Columna publicada el martes 26 de mayo de 2020 por La Segunda.

Angela Merkel comparó tempranamente los efectos de la pandemia con los desafíos del mundo de posguerra. Hoy sabemos que no exageraba: los chilenos ya palpamos en carne propia –en la televisión, en nuestros trabajos, en nuestras familias– la gravedad de la situación. El esfuerzo de reconstrucción será titánico, y tendrá múltiples dimensiones. A vuelo de pájaro: mientras acá vivimos un estallido social con manifestaciones pacíficas y violentas, inéditas en el Chile posdictadura, la política global sigue tensionada por el auge de los populismos y la crisis de la democracia. Todo esto, además, ocurre en medio de una severa crisis ambiental. Hace poco tiempo sólo hablábamos de cambio climático y hoy padecemos una megasequía en nuestro país. El desempleo y la pobreza acechan, y los problemas de salud mental de seguro se agudizarán. ¿Cómo enfrentar este convulsionado escenario sin caer abatidos por el agobio y la desesperanza?

Naturalmente, no hay recetas mágicas ni balas de plata, pero puede ayudar poner en perspectiva este elenco de crisis sucesivas. Por más dramática y desafiante que sea la coyuntura actual –porque sin duda lo es–, los procesos de larga duración sugieren que nada de esto es demasiado novedoso. Nuestra memoria es estrecha, y aún somos víctimas de la ilusión según la cual nos acercábamos al fin de la historia; sin embargo, la peste ha azotado desde épocas inmemoriales a la humanidad (ya en Tucídides encontramos pavorosos relatos sobre ella). Por su parte, si nos tomamos en serio la historia política, sea nacional o universal, percibimos sin tanta dificultad que los momentos de crisis son inherentes a la democracia. Este régimen nunca ha sido algo dado ni garantizado. En rigor, su fragilidad ha sido una constante desde que se concibió la idea del autogobierno republicano (de ahí el error de minusvalorar la estabilidad noventera). Y así, suma y sigue. 

Quizá el mayor equívoco, entonces, fue olvidar la debilidad, la ambigüedad y los límites de la condición humana. El hombre es capaz de grandes cosas, pero no tiene el futuro asegurado y está lejos de ser omnipotente. De hecho, mientras más creemos en ese mito prometeico, más difícil resulta cultivar la fortaleza, la magnanimidad y, en general, todas aquellas virtudes morales e intelectuales que suponen esas grandes obras. Su desarrollo exige trabajo y humildad, los mismos que se requieren para el mejoramiento político, económico, sanitario e institucional que deberemos desplegar durante los próximos meses y años. Habrá que reconstruirlo casi todo. No con la pureza de los líricos, ni tampoco aferrados a dogmatismos seculares de ninguna especie. Con pragmatismo e ideales altos: es lo propio de las magnas gestas políticas.