Entrevista de Manfred Svensson publicada en la revista Punto y coma 3.

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Teresa Bejan es profesora de teoría política en la Universidad de Oxford (Oriel College). Doctora por la Universidad de Yale, su investigación sobre la civilidad en las tempranas discusiones angloamericanas le llevó a obtener el premio Leo Strauss a la mejor tesis doctoral en filosofía política de la Asociación Estadounidense de Ciencia Política. Desde entonces su trabajo se ha plasmado en múltiples contribuciones sobre los límites de la libertad de expresión (en lugares como The Atlantic o The Washington Post), así como en Mere Civility (Harvard University Press, 2017), un libro ampliamente discutido en los círculos académicos. En esta entrevista, Bejan reflexiona sobre el lugar de la crisis de octubre en un contexto internacional de agitación, acerca del mejor modo describir este tipo de fracturas en el mundo contemporáneo, y respecto del lugar de la civilidad y la tolerancia en momentos de convulsión social.

Es un lugar común decir que estamos ante una crisis del orden liberal, de la globalización o del supuesto “fin de la historia”. ¿Ofrecerías una caracterización diferente de nuestra actual encrucijada?

No sé si esos términos, que se suelen invocar con frecuencia, son realmente equivalentes. En cualquier caso, prefiero hablar de una crisis de la civilidad, y mi propia impresión es que en las sociedades que permiten y protegen la diversidad ese conflicto es perpetuo. Por varias razones, en tiempos recientes esa crisis se ha agudizado mucho. Pero si queremos entender lo que nos ocurre, creo que es importante poner perspectiva y no tratar los desafíos que enfrentamos como una completa novedad.

¿Deberíamos, entonces, matizar la descripción del mundo en que habíamos vivido desde 1989? Solemos describirlo como un mundo de inédita paz y prosperidad.

Sí, y además todo depende de cómo describimos la posición de partida. Si tratamos un breve período excepcional como si fuese la regla general, nuestra percepción de la crisis actual será más aguda. Yo empecé a escribir sobre los problemas en torno a la civilidad ya en 2008, para la elección de Obama, y me impresiona que este problema ya entonces era discutido como proveniente de los años noventa. La crisis se presenta con distintas formas en cada momento, pero quienes nos dedicamos a la teoría política y a la historia de las ideas obviamente tenemos que apuntar a características que persisten a través de esos distintos momentos.

En Chile vivimos una intensa crisis desde octubre del 2019, pero es un año en el que hubo levantamientos contra gobiernos a lo largo de todo el mundo. ¿La separación entre pueblos y élites o la pérdida de control democrático sobre nuestras vidas, son factores que explican este panorama?

No me enfocaría en la desigualdad de un modo muy exclusivo. No solo hay división entre ricos y pobres, sino también entre comunidades rurales y la ciudad, por ejemplo, y esa división es central para el actual clivaje político de países como Estados Unidos. Hay que subrayar mucho el carácter multicausal de estos problemas. En cualquier caso, me parece muy central la percepción de no estar compartiendo una misma sociedad, una vida en común. Cada sociedad puede estar dividida por factores distintos, pero la sensación de pérdida de lo común está en muchas partes.

¿Eso se intensifica con la pandemia de coronavirus, o dirías más bien que ahí surgen impulsos que reducen la grieta que estaba abierta?

Es curioso cómo efectivamente esto puede decantar en ambas direcciones, y no estoy segura aún de qué pensar al respecto. En un sentido, se supera aquí la pérdida del mundo compartido, porque todos estamos pasando por la misma experiencia. Al menos en Inglaterra percibo un verdadero encuentro, por ejemplo, en la celebración y apoyo al Servicio Nacional de Salud (NHS). Sin embargo, en muchos lugares la experiencia del confinamiento ha exacerbado tendencias que ya estaban presentes. En el encierro el único tipo de conexión es la que tenemos a través de internet, pero eso hace crecer un problema sobre el que he escrito antes: el asociarse solo con las personas con las que elegimos asociarnos, con los que piensan como nosotros o nos parecen agradables. En la medida en que el encierro se prolonga, también genera hábitos en esa dirección, aunque por supuesto que en el camino también pueden surgir otras tendencias que equilibren esto.

Viniste a Chile poco antes que se desatara nuestra crisis y hablaste sobre el concepto griego de stasis, que puede servir para iluminar nuestros problemas. ¿Qué significa y por qué ayudaría para entender nuestra situación?

Muchas veces se traduce stasis como “revolución”, “guerra civil” o “facción”. Pero en griego el término significa más bien “posición” o “estar detenido”. En griego moderno es el término para “parada de bus”. El término transmite la idea de estar en posiciones separadas, aparte. Aristóteles usa este concepto para describir situaciones en que una comunidad política se ve dividida entre dos facciones enfrentadas. En eso está siguiendo una reflexión de Platón con respecto al modo en que la brecha entre ricos y pobres puede generar la existencia de dos ciudades en vez de una. Yo creo que la civilidad es la virtud por la que puede superarse la stasis, o que se pierde en una situación de stasis.

