Artículo de Angélica Ovalle publicado en la revista IES Punto y coma.

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Cuando nos preguntamos hoy por la música que escuchamos, quizá lo primero que se nos revela es que sea cual sea, se trata de nuestra música y no la del vecino: escuchamos lo que queremos, cuando queremos, y podemos hacerlo en solitario o con quien lo estimemos conveniente. Como personajes de una película, nos movemos con naturalidad con nuestras canciones por el mundo, empapando nuestra realidad con los sonidos que escogemos; tenemos, a fin de cuentas, un dominio hasta hace poco inimaginable sobre nuestra escucha, sobre la banda sonora de nuestro día a día.

Si la portabilidad de la música en estos términos no es algo, en rigor, tan nuevo —ya ha pasado más de un siglo desde que aparecieron los primeros aparatos que permitieron llevar la música grabada de paseo—, el bajo costo y la diminuta materialidad de los dispositivos que hoy hacen posible dicha portabilidad han permitido que sus beneficios sean aprovechados por una inmensa cantidad de personas. Además, gracias al constante incremento en la capacidad de almacenamiento de los aparatos y al creciente acceso a internet, nuestra colección musical portable se ha hecho prácticamente ilimitada: en nuestras mochilas o bolsillos podemos llevar los sonidos de países y épocas distantes, también los propios; obras recién estrenadas y las de aquellos que ya no están; discografías completas de todos los autores que nos plazca, los más diversos estilos musicales, ritmos, visiones de mundo, culturas, temáticas, texturas sonoras, versiones y un larguísimo etcétera.

Desde sus inicios, la portabilidad de la música ha constituido un elemento ampliamente democratizador. Sin embargo, pese al impacto que este avance ha tenido en la vida concreta de las personas y en el desarrollo de movimientos políticos, sociales y culturales desde hace ya un siglo, somos, en un mundo repleto de ruido, poco conscientes de las características e importancia de nuestra cultura auditiva y musical.

Tendemos a dar mucho por sentado: comprometidos con la era del registro sonoro, entendemos la música como algo que se crea (trabajo que generalmente hacen otros), se graba (si no, ¿para qué crearla?) y luego se escucha (de forma más bien pasiva). La experiencia en vivo, por su parte, relegada por muchos al terreno de lo ocasional y/o innecesario, es comúnmente evaluada en función de una referencia clara: la grabación que tenemos en mente como público. Y es que la versión de estudio, que en sus primeros tiempos buscaba reflejar lo más fielmente posible lo que hacían los músicos frente a su auditorio, terminó considerándose la guardiana del verdadero sonido de una creación (llegó a ser la creación) y no un punto cualquiera de comparación o, lo que sería correcto: una ficción construida generalmente por partes en un entorno aislado donde todo está sujeto a control.

La música grabada irrumpió en el mundo hace ya casi un siglo y medio, y lo hizo, qué duda cabe, para quedarse. Desde el fonógrafo y sus cilindros, cada tiempo ha tenido sus técnicas de grabación, sus formatos y sus reproductores, y es verdaderamente difícil pensar en una vida futura sin este registro. Ahora bien, ¿dejó la música de ser, por ello, inasible? ¿Cuánto de lo que escuchamos permanece, gracias a la posibilidad de registrar el sonido? ¿Es menos efímera la música hoy que hace doscientos años? David Byrne, en su libro Cómo funciona la música, señala: “Antes de que la música grabada se hiciera omnipresente, para la mayoría la música era algo que hacíamos. Mucha gente tenía un piano en casa, cantaba en misa o experimentaba la música como público de un concierto. Todas esas experiencias eran efímeras: nada permanecía, nada quedaba, excepto en el recuerdo (o en el recuerdo de los amigos) de lo que habías escuchado o sentido … Era inasible. Y, la verdad sea dicha, sigue siéndolo”[1].

Resulta en cierto modo irónico, pero la música no solo sigue siendo inasible, sino que lo es más que hace unas décadas: el desarrollo tecnológico ha llevado a la desmaterialización extrema de su soporte, permitiéndonos acceder a un universo ilimitado de canciones y obras musicales de las que no guardamos registro físico, pero que nos pueden acompañar a cualquier lugar, en todo momento, sin necesitar más que un teléfono (conectado a internet, claro) para ello. Nos ilusionamos entonces con la idea de que tenemos la música atrapada en nuestro bolsillo; sin embargo, ya no podemos palparla, como antes creía poder hacerlo el coleccionista común de discos. La música, como nos recuerda Byrne, “es una bestia huidiza”[2].

