Columna publicada el martes 14 de abril por El Líbero

El debate sobre el indulto para algunos presos ha estado en el centro de la agenda pública. El Ministro de Justicia, Hernán Larraín, dijo la semana pasada que “el tiempo corre en contra”. Con ello, quería interpelar a los parlamentarios para no dilatar más el indulto, cada vez más necesario dada la amenaza que supone el coronavirus para las cárceles, para los familiares de los reclusos y, a fin de cuentas, para todos. Era un llamado a no llegar tarde. 

El escenario político no es demasiado esperanzador. El indulto conmutativo que sustituye la pena de cárcel por arresto domiciliario excluye a los condenados por delitos de lesa humanidad, dentro de los que se encuentran los detenidos de Punta Peuco. Pese a los reclamos transversales de varios actores, como el padre Fernando Montes o la hermana Nelly León, parte de la clase política ha demostrado cierta bajeza al intentar impedir a toda costa que un grupo de ancianos cumpla su condena en sus casas para protegerse del virus. La descoordinación del gobierno tampoco deja de sorprender: no ha dado muestras de una línea de acción clara y en medio de sus gestiones políticas se entrampa en negociaciones eternas, incluso con su mismo sector. Las tentaciones por saltarse la institucionalidad también preocupan, pues nadie, menos la autoridad, puede evadir las reglas. 

Sin embargo, más desesperanzador aún es que el mensaje del ministro sí llegó tarde. Los recintos en donde hay aglomeraciones de personas siempre serán riesgosos ante pandemias o peligros similares; por eso, algunos de los primeros lugares que cerraron fueron cines, universidades y escuelas. Pero la situación de la cárcel es distinta. Los niveles de hacinamiento y la falta de higiene son algunos de los graves problemas del sistema carcelario, y también lo son las crudas relaciones que se producen entre los presos y su escasa posibilidad de desarrollar una visión positiva del futuro. Todo esto, sin mencionar la situación en la que quedan familias sin madres o padres, con todo lo que eso implica (partiendo por la falta de ingresos económicos). 

La solución no es sencilla, pues no solo exige medios materiales, sino también una comprensión amplia del propósito de la privación de libertad. El buen empleo de los recursos está dado, en gran medida, por esa comprensión. ¿Supone, la cárcel, una instancia de rehabilitación? ¿Cumple ella un propósito más amplio que solo excluir a alguien temporalmente de la vida social? La realidad carcelaria a ratos sugiere que las personas salen peor a como entraron. Esto no quita que el castigo cumpla un rol en sí mismo, pero bien nos haría preguntarnos si acaso ese rol se está cumpliendo y si hay algo más que las cárceles puedan entregar a la sociedad. Ellas pueden ser un lugar en donde el preso pueda conocer el perdón y a partir de esa experiencia construir un futuro. 

Nada de esto pareciera estar dentro de las prioridades políticas. Salvo notables excepciones, a nadie parece interesarle, pues el sistema carcelario solo tiene luces y cámaras cuando hay un incendio, una fuga o una pandemia. Las cárceles no premian con votos ni prensa. 

El coronavirus ha hecho relucir, nuevamente, la precariedad de nuestros recintos penitenciarios. Y si bien abordar el asunto va mucho más allá de la infraestructura, sin mínimas condiciones de dignidad, es difícil que las cárceles sean capaces de proveer algún tipo de bien. Esperemos que, al menos esta vez, no lleguemos tarde.