Columna publicada en la edición del 17 de marzo de 2020 de La Segunda

 

Desde el 15 de noviembre se dice que al fin podría quedar atrás la “Constitución de Pinochet”. ¿Es así? En estos días enrarecidos puede ser útil recordar la sinuosa trayectoria del Chile posdictadura.

En su apasionante “Nueva crónica de la transición”, Rafael Otano encuentra “la hora cero” de ese período en un seminario “poco ruidoso” de julio de 1984, en el Hotel Tupahue. Ahí Patricio Aylwin propuso el camino que, a la postre, permitiría 30 años atrás el retorno a la democracia y su inédita articulación –para nosotros– con la economía de mercado. La apuesta de Aylwin fue osada: jugar con las reglas transitorias de la Carta de 1980, eludiendo “deliberadamente” el debate sobre su legitimidad. Acá se incubaron el triunfo del “No”, las reformas plebiscitadas de 1989 y las lógicas políticas que ahora crujen, pero que en ese entonces permitieron una salida pacífica del régimen autoritario.

En suma: tildar la Constitución vigente como un mero legado dictatorial implica una caricatura en términos jurídicos (el texto original otorgado por la Junta Militar jamás rigió en democracia); pero es tanto o más problemático considerando las dinámicas políticas involucradas. Todo indica –siguiendo a Joaquín Fermandois– que la decisión de Aylwin y su deseo de paz subyacente respondieron a un masivo anhelo nacional. 

Ya fuere por eso o por sus culpas del pasado, destacados opositores a Augusto Pinochet valoraron tempranamente esa apuesta gradual, incomprensible para la nueva izquierda frenteamplista. Con sus diferencias, Francisco Cumplido, Renato Cristi y Alejandro Silva Bascuñán vislumbraron la legitimación constitucional por la vía del ejercicio democrático (elecciones, funcionamiento del Congreso, etc.). Incluso Tomás Moulian habló –con pesar– de una operación de legitimación de la Carta Magna. Desde luego, hay una continuidad entre aquel proceso y la significativa reforma del año 2005, bajo el gobierno de Ricardo Lagos. 

Todo ello alteró la fisonomía de la Carta Fundamental, pero los cambios fueron conducidos por (y reducidos a) los actores políticos y sus códigos imperantes: nunca hubo un plebiscito ratificatorio; el sistema binominal rigió otro decenio más. A la larga, la Constitución simbolizó e interpretó tanto los acuerdos como las prácticas políticas de casi tres décadas de vida democrática (y de gobiernos concertacionistas). Su estabilidad dependía del Chile de la transición y de poder “eludir deliberadamente el tema de la legitimidad”. Mucho antes del 18 de octubre esto ya era inviable. Nuestro desafío –una vez pasada la crisis sanitaria– será enfrentar pacíficamente esta realidad, no a Pinochet. Con respeto al disenso democrático, liderazgo y creatividad política, tal como Patricio Aylwin.