Columna publicada el sábado 12 de diciembre de 2020 por La Tercera.

Los políticos siempre han sido traficantes de ilusiones. Son expertos en “gestos simbólicos”: actos que no solucionan los problemas pero simulan hacerlo, abriendo nuevos márgenes de acción. Esta conducción simbólica del orden social no debe ser mirada con demasiado desprecio: muchas de las capacidades del conjunto social dependen de ilusiones compartidas. Parte del rol de todo dirigente es el de fabricante de lluvias.

Por lo mismo, las vacas flacas extendidas desfondan el orden político. Se perdonará al fabricante de lluvias un par de fallas -algún error en el rito-, pero si pasan las semanas y la sequía no es remediada, probablemente sea sacrificado: se concluirá que es un falso brujo. Que no tiene, realmente, la capacidad de mediación con las fuerzas de la naturaleza que reclama.

El colapso de la legitimidad de nuestra clase política está muy relacionado, así, a la crisis económica. Cuando había crecimiento y empleo, siempre nos recordaron agradecerle a ellos. Ahora que vamos para abajo hace años, les llega la cuenta. Y la política, a pesar de sus promesas, se ha mostrado incapaz de reactivar la máquina: cada gesto es seguido de otro gesto, y el cielo sigue despejado, sin una sola nube.

El proceso constituyente es la última gran promesa de lluvia. Es la carta final que la clase política jugó para evitar su sacrificio conjunto. Y dentro de poco nos daremos cuenta de que se trata principalmente de un gesto que guarda otros gestos: de la promesa de una instancia para prometer. ¿Qué es el inflamado catálogo de “derechos sociales” que ya agitan tantos representantes sino otra promesa hacia el futuro? ¿Qué son los cupos para pueblos originarios sino un gesto dudoso para solucionar problemas en el aire? ¿Alguien realmente cree que, por ejemplo, el conflicto mapuche se verá aliviado en algún sentido por el parto simbólico de un par de representantes, sin consulta ni parlamento previo?

La clase política se encuentra en una carrera desesperada de inflamación de expectativas. La moderación no vendrá de ellos: su esperanza es recuperar la capacidad de conducir doblando la apuesta, salvando los muebles y administrando después lo que sea que quede. La única fuente de moderación y sobriedad que queda hoy es la propia ciudadanía.

Los pueblos se pegan saltos hacia adelante cuando renuncian progresivamente al pensamiento político mágico y son capaces de asumir responsabilidades y generar expectativas y prioridades realistas. Privilegiar las nueces sobre el ruido. Eso es alguien que nadie les regala: se conquista desde abajo, porque desde arriba siempre es más barato estirar las promesas todo lo posible.

En el corazón del debate constituyente estará la pregunta respecto a cuánto esperaremos de los fabricantes de lluvia -cuántas responsabilidades y esperanzas depositaremos en el sistema político y en el Estado- y cuánto trataremos de dejar en nuestras propias manos, discutiendo además la forma de distribuir esas cargas. Hasta ahora, la mayoría sigue con la vista pegada al cielo, oteando la posibilidad de algún vapor, mientras el agua corre abajo, en napas profundas, esperando a ser conquistada no por los discursos, sino por el esfuerzo y el ingenio humano.