Columna publicada el domingo 18 de abril de 2021 por El Mercurio.

Nuestra política está enferma de presentismo. Tal es la reflexión que, inevitablemente, inspira nuestra discusión pública. En muchos sentidos, se trata de un fenómeno natural: las urgencias obligan a atender exclusivamente el aquí y el ahora, postergando toda preocupación por el futuro. Y, de hecho, resulta imposible negar la angustia de miles de familias chilenas que han visto mermados sus ingresos y limitadas sus posibilidades de trabajar. Con todo, la pertinencia de esa reacción espontánea tiene una duración limitada. Si se hace rutina, si se convierte en hábito, y si la inercia se abate sobre ella, entonces la hipoteca sobre el futuro puede volverse insoportable.

Este es, sin duda, uno de los componentes del momento actual. Por mencionar el ejemplo más reciente, la clase política ha decidido tirar por la borda nuestro sistema previsional. Como ha aseverado Pepe Auth, lo único claro es que estamos cada vez más lejos de entregar pensiones dignas. Es innegable que nuestro sistema tiene muchas dificultades, pero será imposible mejorarlo —e incluso modificarlo radicalmente— si le retiramos recursos en lugar de inyectárselos. Para peor, de concretarse, este tercer retiro beneficiará solo a los sectores más acomodados. Es una especie de focalización invertida, promovida por la oposición: ni un solo peso llegará a los más vulnerables, que hace tiempo se quedaron sin fondos. ¿Por qué, entonces, casi todo el Congreso está encandilado con esta iniciativa? Pues bien, la respuesta es tan simple como lamentable: permite ganar popularidad a costa de los ahorros de los chilenos. Negocio redondo. Es fácil, es gratis, y permite pasar hoy por caja. Otros, mañana, habrán de hacerse cargo, financiar el forado y explicar que no es buena idea emplear los fondos de seguridad social con otros fines.

Algo parecido ocurre con la abierta pugna entre el Ejecutivo y el Congreso, que atañe sobre todo a los parlamentarios oficialistas. En efecto, la mayoría de estos se ha sumado alegremente a una iniciativa que saben será impugnada por el TC, y que viola las prerrogativas exclusivas del primer mandatario. La pregunta es cómo diablos podrá la derecha ofrecerle al país un proyecto serio, y fundado en la responsabilidad institucional, después de haberse prestado a estas jugarretas. El futuro del sector no es muy alentador: además de lidiar con el (enorme) pasivo político que legará Sebastián Piñera, enfrentará el enorme desafío de volver a inspirar confianza. Sumarse hoy a la algarabía es fácil, es gratis, y permite congraciarse con los matinales. Otros, mañana, tendrán que pagar la cuenta y asumir la debacle de un sector que ya no tiene casi nada relevante que defender.

La izquierda, sobra decirlo, no lo hace mucho mejor. En rigor, lleva un año y medio embriagada con la idea de debilitar la autoridad del Estado. Así, ha sido ambigua con la violencia, ha argumentado por el no pago de impuestos y ha operado con el más bajo de los oportunismos durante toda la pandemia. Como si esto fuera poco, hoy vuelve a coquetear con la idea de acusar constitucionalmente al Presidente si este decide hacer uso de las facultades que le confiere la ley. La dificultad estriba en que no será posible elaborar un proyecto progresista, de ningún tipo, si resulta inviable hacer cumplir las normas, si no queremos cobrar impuestos, y si no contamos con una autoridad fuerte para impulsar transformaciones. Sin embargo, unirse contra el “neoliberalismo” (sin nunca especificar en qué consiste) es fácil, es gratis, y permite adular a los más radicalizados. Otros, mañana, deberán recoger los escombros, hacer el inventario y rehabilitar el Estado, instrumento indispensable si de verdad queremos mejorar la vida de los chilenos.

Todo esto cobra especial relevancia si recordamos que estamos ad portas de un proceso constituyente. Lo propio de una Constitución es precisamente imaginar las preguntas del futuro, diseñar mecanismos que puedan responder no solo a nuestros problemas, sino a los que enfrentarán nuestros descendientes. Eso exige un esfuerzo intelectual y moral particularmente exigente: nuestras dificultades no serán necesariamente sus dificultades. La discusión constitucional requiere distancia y mediación, perspectiva y mirada larga. En una palabra, requiere salir de nosotros mismos, salir de la cárcel del presente. No obstante, nuestros dirigentes —y esto incluye la mayoría de los candidatos a la Convención— están atrapados por el ahora, y ni siquiera perciben que pueda haber algo así como un futuro que escape a su solipsismo. Cada cual quiere plasmar en la nueva Carta Magna sus propias obsesiones, sin percatarse de que ese camino conduce al más estrepitoso de los fracasos. No hay voluntad de construir algo común y que pueda durar, sino solo de vociferar para el nicho de cada cual. Empero, una Constitución digna de ese nombre debe ser algo más que el reflejo narcisista de una clase dirigente que se mira al espejo demasiadas horas al día.

La salida del presentismo no será fácil: son muchas las cuentas acumuladas, y las expectativas depositadas en un futuro que aún no tiene forma ni nombre. Con todo, esta dinámica acabará cuando el futuro alcance al presente —cuando tengamos que pagar todo lo que han rentado los políticos de hoy—. De seguir así, será un momento terrible.