Artículo de Marisol García publicado en la revista Punto y coma.

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“¿Será finalmente el destino de la Nueva Canción Chilena recurrir a lo fácil o simplemente grosero? ¿Es ésa la herencia de Violeta Parra? ¿No se estará dando un respaldo muy importante al “populismo”?”. Eran preguntas acuciantes las que en enero de 1973 planteaba Inti-Illimani en una columna firmada por el conjunto para la revista La Quinta Rueda, también con título entre signos de interrogación e imperativo sentido de urgencia: “¿TERRORISMO MUSICAL?”[1].

Vaya qué encendido debe haber estado el debate, piensa uno, como para llevar la cantautoría a metáforas así de alarmantes. En siete párrafos tan contundentes como atados a su circunstancia, los Inti —un grupo que en los años de la Unidad Popular probaba no solo la altura de su cometido artístico sino también una excepcional prolificidad, con más de un disco por año— extendían de pronto su probada atención social hacia el que para entonces, todo indica, se había convertido en campo de fiera batalla política:

“Nunca ha sido arma de los revolucionarios el terrorismo, y aquí estamos viendo atentados musicales que encuentran fácil respuesta en el enemigo (el mal gusto no es propio del pueblo; ha sido impuesto por los medios de comunicación en poder de la burguesía). Al “chachachá del chancho chino” responde la “cumbia del desabastecimiento”. A la “conga de las JAP”, responde el “merequetengue del pan negro”; a “no se para la cosa” responde “mira cómo se paró”, etc. […]. El arte rebajado para las masas está largamente superado, y es a las claras el peor de los paternalismos. La solución no es hacer “música para las masas”, sino que las masas hagan música”.

Las citas burlescas en esa columna de inicios de 1973 no son literales, pero sí de referencia fácil de pesquisar. Durante los dos años previos, el conjunto Quilapayún había editado varios singles de canciones compuestas junto a Sergio Ortega con reconocibles señas populares (y “pitucas”) al servicio de causas mayores: “La fiesta del domingo” (“son los momios que acaparan para ganar […] / todo lo han fondeado para especular. / Esto es el descueve, / estos sinvergüenzas nos quieren hambrear”), “Vox populi” (“la Paula Cocodrizábal / se ha comprado una mansión / y con los Hipopotegui / preparan la gran traición”), “Onofre sí, Frei”, “Las ollitas” y “No se para la cuestión” (“los momios andan llamando / al paro y la sedición, / por más que los momios llamen / no se para la cuestión”) distendían a ritmo bailable —si hasta parecían jingles, a veces— riesgos y denuncias entonces candentes, como el desabastecimiento de alimentos, palabras públicas de sedición e incluso los rumores de un golpe de Estado. “Canciones contingentes” las llamó el grupo de ponchos negros, ya para entonces con una identidad escénica y discográfica incontestable, y al menos un hito artístico imperecedero en su trayectoria (La cantatata popular Santa María de Iquique, compuesta por Luis Advis).

En ese mismo período, otras canciones de parte de Ángel Parra (“El banquerito”, “El Drugstore”), Payo Grondona (“Los espero en Zapallar en mi Impala”), Eduardo Yáñez (“No volveremos atrás”), Tiemponuevo (“El que no salta es momio”, “Contra viento y temporal”) y algunas de entre las muchas (y muy diversas) de Víctor Jara (“Ni chicha ni limoná”, “Las casitas del barrio alto”, “El desabastecimiento”) agudizaban las contradicciones entre clases e ideas de un país para entonces ordenado en extremos. La canción política local ya no era solo opinante o concientizadora, como supo serlo en los inicios de la Nueva Canción Chilena y en toda la tradición previa que la inspiró, sino que también se permitía énfasis nuevos, pauteados por circunstancias de alta tensión. La impugnación y burla hacia un otro distinto y distante se colaba en recordadas portadas de prensa, y también en algunos de esos versos. Era un desvío del cauce de solemnidad y conciencia que apostaba por un contagio de ideas sin tibiezas, vía cadencia, humor y coreo.

