Columna publicada el lunes 8 de febrero de 2021 por La Segunda.

Cuando discutimos sobre aborto, eutanasia, matrimonio u otros temas difíciles para la sensibilidad contemporánea, desde luego resultan muy pertinentes los llamados al diálogo civilizado, a respetar la conciencia del otro, a evitar las caricaturas y atender a los argumentos. Parte de ese ejercicio, sin embargo, consiste en analizar críticamente los grandes relatos o marcos conceptuales e históricos que suelen acompañar estos debates.

Por ejemplo, hay quienes los presentan como una simple trayectoria de emancipación, que se remontaría a las leyes laicas del siglo XIX e incluso más atrás (Agustín Squella es un caso emblemático de este enfoque). Sería, básicamente, un tránsito de la oscuridad a la luz. Sin embargo, es bastante simplista asumir que cada debate de índole moral puede ser inscrito en tal relato. Después de todo, hay pocas convicciones tan decimonónicas (¿arcaicas?) como aquella creencia en un progreso unidireccional. E incluso aceptando ese progreso en algunas dimensiones de la vida, no todas nuestras discusiones caben en un mismo marco lineal. Las consecuencias prácticas de ignorar este hecho son relevantes: uno se vuelve incapaz de evaluar cada tema en su propio mérito. ¿Por qué habríamos de considerar seriamente los argumentos en torno a la eutanasia, si dicha visión ya fue derrotada al discutir sobre los cementerios laicos?

Pero hay más. En su representación de la contraparte, esta mirada no puede sino imaginar a un rival apocalíptico, cuyas predicciones siempre han sido desmentidas por el paso del tiempo. Se habría vaticinado, por ejemplo, el colapso de la familia, cuando ella —se dice— solo cambió. Pero los pesimistas no pueden ser desmentidos tan fácilmente. ¿Qué ocurre si alguien, en vez de anunciar el término de todas las cosas, ha advertido importantes signos de deterioro en la familia chilena y su repercusión en la educación, en la vivencia de sentido, en la drogadicción y en las redes de apoyo? Quien ha planteado las cosas de esa manera podría más bien considerar que la realidad ha confirmado sus preocupaciones. En rigor, el progresista que solo ve “cambios” inofensivos también debiera preguntarse si su concepción de la historia no lo vuelve ciego a ciertas tensiones de nuestra vida común.

Hay en todo esto un maniqueísmo soterrado: una perspectiva que supuestamente representa el futuro y la esperanza, y otra que brotaría del mero temor y que está condenada al basurero de la historia. Pero como toda otra división del mundo en buenos y malos, se trata de un lente que dificulta siquiera examinar los argumentos de la contraparte. En un año de elecciones presidenciales y deliberación constituyente, conviene abandonar un modo tan tosco de aproximarse a la realidad.