Reseña publicada el domingo 7 de marzo de 2021 por El Mercurio

¿Está vivo el “excepcionalismo chileno”?

El 25 de octubre de 1938, Pedro Aguirre Cerda triunfaba sobre Gustavo Ross por el estrechísimo margen de un 1%. Así se daba inicio a la serie de gobiernos radicales. Imágenes como ésa nos traen a la mente el ejemplar desempeño que sigue hoy teniendo nuestro Servicio Electoral. Pero nos recuerdan también algo más profundo de la tradición democrática chilena. En esa década de profunda crisis en el mundo, la democracia daba en Chile muestras de una singular estabilidad. En un continente en que los resultados tomaban días en ser comunicados, el derrotado gobierno conservador anunciaba el resultado la misma noche de la elección. La fama que el país ha tenido por su regularidad electoral y traspaso pacífico del poder no era infundada.

Es de la historia de esta democracia —y de la discusión sobre ella— que trata el último libro de Joaquín Fermandois, La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo. Y es precisamente a propósito de 1938 que Fermandois llama la atención sobre “esta parte de verdad que existe en lo del excepcionalismo chileno”. También hitos negativos, como los asesinatos de Portales y Schneider, parecen indicar algo de esa excepcionalidad: entre ellos hay cerca de un siglo y medio sin asesinatos políticos de altas autoridades. Con todo, eso sirve también para recordar lo enorme que es la posterior ruptura con nuestra tradición.

La interrupción de la vida democrática en 1973 ocupa un lugar importante en el libro. No es solo por su violencia y duración que Fermandois habla aquí del periodo más antidemocrático de nuestra historia, sino también por el inusitado personalismo del régimen de Pinochet, que en este sentido rompería con la tradición portaliana que invocaba la dictadura. En la controversia sobre Portales mismo, en tanto, aparece con nitidez la opción de Fermandois por reconocer de modo debido las situaciones intermedias, en lugar de tratar como democracia fallida la que no es plena: esta “no fue democracia, pero sí una fase de su establecimiento”.

En efecto, toda la obra destaca por esta atención a una concepción suficientemente flexible de la democracia. Es una mirada atenta no solo a la ausencia y presencia de la democracia, sino a sus gérmenes y al hecho de que ella existe también cuando su esplendor es discutible. Esta es una de las virtudes del libro, visible tanto en su detenida discusión teórica de la democracia como en su recurrente vuelta sobre estos asuntos a lo largo del relato. Así, uno de los acentos de la narración de Fermandois es que la democracia siempre es también constante discusión sobre la democracia misma. Es una discusión sobre la naturaleza de la democracia, y también sobre las exclusiones que ella puede suponer. La obra está asimismo atravesada por una nítida conciencia de que se trata ante todo de un fenómeno político, por mucho que repercuta también sobre la vida social en su conjunto. Y naturalmente, reconocer este carácter limitado de la democracia, reconocer cierta virtud del propio pasado, repercute sobre la evaluación de fenómenos más recientes: consignas como el “todo tiene que cambiar” responden según el autor a un “impulso profundo, pero no necesariamente sabio”. 

Con estos acentos, Fermandois puede desde luego ser leído como un fiel representante de la historiografía conservadora chilena. Pero hay matices importantes. Su caracterización de la democracia, por lo pronto, va muy enfáticamente unida a una defensa de lo que llama “el modelo occidental”. Pero como éste es entendido en términos grosso modo equivalentes con la modernización, ese modelo occidental es también el de una “sociedad abierta”. En más de un sentido, esto lleva a marcar diferencias respecto de representantes de dicha historiografía, como Mario Góngora. Así, por ejemplo, hay cierta distancia de la crítica de Góngora a las “planificaciones globales”, que para Fermandois son a fin de cuentas “parte del alma de la modernidad”. También hay un mayor aprecio por el parlamentarismo, cuyo carácter discutidor se ve como espacio para la irrupción de nuevos actores y grupos, como el “advenimiento pleno de la conciencia de modernidad con su pluralidad de valores”. El mismo autor nota, con todo, que en la valoración teórica del régimen parlamentario muchas veces se ignora el peso que tienen dos siglos de tradición política presidencialista en las constituciones del país y de la región.

Al margen de estas y otras discusiones, tal vez la principal pregunta que nos plantea el libro es la cuestión de si podemos seguir hablando de un excepcionalismo chileno. Es una afirmación algo inusual en el Chile post-estallido (la obra fue terminada antes de éste, y sobre él solo se reflexiona brevemente en el prólogo). Ciertamente había antes de octubre del 2019 una injustificada percepción de que esas cosas “acá no pasan”. Y en el año y algo más que ha transcurrido, se oye a veces una tosca queja porque habríamos caído de regreso a Latinoamérica. Tanto los hechos como ese tipo de discurso han vuelto difícil hablar de este excepcionalismo. Pero la obra de Fermandois nos sugiere que, si se formula con los matices y humildad necesarios, algo hay ahí de verdadero. Las dudas finales del propio autor, en cualquier caso, no se refieren tanto a nuestro propio continente, sino a la capacidad de la democracia para sobrevivir en nuestra región si, entretanto, pierde su vigor en las regiones en que tuvo su origen.