Desde la perspectiva de los músicos, el avance incesante de las tecnologías también ha generado importantes sacudidas en el modo de ejercerse el oficio. Hoy, las instancias de grabación y de distribución se han vuelto cada vez más fáciles y accesibles… pero menos rentables. El corolario: en una especie de vuelta al pasado, poco a poco ha ido recobrando fuerza la experiencia musical en directo, que —en un tiempo y lugar concretos— permite la vivencia conjunta de músicos y oyentes, cada cual con sus expectativas y goce, y la apreciación de la música en términos de aquello imposible de capturar, por más esfuerzos que se realicen. Es en esta instancia donde más nítidamente vivimos (con otros) la música, para luego verla escaparse de nosotros como acto poético, en palabras de Vladimir Jankélévitch, cuya única dimensión es el tiempo[3]. De alguna manera, la experiencia en directo de la música es quizá la que mejor condensa tanto su carácter escurridizo como su dimensión social y vital.

Y es que por más efímera e inasible que sea la música que disfrutamos, esta implica, en todo momento, conexiones y vínculos concretos. Hay canciones que nos recuerdan nuestra infancia, alguna amistad, amores o desamores, momentos especiales y episodios banales. La música se cuela por todas partes en nuestra vida, bombardeándola de sentido y memoria, y nos lleva a terrenos en los que somos con otros. ¿No ocurre, por ejemplo, que la perfección del sonido —obsesión entendible— deja de ser relevante cuando la memoria nos asalta con una canción que consideramos entrañable? En una época teñida de individualismos, a ratos nos es difícil advertir esta evidente dimensión social de la música y tendemos a considerarnos solo un par de oídos al final de la cadena de la industria musical; no obstante, el lenguaje de la música nos pertenece a todos, como comunidad, pues “donde la palabra falta, allí comienza la música; donde las palabras se detienen, el hombre no puede hacer más que cantar”[4].

Desde que nacemos, los más pequeños pasos y dificultades se sortean cantando. Dormir, comer, vestirse, caminar, decir las primeras palabras, pasear… casi todas estas acciones llevan aparejada una canción. Con el inicio de los primeros aprendizajes formales se suceden las melodías para saludar, dar las gracias, ordenar, conocer el mundo, ¡aprender el abecedario!, entablar amistad con los pares, decir adiós. Desde muy temprano en nuestra vida, la música no es solo algo que —para quienes no somos músicos de profesión— recibimos, sino principalmente algo que experimentamos haciendo, casi siempre en comunión con otras personas. Aun cuando la era de la grabación nos ha inculcado un hábito más bien pasivo o espectador en nuestra relación con la música —acercándola a los paradigmas más propios de otras expresiones de arte—, en cuanto forma artística, la música es para sus receptores más vital, más acto, más ligada a la experiencia del tiempo individual y más ritual en la vivencia del tiempo compartido, que otras artes. Somos protagonistas de la música que da un propósito a nuestro mundo, pese a que la admiración por los artistas profesionales y nuestra infinita gratitud por las obras que nos entregan nos llevan con frecuencia a olvidarlo. La música se trenza con la vida misma; de ahí quizá que no podamos atraparla como querríamos.

La desmaterialización de la música no solo ha favorecido la revalorización de la actuación en vivo —haciéndonos, de paso, más conscientes de su carácter social—, sino que, además, ha extendido y nos ha devuelto esa posibilidad de ser también, en un sentido amplio, cocreadores en el quehacer musical de nuestra sociedad. La cercanía que hoy propician los músicos profesionales a la hora de mostrar su trabajo favorece los formatos de escucha más relajados, menos verticales, más participativos y festivos, más inundados de ritualidad. El músico, admirado como solo puede serlo un músico, se convierte en un facilitador de algo más grande que su propia creación. La música, por su parte, adquiere cuerpo en el público. Algo en esta vivencia, por inexpresable que sea, queda. Y tenemos plena conciencia de ello.

Es desde luego paradójico, pero el desarrollo de la tecnología, la desmaterialización del soporte sonoro, la portabilidad de la música, su omnipresencia y ubicuidad en la vida contemporánea, no solo nos han permitido colmar la experiencia cotidiana individual con una banda sonora personal, sino que también nos han permitido recuperar el entusiasmo por la más primigenia, ritual y social de las formas de experiencia musical —la música en directo—. Paradoja propia de un fenómeno misterioso, capaz de abordar la vida humana en cualquiera de sus aspectos, pues se cuela en su devenir.

La música nos introduce en el misterio, nos identifica, nos muestra el mundo, nos une, a veces nos calma, nos entusiasma, nos integra; también nos divide, nos atemoriza, y actúa en nosotros de formas que no siempre podemos describir. Cómo, dónde y con quién escuchamos música no son trivialidades (la película Coco lo representa a la perfección, ¿no?). Y menos aún, qué escuchamos.

