Columna publicada el 11.06.19 en The Clinic.

“Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible —dice Borges en uno de los numerosos prólogos que escribió—: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden”. Si bien el argentino se refiere principalmente a las grandes novelas eslavas, su frase también puede ser un intento por responder a la constante pregunta por esa personalidad única y esquiva —el alma rusa, la llaman algunos— que ha intentado ser fijada con profusión dentro y fuera de sus fronteras. Sin afán sistemático, y además de los grandes narradores decimonónicos, ahí están las novelas de Emmanuel Carrère (Una novela rusa y Limónov), las películas de Zvyagintsev (Loveless, competidora de Una mujer fantástica, merecía con creces el premio Oscar) o los documentados libros de Orlando Figes.

Una de las últimas muestras de esa exploración es Chernobyl, que, con producción estadounidense, sigue preguntándose por el alma rusa. La exitosa miniserie de HBO relata el accidente nuclear de 1986, sus responsabilidades directas y sus efectos más o menos inmediatos. Con el foco puesto en Valeri Legásov, el científico nuclear a cargo de controlar el incendio de la planta, relata las repercusiones políticas, biológicas, sociales e íntimas del suceso a través de las historias de diversos personajes involucrados. Muchas de estas historias están basadas en Voces de Chérnobil, recogidas por la Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, aunque su nombre no aparece en los créditos. Un bombero que acude a los primeros llamados y que es rápida y fatalmente afectado por la radiación; funcionarios militantes e irresponsables que se tapan las espaldas; una científica que debe enfrentarse a una omnipresente burocracia para saber la verdad y actuar con rapidez ante la emergencia; militares y civiles de distinto origen que deben limpiar las consecuencias de esa radiación descontrolada… a fin de cuentas, toda una sociedad sacudida por una tragedia inédita, y que saca lo mejor y lo peor de quienes están involucrados en ella.

La serie tiene pretensiones de fidelidad histórica, lo que, a pesar de las quejas de muchas instituciones y medios rusos —el canal de televisión estatal anunció su propia ficción acerca del suceso, espía estadounidense incluido—, parece lograrse con éxito. Sin embargo, sus puntos altos narrativos no los genera su apego a los hechos; ellos están en su habilidad para construir conflictos profundamente humanos, capaces de situar constantemente al espectador en un dilema moral. Los personajes son entrañables o repulsivos, en coherencia con las acciones que eligen desplegar en situaciones límite. Ahí están los héroes de distinto signo que se sacrifican por una comunidad amenazada, como los mineros que, duros e indomables, vapuleados por el sistema soviético, no dudan en inmolarse para ayudar en la zona del desastre. Pero también el viejo burócrata Zharkov que, con liderazgo en el rostro y en sus gestos, minimiza las consecuencias de la tragedia al preferir la verdad oficial y recomendar el sitio de la ciudad y el corte de las líneas de teléfonos para evitar los rumores.

También se ha querido leer Chernobyl —especialmente su versión de las responsabilidades del accidente— como un episodio más de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia, como si las categorías de la guerra fría pudieran ser utilizadas sin problemas tres décadas después. Sin embargo, más que una obsesión con el pasado, las historias de esta serie dan cuenta de una profunda actualidad: muestran al ser humano viviendo en un medioambiente amenazado, en una sociedad donde los contubernios políticos pueden ir en directo desmedro de la verdad, y donde se necesita del sacrificio de muchos para la supervivencia de la comunidad. Elementos universales, pero también rasgos distintivos de un pueblo ruso cuyo patriotismo refleja los extremos de la condición humana.

En la línea de los discípulos de los rusos que mencionaba Borges, esta serie escrita por Craig Mazin nos muestra que nadie es imposible: en un régimen totalitario como la Unión Soviética —ficcionalizado, por supuesto— también están quienes son capaces de ir contra la corriente, de superar el conformismo de una sociedad corrupta y de destapar la verdad, aunque en ello se vaya la vida. El entusiasmo con que ha sido recibida Chernobyl está justificado. Estamos frente a una trama política y con cierta dosis de apocalipsis, pero sobre todo ante una trama humana que, al tiempo que ilumina un episodio histórico concreto, permite imaginar cómo nos comportamos ante un mundo tensado hasta el límite.