Columna publicada el domingo 12 de julio de 2020 por El Mercurio.

No resulta fácil orientarse en el escenario político actual. Por de pronto, la izquierda celebra como un histórico triunfo deportivo haberle propinado un (primer) golpe al sistema de pensiones. Sin embargo, no advierte que el argumento utilizado —una comprensión individualista del derecho de propiedad— le hará muy difícil defender algo distinto en el futuro. En efecto, las ideas no se dejan manipular como cosas y los extravíos intelectuales suelen pagarse caro. En la oposición existe también la ilusión según la cual este momento podría encarnar la añorada unidad del progresismo. Sin embargo, las fases críticas y destructivas no coinciden mecánicamente con la etapa constructiva, y hay un voluntarismo infantil en quienes suponen que la consigna “No+AFP” puede bastar para articular proyectos divergentes.

Ahora bien, los elementos más sorprendentes del cuadro actual no provienen tanto de la izquierda como de la derecha. Todo indica que el Gobierno ya no constituye una fuerza suficientemente robusta para ordenar a sus filas. El problema original está en el diseño, pues el equipo político remite a las confianzas personales del primer mandatario. Al concentrar todo el poder en torno a su persona, sin compartirlo con dirigentes de peso, el Presidente estrechó al máximo su base política. Si esta lógica permite navegar —no sin dificultades— en tiempos normales, es absurda en medio de un temporal.

Pero hay más. Dicha carencia tiene, a su vez, consecuencias que desestructuran el conjunto del escenario. En nuestro ordenamiento, el Ejecutivo está condenado al pirquineo de votos en el Parlamento, pues —gracias a nuestro brillante sistema electoral— es muy difícil que alguien obtenga una mayoría estable (¿quién podría ser mayoritario en la actual configuración?). No obstante, esa ingrata y laboriosa búsqueda se vuelve inviable en ausencia de orden interno. Es imposible ir a negociar votos si los propios no están asegurados. Salvo actos heroicos, ningún opositor estará dispuesto a figurar a la derecha de la UDI en una cuestión simbólica (de allí el cambio de opinión de varios senadores opositores, que hasta hace pocos días se oponían al retiro de fondos previsionales). Se vuelve también muy difícil cobrar cuentas públicas: ¿cómo acusar a la izquierda de irresponsabilidad habiendo un enorme forado interno? Todo esto se agrava si consideramos que no se trata de un grupo marginal de díscolos; y, de hecho, fue el presidente de Renovación Nacional quien inauguró este peligroso juego. El desorden oficialista, en suma, termina poniendo en una situación imposible al sector: es una especie de suicidio lento y doloroso.

En este contexto, el caso de la UDI es llamativo. No solo porque algunos de sus diputados votaron en contra del Ejecutivo, sino por el modo en que dicha tienda parece obsesionada por debilitar la (ya frágil) autoridad del mandatario. Esto resulta extraño, porque se trata de la colectividad más identificada con la Constitución vigente, uno de cuyos principales rasgos es precisamente el reforzamiento del Presidente. Sin embargo, un poco como Juan Luis Sanfuentes convirtió al balmacedismo en la más diestra de las camararillas parlamentarias después de la Guerra Civil de 1891, olvidando rápidamente el gesto de su líder; la UDI parece empeñada en liquidar su identidad histórica. Si Jaime Guzmán podía apelar a la necesidad de un Presidente dotado de “vigor jurídico y moral” para oponerse a la demagogia de los partidos, la UDI actual no tiene problema alguno en participar activamente en la demolición de esa idea (que será, además, su propia demolición: un partido de cuadros no puede subsistir en esa dinámica).

La pregunta es, desde luego, si hay alguna conciencia —tanto en el Ejecutivo como en los partidos oficialistas— del peso histórico de las decisiones que se están tomando. Un poder frágil, concentrado en círculos personales, no permite preservar la institución presidencial. Al mismo tiempo, partidos oficialistas desatados contra el mandatario debilitan aquello que les corresponde proteger. Es evidente que la izquierda decidió tratar la pandemia en clave de octubre. Así, ha instrumentalizado sin pudor la grave crisis social que enfrentamos con reivindicaciones de otro orden. En esa lógica, todo le será útil —incluso el individualismo más extremo—. Así, hay una continuidad plena entre la ambigüedad respecto de la violencia, el parlamentarismo de facto, la acusación constitucional para remover al Presidente, los sacrilegios contra la Constitución y el retiro de fondos previsionales. Como puede verse, la ofensiva es ruda y de largo aliento, en la medida en que este ambiente determinará necesariamente la posterior discusión constitucional (de ganar el “Apruebo”). Mientras todo eso ocurre, en la derecha algunos están preocupados de la reelección de alcaldes, otros buscan dar curiosas pruebas de conciencia social, y el Gobierno se encierra en su soledad. La contienda es desigual.