años instalando el discurso del eterno verano en la playa.

Viña del Mar, atrapada en esta forma tan veraniega de afrontar sus propias contradicciones, aspira constantemente a ser la mejor ciudad para vivir del país, creyendo que eso significa arena y sol, el mar azul, contigo yo, conmigo tú y espuma blanca. Así, la idea de calidad de vida se reduce a potenciar una imagen de paraíso idílico para el turista, con palmeritas, florcitas –todas muy mononas y chiquititas– que simulan un Miami chilensis, e inmobiliarias demasiado creativas y modernas para ceñirse a tediosos planes reguladores.   

La ausencia de reflexiones y quebraderos de cabeza –especialmente en los grupos dirigentes– facilita que la propaganda casi soviética de la “ciudad bella” se imponga como una verdad absoluta. Sin embargo, Viña del Mar no solo sale al mundo en alas del Festival, sino también debido a la pobreza que existe en sus zonas periféricas. Pero como la precariedad no es consistente con el discurso que existe sobre Viña, a los pobres los escondemos detrás de los cerros  (y que ni se les ocurra bajar al centro disfrazados de vendedores ambulantes o de estacionadores de autos, porque ahí van a saber lo que es bueno). Sería interesante conocer cuántos turistas están al tanto de que a solo metros de la Quinta Vergara existe otra ciudad oculta y marginal, invisible para las galas televisadas y su glamour decadente.

Disimular la pobreza se convirtió en uno de los tantos mecanismos de defensa de una ciudad que no parece muy interesada en asumir los costos de discutir sus problemas. Es obvio, nadie quiere pelear si vive en el paraíso, menos con alguien como la “Tía Coty”, la alcaldesa que en la última década se ha ido convirtiendo en la invitada estrella de los matinales festivaleros y de cualquier otro evento social que se precie de tal. Por lo mismo, el silencio de todos aquellos que por años vienen dándole palmotazos en la espalda a pesar de conocer las irregularidades de su gestión no nos debiera escandalizar tanto. Solo ratifica que en la comuna no existen fuerzas que tensionen al municipio para que, por lo menos, respete la ley.

Alguien podría decir que lo anterior es falso: ¿cómo que nadie se mueve, si algunos concejales están pidiendo la destitución de la alcaldesa con bombos y platillos? Pero si hablamos de la “ciudad bella” no podemos pecar de ingenuidad. No hay nada más fácil que ser generales después de un informe de la Contraloría, sobre todo si las elecciones municipales están a la vuelta de la esquina. Lo realmente urgente es que la sociedad viñamarina despierte de su letargo veraniego, es que a las autoridades se les aparezca marzo. De lo contrario, es probable que la alcaldesa cumpla su sueño y esté en el cargo hasta el día de su muerte.