Reseña sobre Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales (Santiago: Tajamar Editores, 2018), publicada en la revista IES Punto y coma.

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Crecí en el Puerto Varas de los años noventa, y el nombre de Vicente Pérez Rosales nunca me fue ajeno. Era el del gran parque que albergaba el lago Todos los Santos, el del hotel más tradicional de Puerto Montt, el de la avenida costanera de Puerto Varas y el del personaje representado en la estatua más importante de nuestra humilde pero bonita plaza. A pesar de que tantas cosas llevaran su nombre y de las anécdotas que lo involucraban, nunca leí sobre él en el colegio. Y eso que estuve en muchos colegios. Tampoco nos hacían leer Recuerdos del pasado. Nunca tuve, de hecho, un ramo sobre historia local. Aprendimos en los libros Santillana, que usaban todos los niños de Chile, sobre el cabildo de 1810, el cruce por los Andes del ejército libertador, las reformas liberales, la Guerra del Pacífico, la “pacificación de la Araucanía”, la cuestión social, la Constitución del 25. Pero no sobre el origen de la ciudad que habitábamos. El nombre de Vicente Pérez Rosales no nos era ajeno, pero su historia, la que narran los Recuerdos, sí.

Una mañana de febrero de 2017, la estatua de Pérez Rosales, bajada de su pedestal por alguna remodelación y ubicada en un cruce peatonal de la costanera, amaneció sin cabeza. No había rayados. No había reivindicaciones. Nadie se atribuía tan terrible acto. Las cámaras de seguridad revelaron que, en vez de una declaración anticolonialista, solo se trataba de un par de borrachos que, protegidos por la noche, las emprendieron contra la estatua de un personaje que probablemente ni siquiera conocían. El hecho alcanzó cierta notoriedad en las redes sociales debido a su coincidencia casi exacta con un capítulo de Los Simpsons en el cual Bart decapita la estatua de Jeremías Springfield, fundador de su ciudad. El cuerpo de Pérez Rosales permaneció erguido sin cabeza durante una semana, para sorpresa de los últimos turistas de la temporada. De los borrachos no se supo más. Y vaya a saber uno dónde estará ahora el parchado monumento.

Ahora, habiendo leído su libro, tengo por seguro que don Vicente se habría reído de buena gana del destino de su estatua. La historia de su degradación y decapitación está cargada del carácter nacional que el autor tanto amaba como despreciaba. El carácter de “gran pueblo que reúne aún las pequeñeces propias de la aldea”. Del “eriazo remoto y presuntuoso” de Enrique Lihn. O de la provincia enclaustrada, “imbunchada”, de José Donoso, que nunca pudo tomársela con humor, porque era demasiado profunda la herida que le dejó.

Uno de los críticos literarios más famosos de la historia de Chile, Alone, pseudónimo de Hernán Díaz Arrieta, dijo alguna vez sobre este libro que “rara vez se habrá dado tal compenetración de un hombre, un libro y un país como la que hay en Recuerdos del pasado y Chile: cada uno está en el otro y resulta imposible nombrar a cualquiera sin aludir a los demás. Los tres, conglutinados, forman un solo ser, con el mismo carácter y análogo desarrollo”. En mi opinión, esto no es cierto. Primero, porque rara vez las memorias de una persona son el fiel reflejo de su vida. Suelen, en cambio, constituir una interesada selección de episodios, hilados de tal manera que proyecten un personaje portador de un relato mucho más claro y consistente que el desorden de lo vivido. Suelen elaborar un mito. Esto es, de hecho, reconocido por Pérez cuando plantea que su libro busca mostrar el poder de la “constancia, la honradez y el trabajo” para elevar a las personas, y a los pueblos, hacia el progreso y la civilización, lo que obviamente implica recortar del relato todo aquello que no contribuya a este fin pedagógico.

En cuanto a la identidad entre el carácter del autor y el carácter nacional, Alone también dispara muy lejos del arco. Pérez Rosales parece, a lo largo de todo el libro, como un excéntrico amante de la libertad individual y un irónico e ilustrado escéptico, enemigo de la copucha, la tontera y la superstición. Su personaje, sin duda, está siempre en tensión con el Chile que describe, con el caserío autocomplaciente rodeado de basurales que es Santiago, con el mal gusto y la total ignorancia que dominan nuestra escena cultural, con los tontos calumniadores de la capital se oponen a la migración, con el carácter supersticioso de nuestra religiosidad, con los miserables valdivianos que le hacen la llegada imposible a los colonos. En tensión, digo, y no en oposición, porque Pérez no desprecia nuestra tierra ni a su gente. Él es también uno de nosotros. No desconoce nuestras virtudes, se toma con humor nuestras bajezas, y sueña con verlas domeñadas por los avances de la cultura. Pero es un espíritu libre, aventurero y cosmopolita, un individuo fuerte y una inteligencia aguda e irónica que desentona con el encierro provinciano y conventillero de Chile. Alguien que, tal como se dijo de Joaquín Edwards Bello, parece un transatlántico varado en el Mapocho.

