Columna publicada el martes 21 de julio de 2020 por El Líbero.

Hace dos semanas murió mi abuela. Tuvo una vida difícil. Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y llegó a Chile como refugiada, haciéndose cargo de sus dos hermanos chicos. Su mamá falleció poco tiempo después de la guerra y su papá quedó devastado por la experiencia de los campos de concentración. Una de las últimas conversaciones que tuvimos fue en Navidad. Me contó que unos soldados llegaron a su pueblo, agarraron animales que había en las granjas, los despellejaron y los colgaron vivos en sus camiones. Ella era una niña y los veía pasear por las calles, riendo y cantando, mientras los animales gritaban de dolor. Ebrios y enloquecidos, los soldados elegían aleatoriamente distintas casas, sacaban a las familias y las fusilaban sin ningún motivo. Solo por diversión.

En ese momento no lo noté, pero la proximidad de la muerte hizo que mi abuela empezara a contar este tipo de historias trágicas y a relacionarlas con el presente. Ella nos hablaba de sus experiencias porque creía que las nuevas generaciones banalizamos los sufrimientos del siglo XX, pues estamos convencidos de que nunca nos tocará vivir algo así. Parecemos estar tan seguros de nuestro progreso, que vemos esas tragedias con soberbia e ingenuidad, creyendo que en medio de crisis brutales tendremos la lucidez de no repetir los errores del pasado.

Es evidente que este no es un fenómeno exclusivo de nuestros tiempos. Parte de la generación que vivió la Primera Guerra Mundial pensaba que ese conflicto podía ser una oportunidad para purificar al hombre y permitirle alcanzar por fin los ideales modernos. Esa confianza en la paz perpetua se derrumbó cuando enfrentaron uno de los episodios más brutales de la historia (y que tendría como cierre trágico la gripe española que asoló a Europa). En un texto de 1933, el filósofo Walter Benjamin relata dramáticamente el asunto y señala que esta generación “se encontró, de golpe, indefensa en un paisaje en el que todo había cambiado menos las nubes y en cuyo centro, en un campo de fuerzas martilleado por las explosiones e inundado por ríos de destrucción, estaba el diminuto y frágil cuerpo humano”.

La estupidez insiste siempre, dice Albert Camus en La Peste, y nosotros no seremos la excepción. Al igual que las generaciones anteriores, quienes crecimos en la estabilidad democrática y económica de los años 90, no alcanzamos a ver los peligros de la situación que atravesamos, y que nos empecinamos en agravar. No somos conscientes de que hay países que se han derrumbado por mucho menos. Así, la combinación de una clase política en el suelo, un Presidente corriendo en círculos, una oposición con los dientes afilados y presa de pasiones antidemocráticas, una ciudadanía cansada y una crisis económica brutal, pueden desencadenar un quiebre difícil de dimensionar.

En sus memorias sobre la revolución de 1848, Tocqueville interpelaba a quienes aplaudían la caída del régimen y les preguntaba “¿no os dais cuenta de que es el poder mismo el que está por los suelos?” Nuestra situación es similar: si el gobierno o la institucionalidad se desarman perdemos todos, especialmente los más vulnerables. Por lo mismo, cuesta entender el optimismo de aquellos sectores de la oposición que ingenuamente creen que podrán controlar las fuerzas que están desatando. Y así como piensan que después de defender el retiro de las pensiones con argumentos neoliberales van a tener capacidad para establecer un sistema solidario, también creen que, a pesar de no contar con nada parecido a un proyecto político común, podrán encauzar la rabia ciudadana.

Basta verlos hablar con esperanza sobre el proceso constituyente, como si el día en que triunfe el apruebo –pues están convencidos de que así será, olvidando que muchos partidos se definen en los descuentos– van a bajar del cielo las virtudes republicanas que nos permitan debatir en el Ágora de Atenas. Basta verlos referirse a la refundación de Chile, como si la historia no hubiera demostrado que los procesos de ese tipo suelen acabar en violencia desatada (y que las revoluciones terminan devorando a sus propios hijos).

No seamos ilusos; no hay razones para celebrar en el descampado actual. Estas llegaran cuando podamos sentarnos a la mesa, administrar los desacuerdos y construir entre todos –izquierda, centro y derecha– un país donde la gente viva de forma digna. La política se trata de eso y es justamente lo que falta hoy.