Si detenemos la mirada en nuestra realidad local, ¿qué podemos responder a estas preguntas? Tiende a analizarse la escena musical de un país exclusivamente a partir de sus autores —como portavoces de un mensaje—, cuando lo cierto es que el modo en que una sociedad participa de su música es quizá más elocuente. De ahí el énfasis que realizan Juan Pablo González y Claudio Rolle en la importancia de escuchar y comprender nuestra música popular. A su entender, son amplios los sectores de la población que articulan formas de sentir, pensar, relacionarse, actuar, ver el mundo y experimentar su propio ser en base a ella[5]. Una de las preocupaciones de Fidel Sepúlveda, aunque en un campo de trabajo algo diferente, tenía que ver con la educación de los sentidos. En lo que aquí nos atañe: “es necesario educar el oído para que escuche lo que es preciso escuchar”[6]… ¿Qué escuchamos, como sociedad, hoy?

La actual escena musical chilena da cuenta de un fervoroso dinamismo: centenares de músicos trabajando géneros y estilos diversos, muchos de ellos creando codo a codo con otros grandes artistas del mundo. Diferentes encuentros, festivales y proyectos visibilizan año a año la riqueza de la escena musical nacional. Hay música chilena para todos los gustos, y muy abundante. Y, como avistábamos antes: la presencia cada vez mayor y más constante de música en vivo en la ciudad nos permite escuchar en directo a nuestros artistas predilectos no en una oportunidad, sino en varias. Ha crecido la conexión entre el músico y su público; de hecho, internet nos provee de una multiplicidad de videos sobre cada creación, que pueden provenir del trabajo en estudio o de actuaciones en directo, a los que accedemos tan fácilmente como a las grabaciones oficiales cuando queremos escuchar música, y que incluso podemos haber grabado nosotros mismos. Por si fuera poco, el día a día de los músicos, a través de las redes sociales, se nos revela con todo tipo de detalles: accedemos a la cotidianeidad de su quehacer y al anhelado backstage utilizando para ello el mismo teléfono donde hacemos sonar la música. Se han evaporado, a fin de cuentas, fronteras que hasta hace poco nos parecían bien delineadas entre lo grabado y lo en vivo, lo oficial y lo informal, el artista y el auditor.

En este contexto, ¿quiénes son los que se sienten convocados por nuestros músicos? ¿Cuánta afinidad sentimos con aquellas obras que, con nuestros códigos sonoros, hablan de nosotros mismos? ¿Qué notas damos, cada uno de nosotros, en el quehacer musical de nuestra sociedad? Si décadas atrás la profunda división de nuestro país podía palparse en sus escenas sonoras, ¿cuál es la realidad actual? ¿Quiénes escuchan qué, y por qué? Y, en momentos de total sobreabundancia de información: ¿cómo guiamos nuestra escucha? Todas estas son preguntas de respuestas complejas pues, aunque nuestra cultura auditiva no es, en general, parte de nuestras preocupaciones, nuestros sonidos revelan mucho de lo que somos y lo que queremos ser, y nos permiten, si así lo queremos, empatizar con otros, aceptar nuestra historia, conocernos, integrarnos y encontrarnos.

En una escena participativa y horizontal, la experiencia vital de la propia música no implica solamente una identificación con el destino de nuestro país o una mayor comprensión de los vaivenes y anhelos de nuestra sociedad; también esta experiencia se convierte en escuela de creatividad. La cercanía física y el simple hecho de que somos sujeto y objeto a la vez, nos permite ver efectivamente cómo ocurren las cosas, entender qué intuiciones hacen surgir nuevas obras y multiplicar las inquietudes que guían todo lo anterior. No parece sensato taparse los oídos. Lo que suena somos nosotros mismos.

Angélica Ovalle es historiadora de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autora de los libros Juegos tradicionales (Amanuta, 2011), Fiestas religiosas de Chile (Nueva Patris, 2011) y Reforma agraria chilena. Testimonios de sus protagonistas (en coautoría con Ángela Cousiño; Memoriter, 2013). Es también creadora del proyecto Manivela. Cajas de música chilena (manivela.cl), cuyo propósito es destacar canciones relevantes y significativas de la cultura popular chilena.

 

 

[1] David Byrne, Cómo funciona la música (Barcelona: Penguin Random House, 2017), 81.

[2] Ibid, p. 268.

[3] Vladimir Jankélévitch, La música y lo inefable (Barcelona: Alpha Decay, 2005), 14.

[4] Ibid., p. 118.

[5] Juan Pablo González y Claudio Rolle, Historia social de la música popular en Chile, 1890-1950 (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005), 27.

[6] Fidel Sepúlveda, “Estética: Educación de los sentidos y sentido de la educación”, en Aisthesis Nº 29, Santiago, 1996, 28.