Recuerdos del pasado contiene un discurso moral y político que no es neutro. Resalta el esfuerzo, la creatividad, la curiosidad y la libertad individual; plantea que su preservación y despliegue requieren de un orden fuerte, pero no expansivo ni intrusivo (los liberales gozarán sus críticas a los impuestos aduaneros); considera la experiencia histórica como la gran guía de las naciones y defiende que los progresos de la industria y la ciencia son tan importantes como los avances políticos, y que deben ir de la mano. No es coincidencia, entonces, que nuestro autor haya sido un montt-varista convencido, militante, por tanto, del Partido Nacional, conservador, laico y republicano, y fundador y segundo presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (Sofofa). Tampoco es raro que concibiera el progreso como la conquista de la naturaleza por parte del ser humano, hasta hacerla retroceder y ordenarla bajo la fuerza de la industria y su disciplina. Una idea que hoy, cuando vemos las consecuencias de “hacer retroceder” la naturaleza, nos resulta tan ajena. Sin embargo, conjuga esta visión del progreso, aquella que sustituye los bosques nativos por monocultivos en hileras, con un amor profundo por la libertad experimentada en la cordillera indómita, sin reglas, sin orden, donde el individuo debe arreglárselas frente a los designios de la naturaleza. En ese sentido, Pérez Rosales es un moderno que vive intensamente las contradicciones de la propia modernidad, tan bien retratadas por Marshall Berman cuando afirma que “ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. Su mirada del mundo parece empapada de cierta distancia irónica, a pesar de pretender ser pedagógico, muy apegado a la realidad, a sus particularidades, a la experiencia y al caso a caso. Y muy distante, por tanto, de lo eterno e inmutable.

El lector de los Recuerdos no encontrará un decantado inmóvil o granítico de nuestra identidad nacional. Pero sí algo igual de interesante: la narración de los años salvajes de la formación de nuestro Estado nacional desde la mirada de un personaje admirable, testigo y partícipe de algunos de los grandes hitos del siglo XIX. Todo narrado con inteligencia, ironía e interés por invitar a otros chilenos a sumarse a la causa de hacer avanzar la civilización, aunque siempre con cierta distancia, la misma que lo separaba, por ejemplo, de Benjamín Vicuña Mackenna y su decidido positivismo.

Hay, además, otras cosas. Por ejemplo, una fuerte relación con la naturaleza, especialmente con el mundo cordillerano, visto como el espacio de más intensa libertad humana. Encontramos también un alma cosmopolita y nómade, que no duda en destacar los beneficios que el viaje y la migración representan para todo el mundo: invita a los chilenos a viajar y a recibir con los brazos abiertos a los viajeros. Un mensaje nada de despreciable en tiempos de creciente tensión migratoria, xenofobia y racismo. Y, por supuesto, la maravillosa distancia irónica que le permitía reírse de él mismo y de su propio país: algo tan escaso en la sociedad chilena, llena de individuos obsesionados por su posición social relativa, acostumbrados a buscar la definición de lo que somos fuera de nosotros mismos, en vez de abrirnos a lo nuevo desde cierta seguridad y cierto cariño por lo propio, incluyendo los defectos.

Este último es especialmente importante hoy, cuando las desilusiones del desarrollo capitalista experimentado durante los últimos treinta años saltan a la vista. La lección que ofrece es que nunca hay que esperar que el desarrollo nos lleve a una especie de felicidad extática (“la alegría que viene”), sino entenderlo como un proceso complejo, trabajoso y últimamente beneficioso, pero que no conduce al paraíso. Esta distancia nos permite disfrutar los bienes presentes sin la ansiedad alocada por los del mañana, por un lado, y buscar los bienes del mañana, pero sin hacer sacrificios alocados en el presente o desatender las grandes necesidades en nombre de los bienes del futuro. Es decir, invita a buscar un ritmo y un estilo de desarrollo respetuoso de lo nuestro, digno, sobrio y pragmático. Sin arranques adolescentes, vergüenzas provincianas ni falsas ilusiones.

La cuidada reedición de Tajamar publicada el año pasado, conducida por Pablo Concha y que incluye todos los prólogos históricos del libro, resulta una lectura imprescindible que llega a nosotros casi un siglo y medio después de su primera publicación íntegra . Ella nos pone en contacto con un momento clave de nuestra historia a través de la pluma autobiográfica de un personaje genial y vivo, que no resiste el ejercicio de ser reducido a una esencia eterna identificada con la chilenidad, y que ni siquiera en forma de estatua ha logrado ser inmovilizado.