En ese contexto, la columna de Inti-Illimani en La Quinta Rueda servía como una alerta interesante. La leemos hoy como un justo tinte de disenso ante un relato que en torno a la Nueva Canción Chilena y la épica allendista asociada suele mostrar una contundencia monolítica, casi sin matices para las prioridades que entonces defendía el arte popular adscrito a la izquierda. Y no es la única prueba de que para inicios de 1973 comenzaba a avivarse un debate en torno a los códigos (no diremos límites) del canto político.

Ya el año anterior, en la revista juvenil Ramona, Ricardo García reconocía una “crisis de compositores y de intérpretes” derivada, a su juicio “de las condiciones en que se debate ahora el creador”. Nadie podía acusar al conocido locutor radial y columnista —futuro fundador, en dictadura, del sello Alerce— de carecer de autoridad en el tema: fue su propia iniciativa por darle mayor difusión al movimiento, el Festival de la Nueva Canción Chilena (1969-1971), la que en la práctica lo bautizó. Y advertía entonces de una deriva indeseable:

“El problema principal está en los compositores, que durante mucho tiempo entregaron lo mejor de su talento y de su esfuerzo al período de lucha, de combate, de denuncia y protesta. Ahora, en tan poco tiempo enfrentan una nueva situación. La revolución a la cual cantaron como una esperanza se hace realidad diaria, comienza, exige, plantea dudas y conflictos. Es un período de transición al cual los compositores tienen que adaptarse […]. Se advierte la ausencia de un plan definido, claro y rotundo con respecto a la creación artística, y entonces el compositor o el cantante no logran tampoco entregar lo mejor de sí. Existen dudas, rivalidades y el objetivo que antes era claro, el motivo creador, se diluye, se escapa”[2].

En ese texto para Ramona, Ricardo García impugna redundancias, incapacidad de adaptación a las nuevas circunstancias, la existencia de músicos más cómodos como espectadores que como participantes de los cambios y “la evocación de hechos o personajes ajenos al momento mismo”. Ocupa letras mayúsculas para aquello que le parece imperativo:

“… sobre todo debe existir una severa AUTOCRÍTICA. Reconocer que no todo lo que se hace es de calidad. Que no todo debe ser aplaudido y elogiado por el solo hecho de ser «comprometido» con el proceso de cambios […]. No basta con mencionar la palabra «REVOLUCIÓN» para que esa canción sea revolucionaria”.

El movimiento de canto político chileno desarrollado desde mediados de los años sesenta hasta septiembre de 1973 fue tan poderoso que constituye una referencia que solo en Chile ha tenido al menos cinco documentales y más de cincuenta libros[3] ocupados en él (son incontables, además, las tesis universitarias al respecto, en nuestro país y el extranjero). De las sendas de su propia definición y de los conflictos dentro de esta, sin embargo, apenas hay referencias, aunque sí asoman pistas —en archivos de prensa, y sobre todo en los recuerdos de sus protagonistas— que permiten comprender mejor cómo la Nueva Canción Chilena enfrentó el momento en que su canto valiente (y tan nutritivo) comenzó, quizás sin poder evitarlo, a desdibujar las diferencias entre verso, denuncia, panfleto, crónica y libelo. El paso de una propuesta musical y poética de real vanguardia al parcial servicio, primero, de una campaña electoral y, luego, de la gestión de un gobierno tuvo costos sobre todo artísticos que no deja de ser interesante intentar abordar.

Lo anterior no es opinión sino trayecto objetivo, sobre todo elocuente como seña histórica. Constituye la más contundente y fascinante prueba del único momento en que en nuestro país tanta música y talento estuvieron de verdad enlazados a un programa político, a su triunfo y su defensa.

En los meses previos a la elección de Salvador Allende, canciones de Isabel Parra (“En septiembre cantará el gallo”), Ángel Parra (“Unidad Popular”) y varias del encendido y disciplinado conjunto porteño Tiemponuevo (como el vals criollo “Será más mejor”, con su “mira que ya viene la revolución, / ¿para qué se asustan? / ¡Será pa’ mejor!”) alentaron el voto por el candidato socialista, sin ser exactamente himnos de campaña.