De modo que no toda stasis termina necesariamente en revolución, aunque sea tan frecuente usar este término para traducirla.

Esa es la esperanza, que la stasis pueda desembocar en algo distinto. Pero la reflexión de los griegos partió siempre de una stasis en Córcira descrita por Tucídides, y ese es un caso en que no solo hay revolución y cambio de régimen, sino que fue un episodio particularmente sangriento. El prototipo que sirvió a los griegos para pensar al respecto fue, así, bastante pesimista. Aristóteles termina pensando que donde hay stasis estamos ante la muerte de la polis.

La salida de la stasis, entonces, puede ser muy distinta al modo en que los griegos la pensaron, pero también crees que claramente hay algo que aprender de esos clásicos. ¿De qué modo se puede traer a nuestras discusiones contemporáneas?

No es evidente para todo el mundo que esas lecturas nos sirvan, y obviamente estoy comprometida con la idea de que sí lo hacen. Describiría mi propia aproximación como desvergonzadamente presentista. Estoy interesada —y abiertamente interesada— en lo que el pasado puede decir al presente, y creo que es mejor ser explícitos con respecto a esa convicción que engañarnos con la idea de que podemos ver el pasado sin nuestras preocupaciones actuales. Pero dicho eso, una de las virtudes del pasado es precisamente que nos puede dar algo de distancia con respecto a nuestras suposiciones contemporáneas, de los principios o ideales que apreciamos hoy.

Y supongo que las preocupaciones prácticas de los pensadores del pasado pasan entonces a ocupar un papel importante para comprender su pensamiento.

Me importa mucho el modo en que vemos la relación entre la práctica y la teoría. Al leer para mi actual investigación (sobre la historia de la igualdad antes del igualitarismo contemporáneo) me ha llamado mucho la atención esta relación. Creo que los historiadores del pensamiento político tenemos que estudiar las ideas con una mayor atención a las prácticas políticas. Y aquí tenemos un campo en que las mejores prácticas muchas veces antecedieron a la teoría, y la teoría luego viene a domesticar o dar forma a una práctica ya existente.

El concepto de civilidad tiene, tal vez, más arraigo práctico que vuelo teórico. Es una virtud sometida a fuertes críticas, pues los llamados a comportarse con civilidad suelen ser interpretados como llamados a someterse, o que impiden la stasis y mantienen un orden injusto. Pareces reconocer que a veces es así, pero que en lugar de renunciar por eso a la civilidad hay que afinar el modo en que la entendemos.

Partiría distinguiendo entre el discurso y la virtud de la civilidad. El discurso, la retórica de la civilidad, o el llamado común a comportarse de un modo civil es con frecuencia un modo de poner término a la discusión, de suprimir el disenso. Este es un fenómeno común, y todos podemos pensar en ejemplos. Pero la virtud de la civilidad no se identifica con el abuso de esta. Hay una virtud. Es algo bueno. El problema es que la civilidad parece favorecer de modo natural el statu quo. Los críticos de la civilidad tienen un punto cuando afirman que ella es necesariamente conservadora. Parece ser parte de la civilidad que le hagamos una reverencia al sistema imperante. En mi libro, en cambio, ofrezco una concepción de la civilidad como “mera civilidad”, que pretende escapar a ese problema. Lo que presento ahí puede verse como una suerte de ética para activistas. Se trata de dar con una manera para que, quienes dan testimonio contra el error o quienes protestan contra la injusticia, puedan mantener su compromiso con el compartir una vida con civilidad.

Alguien podría decir que entonces mi comprensión de la civilidad es reformista, no revolucionaria. Pero mi modelo para pensar al respecto fue un tipo de cristianos evangélicos del siglo XVII que, en su contexto, fueron en realidad bastante radicales. Eran reformistas, pero, puestos en su contexto, bien revolucionarios. Tal vez hay una tensión aquí. Pero me parece que, en cualquier caso, claramente estamos ante una virtud, y que esta virtud de la civilidad es la que requieren las sociedades que llamamos tolerantes.

Pero entonces estamos ampliando algo el canon que suele usarse para pensar sobre estas cosas. El héroe de tu historia no es ni Hobbes ni Locke, sino el mucho menos conocido Roger Williams. ¿Por qué te parece atractivo su aporte?

