Columna publicada en El Mostrador, 24.09.2014

Fernando Atria ha vuelto a criticar la sentencia de la Corte de Apelaciones que acogió el recurso de protección presentado por apoderados del Instituto Nacional. Lo primero que debemos notar es que él parece reconocer algunas cosas y, por lo mismo, podríamos pensar que es posible llegar a ciertos acuerdos en torno a este caso. Por ejemplo, él no niega los varios hechos de violencia que rodearon la toma del Instituto –aunque, en rigor, no tenía cómo– y, más importante que eso, señala expresamente (a diferencia de su primera columna) que las tomas son siempre ilícitas. Pero aquí ya comienzan los problemas, por la razón que Atria invoca, casi al pasar, para fundar esa ilicitud: las tomas serían ilícitas “como toda acción de desobediencia civil”. ¿Es así? ¿Son efectivamente las tomas un acto de desobediencia civil? Vale la pena detenerse en esta idea.

En efecto, ¿cuál es la injusticia contra la que luchan las tomas? ¿No se desobedece acaso cuando la ley manda algo considerado injusto o prohíbe una acción que, sin mediar la prohibición, se cree lícito realizar? Rosa Parks desobedeció la ley de segregación racial dentro de los buses de Montgomery, Alabama, sentándose dentro de ellos, no encerrándose adentro de la Municipalidad ni rayando su interior. Aun si la lucha fuera en contra del “sistema educacional” –lo que exige más de una precisión– pareciera más apropiado no ir al colegio antes que tomárselo: el acto de desobediencia debe estar relacionado con una obligación impuesta por la ley o sistema que se impugna. Pero lo que vulnera la toma de un colegio es la prohibición de usurpar por la fuerza y sin autorización la propiedad pública o privada. Se quebranta la ley X para desobedecer la ley Y. ¿Es esto razonable?

Lo anterior tiene mucho que ver con el modo de aproximarse al fenómeno de las tomas. Si se piensa que éstas son un acto de desobediencia civil, es lógico tender a ser más permisivo con ellas. Tal vez eso está detrás de la insistencia de Atria, quien afirma nuevamente que la Corte imparte instrucciones contradictorias a la Municipalidad de Santiago, que “debe abstenerse de ‘firmar’ protocolos y al mismo tiempo debe adoptar todas las medidas necesarias para restablecer la normalidad”. Pero el problema del bullado protocolo es precisamente que da pie a la anormalidad: en un colegio, no está de más recordarlo, lo normal es que haya clases. Dicho protocolo, al avalar una situación que impide la continuidad del servicio educacional, vulneraba la legislación vigente y contradecía el fin que se supone que buscaba: ¿cómo evitar una toma que, al mismo tiempo, se acepta bajo ciertas condiciones?

Así, la creatividad, el diálogo y las negociaciones pueden ser convenientes o incluso necesarios, pero cuando la forma que ellos adoptan termina por impedir que el alumnado asista a clases o avalar esta situación, la discrecionalidad de la autoridad política deviene en una arbitrariedad inadmisible para el derecho. Ciertamente la Corte de Apelaciones no está legitimada para reemplazar ni a la Municipalidad ni a ninguna autoridad política. Pero lo que sí puede y debe hacer (como cualquier tribunal) es controlar los actos arbitrarios de la administración, en este caso de la Municipalidad de Santiago. Y eso fue lo que hizo la Corte: ella no ordenó el “desalojo” –aunque eventualmente podría hacerlo– ni tampoco ninguna medida concreta como única vía. Simplemente prohíbe aquellos caminos, como el protocolo aludido, que atentan contra la continuidad del servicio educacional. Llegados aquí, podría parecer que Atria tiene razón en lo siguiente: él cree que tanto la sentencia como mi columna anterior en realidad consideran “ilícito que la Municipalidad haga cualquier cosa que no sea desalojar mediante la fuerza pública”. Sin embargo, esto no es necesariamente así. Debemos distinguir antes y después de verificada la toma y, en cualquier caso, analizar sus circunstancias específicas: no es lo mismo un par de horas que 15 días en toma. Ahora bien, es obvio que lo lógico es evitarlas porque, como Atria reconoce, ellas son siempre ilícitas para el derecho, y además sabemos que muchas veces son en extremo violentas, como en el caso del Instituto. Y para evitarlas la Municipalidad tiene un margen de apreciación muy amplio. En rigor, ella puede hacer todo cuanto admita la creatividad política en la medida que respete el ordenamiento jurídico vigente. El punto es que esto implica, básicamente, garantizar la continuidad del servicio educacional, y no validar o permitir mediante sus propias acciones el hecho ilícito que supuestamente se intenta evitar.

En consecuencia, la contradicción denunciada por Atria no existe. El problema no es un protocolo en abstracto, sino un tipo de documento específico que infringe el derecho vigente. Y a la luz de los hechos del caso y de la naturaleza del recurso de protección, es lógico que la Corte, reconociendo la amenaza actual, busque evitarla en el futuro. Lo insólito sería que no lo hiciera. Tal vez eso mismo –reconocer en su momento las amenazas, con vistas a evitar problemas futuros– es lo que debieran hacer la Municipalidad de Santiago y las autoridades del Instituto Nacional. Ellas tienen bastante más alternativas que el desalojo y la suscripción de protocolos que avalen tomas ilegales. Las mismas que Fernando Atria, al parecer, no logra visualizar.