Columna publicada el domingo 27 de diciembre de 2020 por El Mercurio.

Esta semana, el Gobierno celebró como un gran triunfo la decisión del TC que le dio la razón en su disputa con el Congreso. En efecto, el tribunal declaró improcedente la reforma constitucional que buscaba cercenar las atribuciones del Presidente de la República en materia previsional. La alegría oficialista es comprensible: no se cuentan por multitudes las victorias de este gobierno en los últimos meses. Además, es innegable que el Congreso tendrá que buscar otras fórmulas si quisiera insistir en la lógica de arrogarse indirectamente potestades que la Constitución no le otorga.

Sin embargo, también hay motivos para ser algo más escéptico. Por de pronto, aún hay que esperar la publicación de la sentencia para conocer con mayor precisión sus implicancias. Con todo, incluso al margen de la dimensión técnica, la verdad es que la victoria fue pírrica, tan pírrica que la celebración se vuelve algo vana. Un primer dato es que la configuración interna del TC obligó a su presidenta a utilizar su voto dirimente. Esto no debería escandalizar, porque esa posibilidad está prevista en la ley. Pero, en esta materia al Gobierno se le produce un efecto boomerang, pues hoy le toca pagar los costos de una controvertida decisión que se tomó el 2013: nombrar a la jefa de asesores del Presidente como integrante del TC. Años más tarde, con Piñera de regreso en la Moneda, ella sería elegida presidenta del órgano. Llegados a este punto, uno está obligado a formular una pregunta elemental: ¿por qué una persona tan cercana al primer mandatario quedó expuesta a tomar decisiones sobre las cuales, inevitablemente, pesarían sospechas? ¿No era previsible este cuadro, no era mejor evitarlo? Es cierto que la izquierda ha cometido errores análogos, pero el trance es distinto cuando no se cuenta con mayoría parlamentaria.

En cualquier caso, el problema excede a las personas involucradas. La dificultad es más profunda, y guarda relación con la existencia misma de la jurisdicción constitucional, que será evidentemente puesta en cuestión. Las instituciones no descansan solo en entramados normativos y abstractos, sino que en prácticas y hábitos que las consolidan y legitiman. Y, lamentablemente, no todos los nombramientos del TC han estado a la altura. Como si eso fuera poco, sus miembros se han enfrascado en disputas públicas —incluyendo graves acusaciones de corrupción— muy poco acordes con lo que se espera de ellos. En este contexto, no será fácil defender la subsistencia del TC. Parece difícil negar que esta victoria oficialista tensó al máximo nuestra frágil justicia constitucional, y eso no debería ser motivo de celebración.

Con todo, hay otro aspecto elemental que el Gobierno no debería desdeñar: sus problemas son mucho más políticos que jurídicos. El primer retiro fue aprobado porque los propios parlamentarios del sector no estuvieron dispuestos a apoyar a la actual administración; y, en el segundo retiro, el Ejecutivo se vio obligado a presentar su propia moción cuando el libreto se estaba repitiendo. Como bien explica El Federalista —la primera y mejor exposición de los mecanismos del régimen presidencial—, un primer mandatario no puede conservar sus prerrogativas si no cuenta con el respaldo de un tercio del Congreso. Perdido eso, no hay herramienta jurídica que pueda protegerlo. Al fin y al cabo, lo jurídico no puede estar completamente desconectado de lo político, y un gobierno que no tiene un tercio es una especie de muerto caminando. Y este es, quizás, el hecho político más importante del año pronto a acabarse: en un momento, Sebastián Piñera perdió ese escudo, quedando por debajo de la línea de flotación. Es posible argüir que se trató de algo momentáneo, motivado por la coyuntura y la crisis del covid. Todo eso es cierto, pero no quita el hecho fundamental de que un número significativo de parlamentarios oficialistas abandonó el barco, y este se encontró desnudo en el descampado. Dicho en simple, el parlamentarismo de facto emerge en noviembre, pero se hace carne cuando parte de la derecha estuvo dispuesta a sumarse a él. Los problemas políticos del Gobierno también pueden ilustrarse en el hecho siguiente: los sucesivos cambios de gabinete producen sensación de hastío más que de reordenamiento, como si ya no pudiera esperarse nada de él.

Si lo dicho hasta acá resulta plausible, nadie debería celebrar un triunfo así de limitado, que solo confirma la precariedad de esta administración. La pregunta central debería ir más bien por un lado distinto: ¿qué puede hacer el Gobierno, en un año plagado de elecciones y en medio de un debate constitucional, para intentar conservar algún margen de iniciativa? ¿Cómo se enfrentarán las futuras (e inevitables) pugnas con el Parlamento? Sobra decir que al Ejecutivo no le quedan muchas cartas en la mano: perdió la brújula el 18 de octubre, entregó la manija el 12 de noviembre, y ahora solo puede aspirar a acompañar un proceso en el que no tendrá un papel protagónico. Eso requerirá mucho tacto y delicadeza, que no han sido precisamente sus virtudes más llamativas. Si la discreción nunca ha sido el rasgo más marcado del Presidente Sebastián Piñera, me temo que en los meses venideros será una cuestión de sobrevivencia. El TC le permitió zafar de la arista jurídica, pero no habrá tribunal que pueda salvarlo de su debilidad política.