Columna publicada el martes 27 de abril de 2021 por La Tercera.

Pamela Jiles se ha convertido en una de las protagonistas de nuestro momento político. Su estilo provocativo e irreverente manifiesta inequívocamente nuestras carencias, desnudando las frágiles costuras de nuestra institucionalidad: una figura sin más aliados que su pareja ha puesto de cabeza al sistema político entero. Así, lo que parecía ser apenas un destello demagógico ha logrado consolidarse, y esto exige preguntarnos por la naturaleza del fenómeno. Todo indica que se trata de algo más que el simple reflejo de los problemas de nuestro sistema político.

En ese sentido, tildar a Jiles de populista, sin más, parece ser un error. La estrategia detrás de la etiqueta tiene el objetivo de instaurar un “cerco sanitario” alrededor suyo. Sin embargo, en los distintos lugares en que se ha intentado, se ha probado rápidamente como ineficaz. Lo que resulta indispensable, en cambio, es el esfuerzo por comprender qué está logrando representar con su enigmática figura. Detrás de la fachada de “la Abuela” hay un fenómeno más profundo, que la marea antipopulista suele ignorar, apurada por desacreditar a quien encarna la amenaza. ¿Qué sostiene a este problemático personaje? Más allá de su lamentable espectáculo en el Congreso, ¿qué trabajo está realizando con sus bases? ¿Qué tipo de vínculo está construyendo? Son este tipo de interrogantes las que deben ser exploradas, por más incómodas que resulten. Ya sabemos cómo terminó la historia en Brasil y Estados Unidos, donde se prefirió ignorar estas preguntas.

Aunque tomará tiempo responderlas, podemos observar desde ya señales relevantes. Una de ellas es el apodo con el que Jiles ha escogido identificarse, y que revela algunos elementos del tipo de vínculo que establece con sus seguidores: “la Abuela”. No parece ser casual el uso de esta imagen en una cultura como la nuestra. En América Latina, la abuela muchas veces es la columna vertebral de las familias; es quien está siempre presente y que, por lo mismo, asegura la pertenencia. Es de naturaleza ambivalente: por un lado, tenemos la imagen cariñosa, de quien cuida y comprende, la que mima; por el otro, es también quien defiende con furia a su prole de los peligros que la acechan, ya sea la carencia económica o la delincuencia. Sea cual sea la amenaza, una abuela siempre está dispuesta a atacar a quien se atreva a increpar a los suyos, a veces sin importar lo que hayan hecho. Su tarea no es la imparcialidad. La abuela es familia y eso es lo que manda. Después podrá arreglar puertas adentro lo que se haya hecho mal, pues la abuela siempre se impone por su autoridad moral.

Pero la abuela no se constituye como tal por sí sola. Aquí aparecen los otros protagonistas de este vínculo que aún no terminamos de entender: “los nietitos”. Apodados también como “sinmonea”, parecen ser sujetos despreciados por el establishment partidario, casi inexistentes para la cultura oficial. Ven con resentimiento que tanto la promesa hecha a ellos –de la educación como movilizador social– como a sus abuelos –una vejez digna–, no se cumplieron. Son la prole rabiosa que sale a atacar y que la abuela defiende sin titubeos. Es probable que sean la muestra patente de un sistema político que no ha sido capaz de procesar las tensiones de la modernidad chilena, siempre feble y en riesgo. En los nietitos hay una demanda por protección que manifiesta con especial dramatismo el tipo de carencias de algunos grupos de nuestra sociedad, que han preferido buscar a un representante que se alza en una relación particularmente asimétrica. Se esconde así en este vínculo una renuncia a la adultez, a ser ciudadanos. Un no querer crecer que permite insultar en redes sociales, para luego correr bajo las faldas de la abuela omnipotente.

Es llamativo el hecho de que el vínculo con los representados de Jiles se exprese en el lenguaje de la familia, del vínculo primario, y no en el lenguaje formal, ciudadano. Esto es, el lenguaje propiamente institucional que se supone característico del espacio público. Jiles introduce, en cambio, el lenguaje del afecto, de la presencia, de la pertenencia. En tiempos de desarraigo, Jiles ofrece algo parecido al lazo sanguíneo, como una fiera dispuesta a atacar a quien sea para proteger a sus crías. Si queremos entender la fuerza con que ha logrado instalarse, es imprescindible considerar estas dimensiones, y no circunscribir la mirada a su performance en el Congreso, que no es más que el despliegue final y mediático de su acción política.

La fuerza de Jiles nace, en cambio, de sus bases, donde parece estar construyendo un lazo potente que apela, a un tiempo, a carencias presentes y a lógicas de relaciones y vínculos arraigadas en nuestra cultura. El uso del lenguaje informal de las redes sociales potencia su figura como una política diferente, sin vergüenzas ni atavismos. Pero también la lleva a saltarse toda la mediación institucional que constituye la política, horadando todavía más nuestro frágil tejido político. La abuela no necesita a nadie, pues confía en que su vínculo es indestructible.

Quienes intentan oponer a Jiles un cerco sanitario mientras imitan sus cuestionables recursos en el Parlamento ignoran que, de seguir ese camino, seguramente están destinados al fracaso. El éxito de Jiles reside en su capacidad de representación, en ofrecer un lazo cuando todos los demás parecen haberse quebrado. Quizás allí anida el único camino disponible para encauzar el momento crítico en el que nos hallamos: trabajar en la recomposición de los vínculos políticos y familiares extraviados, y recuperar los espacios de pertenencia y participación en lo común. Es, a fin de cuentas, la fractura que dirigentes como Jiles prometen soldar pero que, ya sabemos, sólo agudizan los problemas. Todo, como una manera de sanar la fractura que se terminó de evidenciar en octubre de 2019, y cuya reparación se ve tan lejana.

Josefina Araos

Rodrigo Pérez de Arce

Investigadores IES