Era un cancionero circunstancial dirigido sobre todo a obreros, mujeres y estudiantes, que sugería que el apoyo a uno de los tres candidatos en carrera significaba una conquista popular a la que debía aspirarse con fuerza y a la vez conciencia alerta de sus muchas amenazas. Por mucho que conjugara sus llamados en plural, parte importante de la Nueva Canción definía a un pueblo ideológicamente homogéneo, en sintonía con las mismas aspiraciones de sus artistas y cuyo sentir colectivo se diagnosticaba desde una mal disimulada verticalidad.

Por eso, de la discografía esencial del movimiento no pueden excluirse composiciones de innegable proselitismo. La más famosa es “Venceremos”, una composición de Claudio Iturra y Sergio Ortega —fundamental, y precoz compositor chileno, entonces integrante de la Comisión de Cultura del PC— hecha especialmente para la definitiva campaña de Allende, que fue grabada primero por Inti-Illimani, y que no tardó en convertirse no solo en el gran himno de la UP, sino en la canción electoral más recordada de nuestra historia. En esa misma campaña de 1970, “Ni un paso atrás” (para la candidatura de Radomiro Tomic) y “Flamearán en septiembre banderas” (Jorge Alessandri) aparecieron como canciones eficaces pero pálidas ante el impacto de la proclama de clamor popular y anuncio de aquella “nueva alborada” por llegar, y que cerraba con tareas imperativas:

“¡A cumplir, a cumplir, a cumplir!”.

La cuarta y definitiva postulación presidencial de Salvador Allende a La Moneda le había impuesto así al canto político chileno la tarea de la convocatoria. El gobierno por venir se versificaba como una epopeya que necesitaba de un pueblo enlazado por su esperanza de cambio y justicia, porque “la vida es hermosa si se tiene un ideal”, como cantaba Tiemponuevo, en “Lo lograremos”, un vals disciplinado, en el que cada estrofa pauteaba instrucciones específicas para estudiantes, obreros, vecinos, artistas e intelectuales.

Se entiende, entonces, que el cancionero al servicio de la UP avanzara más allá de 1970. Canciones y discos completos acompañaron la gestión del gobierno en sus conquistas y dificultades. Un mes después de la ratificación del triunfo de Allende por el Congreso, el disco Canto al programa, de Inti-Illimani (Dicap, 1970), le puso —como nunca ha vuelto a hacerlo un LP— ritmo y arreglos típicos a la carta de navegación impresa de su conquista: ahí quedaron para siempre “Vals de la educación para todos”, “Canción de la reforma agraria”, “Tonada y sajuriana de las tareas sociales” y “El rin de la nueva Constitución”. Incluso una “Cueca de las Fuerzas Armadas y Carabineros”, de convencidos versos hacia uniformados a los que se asumía a bordo de la misma épica. Meses más tarde, el Grupo Lonqui tomó las así llamadas “Primeras 40 medidas del gobierno popular”, y las musicalizó a ritmo de cachimbo, parabién, cueca, refalosa, tonada, canto a lo humano y lo divino, trastrasera, vals, pericona y trote para el disco 40 medidas cantadas (1971, Dicap), con igual cantidad de tracks (más una “Canción final”) y títulos que no demandan explicaciones, desde “Supresión de los sueldos fabulosos” a “No más autos fiscales en diversiones”, “Honestidad administrativa”, “No más amarras con el Fondo Monetario Internacional”, “Descanso justo y oportuno”, “Contribuciones solo a las mansiones” y “Medicina gratuita en los hospitales”. Por qué el estallido de 2019 no ha vuelto sobre este disco, o al menos a sus canciones “Previsión para todos” y “No más estafas en los precios de los remedios” es solo atribuible a su ausencia en Spotify, aventuramos.

