Columna publicada el 24.08.19 en El Mercurio.

“Ya no tienen pudor, no tienen pudor para tratar, a través de esta acusación, de ocultar lo que todos los chilenos queremos saber, qué relación tiene el PS con el narcotráfico”. Con esta frase, Cecilia Pérez —vocera de Gobierno— respondió a quienes han impulsado una acusación constitucional contra Marcela Cubillos. Como era de esperar, la frase produjo escándalo e indignación en las filas opositoras. El PS confirmó su voluntad de presentar un libelo contra la ministra de Educación, además de querellarse contra la vocera. Como si esto fuera poco, se bloqueó el acceso de los subsecretarios a las comisiones parlamentarias. Dicho en simple, las afirmaciones de Cecilia Pérez (respaldadas por el Presidente) fueron leídas como una declaración formal de guerra.

No resulta fácil comprender el razonamiento que condujo al Gobierno a adoptar este tono. Es cierto que el oficialismo llevaba demasiados días empantanado en la reforma laboral y las cuarenta horas de Camila Vallejo —el caso será recordado como un memorable autogol—, y tampoco puede negarse que las dificultades del PS no han recibido una explicación satisfactoria. Sin embargo, todo indica que en esta ocasión hubo un uso desmedido de la fuerza. Guste o no, las declaraciones destempladas de Cecilia Pérez —que hace poco tiempo había polemizado duramente con el poder judicial— solo contribuyen a seguir horadando el estrecho horizonte político del Gobierno.

Por de pronto, la capacidad de interlocución de la vocera es cada vez más limitada. De hecho, vuelven a surgir los viejos fantasmas del equipo político, que no logra darle una conducción efectiva al Gobierno. La cuestión es delicada, sobre todo si recordamos que hace poco más de dos meses se realizó un cambio ministerial que buscaba terminar de una buena vez con los cuestionamientos. De más está decir que el objetivo no se logró, y hoy el gabinete político vuelve a parecer tan frágil como voluble. ¿Qué se ganó debilitando al propio equipo? ¿Quién querrá sentarse a conversar con Cecilia Pérez? ¿Por qué haber ensuciado de este modo una semana que podía terminar con la aprobación de la reforma tributaria? Por otro lado, el tono de la vocera deja en un extraño estado de incoherencia al propio mandatario, que suele insistir en la importancia de rehabilitar la política de los acuerdos. Sobra decir que la descalificación es poco congruente con esa voluntad.

En rigor, el Gobierno escogió un camino muy arriesgado: el conflicto vacío como estrategia política. Esto puede ser útil para ganar aire, distraer la atención y generar ruido en el corto plazo, pero sus efectos más generales son perversos, pues desquicia toda discusión. La agresividad gratuita degrada tanto al debate como a sus actores y, de paso, deja expuesto al sistema a extremismos de cualquier color. Siempre habrá alguien dispuesto a ser más agresivo, a subir más los decibeles. ¿Cómo criticar luego a quienes persistan en ese juego? En este preciso punto reside el secreto del trumpismo: no importa el mensaje, sino mantener la tensión al límite para concentrar toda la atención mediática. Aunque no lo adviertan, todos aquellos que viven indignados con Trump —y que contemplan gozosamente su propia indignación— solo refuerzan su lógica. La dinámica de la discusión pública contemporánea está entrando en un momento muy peligroso, y uno esperaría del Gobierno una actitud más reflexiva. La tendencia es producir conflictos artificiales que se alimentan constantemente a sí mismos, y que modifican las condiciones del espacio público. Después de todo, el modelo de negocios de las redes sociales se funda en una indignación perpetua, que recuerda los minutos de odio descritos por Orwell en 1984. Las plataformas no son neutras y fomentan un debate que vuelve muy improbable la deliberación razonada de los asuntos comunes.

Desde luego, no se trata de negar la pertinencia del conflicto. Este puede ser saludable si se mantiene dentro de ciertos márgenes; pero siempre y cuando esté referido a diferencias sustantivas. En el caso que nos ocupa, el conflicto está reducido a una estéril escalada de descalificaciones gratuitas. El Gobierno no quiso defender una idea, sino simplemente golpear al adversario. Si se quiere, esto revela —una vez más— cuán profunda es la desorientación política del oficialismo, que decide gastar municiones en este tipo de disputas en lugar de dibujar un curso de acción. La adicción del ejecutivo a estudiar y seguir los más mínimos movimientos de las redes sociales —como si la función principal del Gobierno fuera complacerlas— conduce a tomar decisiones muy inconsistentes entre sí. Allí reside el pecado central de esta administración, que da la sensación de repetir una y otra vez el episodio Barrancones, porque no hay carácter ni convicciones para hacer nada distinto. El hombre es el único animal que tropieza dos —y más— veces con la misma piedra. A estas alturas, nadie lo sabe mejor que Sebastián Piñera.