Columna publicada el 3 de noviembre de 2020 por el Diario de la Universidad de Chile.

Cada día más independientes –ciudadanos con ideas políticas definidas, aunque sin militancia partidaria– se candidatean para la Convención Constitucional. Según la doxa dominante, el órgano constituyente debería estar lleno de ciudadanos entusiastas no partidarios, con las manos limpias y la esperanza de un país mejor, lejos de la cocina que nos gobernó durante 30 años. Otros, del bando de los cocineros, con menos pudor y argumentos, esgrimen planteamientos similares, a pesar de haber pasado por cuanto cargo partidario y gubernamental pudiera existir. Para el próximo sprint electoral, ser independiente está de moda.

Permítanme desconfiar un segundo de esta mirada independentista. Ser independiente –como ser joven– no es un valor por sí solo, ni es tampoco una categoría moral. En rigor, simplemente implica no pertenecer a un partido político. Es no ser militante, poco más. Pensar la renovación institucional y social de Chile en esos términos es un error inocentón, una declaración de intenciones vacía, una maniobra algo ficticia para intentar desmarcarse de un entramado institucional –gobierno, instituciones y partidos– que nos aparece como podrido. Es, en definitiva, algo muy parecido a una pose.

Sin embargo, el discurso antipolítico (y “apolítico”) es tan viejo como el hilo negro. Lo han usado todos los sectores, viniendo desde dentro y fuera del sistema, populistas e institucionales, de derecha, izquierda y centro. Mirando a la convención constitucional, al próximo congreso y la elección presidencial, la aparición de la independencia como valor no puede sino manifestar la profunda crisis de los proyectos políticos que encarnan los partidos. Por supuesto, estos han hecho esfuerzos importantes por perder la confianza ciudadana. No faltan, además, los apretones de las pretendidas nuevas izquierdas y derechas, que intentan cargarse a “los mismos de siempre”, afilando los puñales para apropiarse de los puestos liberados.

La salida momentánea y fácil sería simplemente ceder al discurso que hace sinónimos la independencia, la idoneidad y no provenir de la élite. Heraldo Muñoz, uno que tiene trayectoria política de sobra, lanzó su candidatura en esos términos. Casi se nos olvida que fue ministro y subsecretario de relaciones exteriores, ministro de la Segegob, embajador ante la OEA, la ONU y Brasil, presidente del Consejo de Seguridad de la ONU, director del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y presidente del Partido Por la Democracia. Nada contra eso: es valioso que personas de larga trayectoria aspiren a dirigir nuevos espacios. Lo que molesta es la negación de todo ello en orden a rasguñar algunos votos más en el distrito 10, Providencia y Ñuñoa.

Por supuesto, no se trata de abandonar sin más la política a los partidos, sino reconocer que necesitamos de ellos para coordinar la acción política. La pregunta, así, es cómo hacer que estos vuelvan a encarnar proyectos de sociedad, que atraigan a quienes tengan alguna inquietud por participar de lo público. Este ejercicio supone cierta apertura a las realidades locales, a conocer el país, rompiendo la autorreferencia en la que se mueve el sistema político. No está fácil: hoy sobran candidatos de matinal (Vidal, Muñoz, Tarud, Lavín, Matthei), pero faltan proyectos. En el largo plazo, sin embargo, es la única manera de sostener la política. No nos olvidemos: los independientes de hoy serán el establishment de mañana.