Columna publicada el martes 14 de abril por La Segunda

Tacos de varios kilómetros en la salida sur de Santiago antes del fin de semana Santa. Cientos de autos e incluso helicópteros intentando saltarse –cual torniquete del metro post 18 de octubre– los cordones sanitarios. Miles de personas sancionadas por violar toques de queda y cuarentenas obligatorias. ¿Cómo leer este increíble panorama?

La respuesta exige un breve rodeo. 

El Covid-19 y sus coletazos desde luego confirman algunas dinámicas de nuestra época, como el privilegiado sitial que han alcanzado la ciencia y la lógica de autoconservación (ni las guerras del siglo XX lograron paralizar las actividades de todo tipo al nivel que observamos hoy). Pero la pandemia también pone sobre la mesa las limitaciones de tendencias relevantes del mundo político moderno. Por ejemplo, ni la ilusión de un mundo sin fronteras ni la pretensión de dominar absolutamente la naturaleza saldrán bien paradas de esta coyuntura. 

En ese sentido, hay un paradigma que definitivamente se tensiona con las secuelas del coronavirus. Me refiero a lo que podríamos llamar, citando a un joven Daniel Innerarity, el “ethos político de la modernidad”. Los antiguos pensadores clásicos –cualesquiera hayan sido sus defectos– no separaban radicalmente la ética de la política. Luego, jamás habrían planteado la “creación del orden social sobre la base de individuos insolidarios”. En cambio, desde Hobbes a Kant, pasando por Mandeville y tantas mentes que fundaron el orden moderno, creyeron –cualesquiera sean sus méritos– que era factible una república de demonios; que los vicios privados pueden generar virtudes públicas y otras ideas semejantes, vigentes hasta hoy en determinadas derechas e izquierdas. Siguiendo con Innerarity, su meta era conseguir un sistema político con “independencia de las inclinaciones personales hacia la libertad política o la rectitud moral” (Dialéctica de la modernidad, 1990).

Pues bien, la pandemia ha evidenciado, como pocas veces en la historia, cuán insuficiente es esa aproximación a la vida política. Los mecanismos, procedimientos e instituciones son indispensables, pero jamás ha sido viable prescindir completamente de ciertas disposiciones morales básicas. Al fin y al cabo, sin ellas resulta imposible promover el bien público. Es precisamente lo que notamos hoy. En Chile y en el resto del orbe rigen estados de excepción muy atípicos, pero la salud pública depende –más que nunca– de personas moralmente responsables y mínimamente comprometidas con el bienestar de los demás. Guste o no, la virtud siempre vuelve por sus fueros. Sin ella sería incomprensible el sacrificio de los profesionales de la salud, y de tantos otros. Su ausencia, por desgracia, se palpó estos días en varios peajes del país.