Surgieron un montón de otras canciones para celebrar el triunfo del médico socialista, apuntalar su proyecto y recordar la responsabilidad colectiva en su devenir. Ahí estaban, al alcance de todos, “Un día el pueblo” y “Compañero Presidente”, de Rolando Alarcón; “Canción de patria nueva” y “Cuando amanece el día”, de Ángel Parra; “Nuestro amor” y “Marcha de la producción”, de Sergio Ortega y Quilapayún; “Vamos por ancho camino” y “Qué lindo es ser voluntario”, de Víctor Jara; “Póngale el hombro, mijito”, “La compañera rescatable” y “En esta tierra que tanto quiero”, entre otras, de Isabel Parra; “No meteremos las manos, quizás los pies” y “Elevar la producción es también revolución”, de Payo Grondona; “Canto al trabajo voluntario” y “Primero de mayo en la plaza del pueblo”, de Osvaldo Gitano Rodríguez; “Mes de volantines” y la adherente “Los colihues”, de Amerindios; además de la instrumental “4 de septiembre de 1970”, de Combo Xingú.

En línea con ese musicalizado fervor, la estatización del cobre, oficializada en julio de 1971, apareció como una conquista especialmente significativa. Recuperar las ganancias de un mineral atado a toda una simbología de esfuerzo e identidad era la comprobación de una nueva era que sintonizaría en beneficio colectivo riqueza, trabajo obrero y paisaje. “Nuestro cobre”, de Eduardo Yáñez, y “Ahora sí el cobre es chileno”, de Payo Grondona, son dos pruebas cantadas de ese orgullo (hay un paralelo en canciones como “Palabra de campesino”, de Huamarí, sobre la reforma agraria).

Ese optimismo de reivindicaciones y conquistas le cedió sin embargo, y muy rápidamente, espacio a la urgencia de una composición más combativa. Desde mediados de 1972 comenzó a cantarse con apuro ante los acontecimientos en curso. La canción ya no era social ni triunfalista sino “contingente”, e iba pauteándose día a día alertada por nuevas amenazas. En ellas, casi como contracara de la versión entre redactores de derecha, se presentaban al desabastecimiento como fondeo; al paro, como amenaza bravucona; al alza de precios como especulación; y a la intervención estadounidense como traición patria. “Se quejan de que no hay nada, / que no soportan las colas, / cuando quieren juntar rabia / golpean las cacerolas”, describía Víctor Jara en “El desabastecimiento”.

Muchas de esas composiciones se publicaron por primera vez en discos colectivos también peculiares, sin comparación previa ni posterior. Cada aniversario del ascenso de la UP tuvo al menos un longplay compilatorio para celebrarlo: Se cumple un año, ¡¡¡y se cumple!!! (1971, Mapu), 4 de noviembre de 1971. Primer año de gobierno popular (1971, IRT), Chile pueblo (en el 2º año del Gobierno popular) (1972, IRT) y No volveremos atrás! (1973, Dicap) mostraron grabaciones antes inéditas de Quilapayún, Víctor Jara, Sergio Ortega, Patricio Manns, Homero Caro, Amerindios e Inti-Illimani, entre otros grandes nombres de la Nueva Canción. También el cuequero Roberto Parra reservó ahí (en “Los sediciosos I” y “Los sediciosos II”) pullas contra Sergio Onofre Jarpa y Roberto Viaux, el militar condenado por el asesinato a varias manos del Comandante René Schneider (“generales culeros / son cogoteros”, es sin duda un singular remate).

En el LP conceptual El gran desafío (1973, IRT) el dúo Amerindios musicalizó los discursos leídos por Salvador Allende en su viaje de fines de 1972 a México y la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York. Y cuando en junio de 1973 vino el llamado Tanquetazo, un disco doble de IRT no tardó en reunir con excepcional premura diez nuevas canciones de encendida concientización sobre la amenaza golpista. El LP El pueblo unido jamás será vencido alcanzó a ser publicado y distribuido semanas antes del 11 de septiembre y, junto a títulos como “Canto a los leales” (Los Emigrantes), “No a la guerra civil” (Grupo Lonqui) y “Arriba la guardia” (Nano Acevedo y Pancho Navarro), incluyó la primera grabación de “El pueblo unido jamás será vencido”, el célebre himno que Sergio Ortega había hecho junto a Quilapayún en julio de ese año y que hoy constituye patrimonio universal de marchas en un sinfín de idiomas.

