Columna publicada el sábado 5 de junio de 2020 por La Tercera.

El nivel de conflicto dentro de la élite chilena parece delirante. Mientras el país entra en una crisis económica profunda en medio de una gran crisis sanitaria, ambiental y política, los insultos vuelan y la búsqueda de acuerdos parece arreo de gatos. Nada es suficiente para nadie. Todo lo mediocre o malo es el mal extremo. Los muertos y las cajas con ayuda de la pandemia son usados impúdicamente como munición. El conflicto ocupa todo el tablero: es político, generacional y personal.

El encierro facilita, en parte, esta guerrilla permanente. La ausencia de proximidad física dificulta el diálogo civilizado. Las redes sociales con su lógica exhibicionista y polarizante incitan la agresión y la liviandad. La cima virtual del “monte Estúpido” abunda en gente proclamando que “partimos de cero”, pinponeando muertos y rasgando vestiduras.

Pero hay más. Hasta ahora, los análisis sobre el estallido social de octubre se han centrado en el dolor de los pobres y en el miedo de la clase media. Cada semana, de hecho, muchos columnistas acomodados expresamos cuánto nos duele el dolor de los pobres. Algunos llevan meses sólo en eso. Pero esta disputa sentimental, aunque sincera, bien puede ser el reflejo de una crisis estructural dentro de la élite y no fuera de ella.

Si mezclamos las tesis de Carlos Peña y las de Peter Turchin, un fenómeno adquiere visibilidad: el enorme progreso de los últimos treinta años parece haber generado una sobre-producción de élites. Esto significa, siguiendo a Turchin, que hay demasiada gente preparada para los mismos puestos de influencia. Gente que forma redes elitistas diferenciadas que acumulan una enorme cantidad de recursos, y que luego salen al campo de batalla a darse con todo.

Si esta tesis es correcta, entonces la incapacidad política para lidiar con los problemas destacados por el estallido social sería producida, en buena medida, porque las clases dirigentes han estado demasiado concentradas en su propio ajedrez como para tomarse en serio los problemas del resto. O, incluso peor, que esos problemas sólo les interesan en tanto escalera hacia el poder. Un ejemplo entre miles sería la obtusa pasión con la que se debatió sobre la reelección parlamentaria: pocos argumentos, mucho tremendismo, e intereses expuestos, como los ataques, serrucho en mano, del diputado Boric al senador Bianchi.

La competencia elitista, aclara Turchin, es buena para el resto de la sociedad en la medida en que tome un cauce pacífico e institucional. Los grupos aspirantes muchas veces pueden conquistar ventajas para todos en su lucha contra los grupos instalados. Pero cuando se desboca produce niveles de destrucción brutales e inauditos. Nuestro mejor ejemplo es la sanguinaria guerra civil de 1891. Toda la sociedad es convertida en un gran campo de batalla.

En tal contexto, la esperanza reside en que las facciones elitistas en disputa acuerden reglas de competencia que sean beneficiosas para el conjunto. Esto exige ampliar los espacios hacia arriba, meritocratizar el reclutamiento de las élites y mejorar los estándares de vida hacia abajo. Pero esto no es fácil: los recursos son escasos y las ambiciones infinitas. Dependemos, entonces, de dos rarezas: patriotismo elitista y presión popular hacia consensos moderados, en vez del maximalismo de octubre. El pronóstico es reservado.