En el proceso de descubrir y llegar a adorar a Roger Williams me sorprendió ver quiénes han escuchado a hablar de él y quiénes no. Lo conoces si eres de Nueva Inglaterra, pero si eres del sur de Estados Unidos ya no has escuchado hablar de él; me imagino cómo será en Chile. Williams es uno de esos evangélicos que en el siglo XVII huyeron de Inglaterra a Nueva Inglaterra, uno de los tantos disidentes puritanos que formaron colonias en lo que hoy es Estados Unidos. Y lo peculiar de él es que en lo teológico es extremadamente intolerante. Hoy tal vez lo describiríamos como un fundamentalista religioso: lo expulsaron de la colonia de Massachusetts porque era demasiado puritano para los puritanos. Sin embargo, en la colonia que fundó, Rhode Island, configuró la sociedad más tolerante del mundo entonces conocido.

Williams me interesa porque nos ofrece una ventana hacia esa aparente paradoja entre intolerancia ideológica y tolerancia política. Pero sostengo que no hay paradoja alguna: es precisamente su compromiso evangélico con la tarea de la persuasión lo que lo mueve a promover no solo la libertad de conciencia, sino también de palabra. Desde ahí se abre toda una mirada al modo en que están configuradas las relaciones entre las iglesias y el Estado en los Estados Unidos, pero lo que me atrae son las conclusiones normativas que se puede sacar para sociedades como las nuestras, divididas del modo en que lo hemos descrito antes.

La civilidad que emerge del ideal de persuasión que lo mueve, aunque la llamas “mera civilidad” es más que “mera tolerancia”. En las últimas décadas ha habido una extendida condena a esta mera tolerancia, como si esta siempre fuese una disposición mezquina o soberbia, como si tuviéramos que dejarla atrás y movernos al reconocimiento. ¿No crees que tu “mera civilidad”, que es un ideal exigente, también debe hacer lugar a momentos y espacios de “mera tolerancia”?

Ciertamente. Diría que la civilidad es éticamente más exigente que la mera tolerancia, pero que la mera tolerancia también es exigente de un modo que olvidamos con frecuencia. Mi impresión es que estos dos ideales ciertamente son complementarios. En una sociedad tolerante imagino que uno tendrá cierto número de personas como Roger Williams —que, por cierto, también pueden ser muy molestas—, pero que habrá lugar también para mera tolerancia. Si uno va a compartir la vida bajo condiciones de profunda diferencia, creo que tenemos que recuperar esta capacidad esencial, que se desprende de la idea de permitir sin aprobar.

Con toda razón se está diluyendo esta peculiar ilusión del tardío siglo veinte, que uno podría celebrar todo tipo de diferencia. Estudiar el pensamiento temprano-moderno nos recuerda que la conquista de una coexistencia no asesina es algo más preciado de lo que imaginamos. E imagino que una sociedad que está pasando o acaba de pasar por una gran conmoción política, como la recientemente experimentada por Chile, llegará a apreciar esta forma de coexistencia tanto más. Esta es una lección que hay que enseñar y volver a enseñar a los complacientes una y otra vez.

¿Tiene sentido decir que Williams representa un orden liberal sin una filosofía liberal, o sin un alma liberal?

No estoy segura de la utilidad de aplicar la etiqueta de liberal a un pensador como Williams, sea para referirnos a su alma o al tipo de orden social que diseñó. De algún modo yo misma he hecho eso, al describir Rhode Island como un lugar en el que se da una separación de Iglesia y Estado, así como derechos individuales como los de conciencia y expresión, principios que los liberales modernos consideran propios de una sociedad tolerante. Pero una de las razones por las que me interesa el personaje es precisamente por lo implausible que resulta describirlo como un liberal, al menos según definiciones en las que un liberal moderno pudiera reconocerse a sí mismo. Por eso me esforzado por combatir esa pequeña industria de autores como Martha Nussbaum o John M. Barry, que recientemente han escrito libros presentando a Williams como un autor protoliberal. Creo que esa es una desfiguración engañosa e incluso nociva, pues nos lleva a asumir que para compartir una sociedad liberal o decente tenemos que ser todos liberales.

La pregunta podría también formularse para nuestro propio tiempo. ¿Debemos buscar que de la crisis actual reemerja algo así como un orden liberal, pero fundado en visiones distintas de las liberales?

El punto es precisamente notar que las orientaciones éticas y compromisos morales que pueden apoyar a un orden liberal son mucho más amplios y variados que lo que solemos imaginar. Podríamos volver aquí a lo dicho antes sobre la relación entre teoría y práctica. Esta combinación supuestamente paradójica entre intolerancia teológica y tolerancia política es algo que muchas personas dedicadas al pensamiento político y a la historia política hoy consideran imposible. Pero en la práctica esto ocurrió, y la verdad es que fue un experimento bastante exitoso. Y cuando algo es posible en la práctica, pero no en la teoría, a mí eso me sugiere que lo que hay que someter a revisión son nuestras teorías.