No es necesario volver a recopilar la suma extensa de publicaciones, festivales, protestas y trabajos voluntarios en torno a estas grabaciones: ofrecen por sí mismas un recuento lo suficientemente elocuente de un trayecto musical con opinión. Su adhesión puntual hacia un gobierno en ejercicio permite separarlas como un cauce histórico particular, en representación solo parcial de la Nueva Canción Chilena. Es un cancionero de exaltación y de crítica política que, durante dos o tres años, se asumió dirigido de modo excluyente a correligionarios, y a cargo de músicos de renombre que convivían en tiempo y espacio con estrellas de aun mayor popularidad, graduadas para entonces de la Nueva Ola (Pollo Fuentes, Cecilia) o el neofolclor (Las Cuatro Brujas, Los Cuatro Cuartos, Pedro Messone).

Pero a diferencia de esas estrellas, y como en toda dinámica política, el cancionero político fue en parte reconocido por la Unidad Popular con nombramientos honoríficos y cargos de importancia. Entre otros músicos, Quilapayún, Víctor Jara, Sergio Ortega y el guitarrista Eugenio Dávalos obtuvieron de La Moneda el rango de “embajadores culturales” para llevar su trabajo por el mundo en representación del gobierno y, en algunos casos, asumir cargos relevantes en instituciones públicas, como la Universidad Técnica del Estado, el Canal de la Universidad de Chile y el nacionalizado sello IRT.

No la validez de ese servicio, pero sí la decisión creativa de abrazar o esquivar la mezcla de música y consignas fue materia de un debate vivo durante todo el período del gobierno socialista, aunque el recuento posterior ha limado asperezas para favorecer de manera más unívoca la innegable épica del vuelo mayor de la Nueva Canción Chilena. Con la distancia de las décadas, ya a medio siglo de estos sucesos, es interesante conocer, por ejemplo, la defensa decidida que alguien como Víctor Jara llegó a hacer de algo así como un panfleto con sentido: “Creo que el panfleto es importante cuando se utiliza para decir verdades —advertía el músico y hombre de teatro en El Musiquero, en 1972—. Creo también en la vigencia de la canción de denuncia mientras no se terminen los vicios burgueses. Considero que el pueblo es quien debe decidir qué es lo que tiene valor artístico y qué cosa no. Yo como autor y cantor me siento comprometido con nuestros problemas y por eso compongo”[4].

La candidatura de Salvador Allende a la Presidencia, su mandato desde La Moneda y, finalmente, su suicidio, el 11 de septiembre de 1973, tuvieron incontables canciones de homenaje en Chile y el extranjero, en español y otros idiomas (si hasta The Clash debe sumarse a ese recuento). La épica colectiva de su candidatura, la firmeza de sus reformas, la amenaza en torno a sus derrotas y la tragedia de su caída cuentan con una banda sonora original que complementa cualquier relato que quiera hacerse en torno a esos mil días. Salvador Allende es, por lejos, el ex mandatario chileno con más versos y melodías compuestos en su memoria. Tal como acogió su promesa, la canción chilena acompañó también su drama y su fatalidad.

Marisol García es periodista, y se ha especializado en música popular y canción chilena. Ha escrito y editado numerosos libros, entre los que destacan Canción Valiente. 1960-1989. Canto social y político en Chile (Ediciones B, 2013), Llora, corazón. El latido de la canción cebolla (Catalonia/CIP-UDP, 2017), Claudio Arrau (Hueders, 2018) y Lucho Gatica (Hueders/SCD, 2018). Además, es coeditora del sitio MusicaPopular.cl y parte del equipo que organiza el festival IN-EDIT, que se concentra en la exhibición de documentales y cine musical.

 

 

[1] La Quinta Rueda 4, ene.-feb. 1973.

[2] Ricardo García, “La Nueva Canción Chilena perdió el ritmo”, Ramona 18, 29 feb. De 1972, 12-14.

[3] Ver lista en <www.musicapopular.cl/biblioteca/genero/nueva-cancion-chilena>.

[4] «La Nueva Canción Chilena es un hecho», El Musiquero 168, 22 jun. de 1972, 12-13.