Columna publicada el domingo 17 de mayo de 2020 por El Mercurio

¿Cómo comprender el clima de creciente crispación que domina cada día más nuestra discusión? ¿Por qué el manejo de la pandemia se convierte en una excusa más para la confrontación política banal? ¿Cómo distinguir, a estas alturas, entre las críticas pertinentes al Gobierno y aquellas que buscan ventajas pequeñas?

Naturalmente, para explicar el fenómeno resulta imprescindible atender a nuestro octubre. En efecto, muchas actitudes y reacciones parecen haberse fijado en ese momento. Fue tal la voluntad de cierta oposición por debilitar —y derribar— al Gobierno, que hoy resulta demasiado difícil cambiar el lenguaje. Seguramente aún nos falta comprender la profunda ambigüedad de lo que ocurrió: al mismo tiempo que salieron a la luz innumerables dificultades de nuestra complaciente modernidad, también se debilitó la legitimidad de nuestras instituciones y, en definitiva, del Estado. Este debilitamiento no concierne solo a la persona de Sebastián Piñera, sino que es mucho más estructural (y, al respecto, la izquierda cometió un grave error de lectura). En cualquier caso, si la autoridad fue vista como el enemigo mortal hace tan solo seis meses, ¿cómo darle ahora la credibilidad necesaria para que controle la pandemia? La continuidad narrativa de muchos depende de que el Gobierno siga siendo el gran culpable y, por ese motivo, resurge el tono áspero apenas se abre una oportunidad.

Así debe entenderse también la multiplicación de datos equívocos o derechamente falsos que circulan profusamente por las redes. Tomemos tres de ellos, que el propio Jaime Mañalich desmintió: se acumulan los cadáveres de víctimas del virus en el pasillo de un hospital; hay movimientos anormales de tumbas en el Cementerio General, y, en los últimos meses, tuvimos un crecimiento anormal en el número de fallecidos por problemas respiratorios. El efecto conjunto no es misterioso: se deja entender que habría un enorme montaje digitado por el Ejecutivo para ocultar la magnitud de la tragedia. El mismo gobierno que ha cometido decenas de errores no forzados habría logrado ocultar cientos o miles de cadáveres. Vaya talento escondido.

En momentos tan delicados, resulta indispensable extremar los cuidados a la hora de difundir información. Hay que ponerla en contexto, explicarla y contrastarla: tal es la tarea del periodismo, y se presta con dificultad al formato de Twitter. Me temo que este ha sido el gran error de Alejandra Matus, periodista de dilatada trayectoria que ha liderado la investigación relativa al número de muertos por la pandemia. Así, dio a conocer una respuesta del Registro Civil sobre el número de muertos, pero se trata de una lista que no parece distinguir entre fallecidos por problemas respiratorios y fallecidos con problemas respiratorios. Naturalmente, cualquier persona puede formular esas preguntas, e incluso exigir respuesta de la autoridad. No obstante, todo aquello debe ser realizado con mínimo rigor y buena fe. De lo contrario, se convierte en algo distinto, y, peor, termina oscureciendo aquello de razonable que hay en la interrogante. Después de todo, cualquier investigador, de cualquier disciplina, sabe que frente a información contradictoria más vale buscar explicaciones razonables que conspiraciones improbables. Liberar esos datos sin contexto, sin darse el trabajo de escuchar la versión de la autoridad, implica simplemente alimentar a las barras bravas.

Desde luego, nada de lo dicho busca negar que La Moneda ha cometido errores significativos. Por mencionar algunos ejemplos, se precipitó al anunciar un primer regreso, se apuró en querer postergar nuevamente el plebiscito y parece haberse demorado también en la cuarentena de la Región Metropolitana. Sin embargo, en estas circunstancias, la crítica debe ser muy precisa y debe estar sobre todo consciente de sus propias limitaciones. ¿Dónde están todos aquellos que en marzo pronosticaron que en abril tendríamos cientos de miles de contagiados? ¿Dónde están los indignados que llamaron a marchar el 8M asegurando que no había peligro alguno?

Aquí nos encontramos con otro rasgo enfermizo de nuestro mundo: no soportamos la duda, la inseguridad y la falta de información. Quisiéramos controlarlo todo y, en ese afán, simplificamos groseramente la realidad; renunciamos a ver su complejidad. La misma ciencia tiene hoy muchas más preguntas que respuestas y, por lo mismo, hay que asumir todo esto con una buena cuota de escepticismo. Nadie sabe muy bien qué está pasando. Allí reside el problema de buena parte de la crítica que recibe el Gobierno: está hecha desde un pedestal de certeza epistémica que no resiste el menor análisis y que le impide al lego distinguir la crítica pertinente de la otra. Por supuesto, el mismo Ejecutivo tampoco ha estado libre de esto, y sus decisiones también deberían ser presentadas como lo que son: un esfuerzo precario, incierto y contingente por controlar algo que no conocemos. Si acaso es cierto que la democracia es el escepticismo hecho institución, quizás sería razonable ponerla, de una buena vez, en práctica.