Columna publicada el 19.01.20 en El Mercurio.

En 1964, François Mitterrand publicó un libro, “El golpe de estado permanente”. Denunciaba allí severamente la Constitución francesa, promulgada por De Gaulle, en 1958, al fragor de la Guerra de Argelia. Según el líder socialista, dicha Carta permitía un ejercicio personal y excesivo del poder, atentando contra los principios democráticos. Muchos años después, en 1981, Mitterrand gana la elección presidencial y, por primera vez en la historia de la Quinta República, la izquierda llega al poder. Sobra decir que Mitterrand asume para sí todas las funciones que antes había criticado, marcando así un hito fundamental. En efecto, su actitud legitimó las instituciones francesas: después de Mitterrand, nunca más la izquierda pudo volver a vociferar contra la Constitución de 1958. En esa decisión de Mitterrand reside el origen de la estabilidad de la Quinta República gala.

El 17 de septiembre de 2005, Ricardo Lagos estampó su firma en nuestra Carta Magna, al introducir reformas relevantes. En una solemne ceremonia en el Palacio de la Moneda, el exmandatario pronunció palabras cargadas de sentido, que buscaban inscribirlo definitivamente en la historia patria: “Este es un día muy grande para Chile. Tenemos razones para celebrar. Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile”. Hoy, concluyó Lagos aquel día, “despunta la primavera”. Sin embargo, con el pasar de los años, su opinión habría de variar radicalmente. Esta semana, por ejemplo, aseveró como si nada que: “La Constitución, ilegítima en su origen, es la de Pinochet. Mi firma está en las reformas que la derecha permitió realizar” (negando, de paso, la esencia misma de la política, pues en democracia, se hace aquello que permite la configuración de fuerzas, y negando también que la Constitución vigente es muy diferente de la que fue promulgada en 1980).

Así, mientras Mitterrand logró consolidar instituciones, Lagos solo consiguió pronunciar un lindo —y obsoleto— discurso. Pueden aducirse muchos motivos para explicar este contraste. Por de pronto, Pinochet no es De Gaulle. Por otro lado, la Carta francesa permite mayor flexibilidad programática que la nuestra y, de hecho, la izquierda pudo llevar a cabo su programa en 1981 (aunque reculó al poco andar). Sin embargo, también se trata de una Constitución bastante rígida, virtualmente imposible de modificar sin el apoyo de la derecha. Sabemos también hoy que nuestro problema de la legitimidad constitucional era mucho más profundo de lo que supusimos el 2005, y que hacía falta algo más que la voluntad y el ego de Lagos para superarlo. Con todo, la pregunta subsiste intacta: ¿por qué Lagos elige renegar en lugar de contribuir a explicar?

La pregunta cobra renovado interés después de la última encuesta del Centro de Estudios Públicos. Allí queda claro que la confianza en todas nuestras mediaciones políticas está, literalmente, en el suelo. El cuadro es dramático, y deja poco espacio al optimismo: solo un 2% confía en los partidos; un 3%, en el Congreso, y el respaldo al Presidente es de un 6%. El voto voluntario y el cambio de sistema electoral no cumplieron con su promesa: la política está más lejos que nunca. El sistema entero parece estar invalidado para reformarse por sí mismo, porque no hay actores dotados de legitimidad para articular salidas. El descalabro es total, y será imposible salir de él si antes no hemos hecho un esfuerzo por comprender sus causas. En ese esfuerzo, las declaraciones de Lagos son sintomáticas: ¿qué esperar del resto de nuestros políticos si nuestro principal tribuno borra con el codo lo que escribió antes con la mano, prefiriendo sumarse al viento dominante en lugar de intentar conducir? ¿Cómo explicar un extravío tan profundo y generalizado?

Desde luego, no se trata de culpar exclusivamente a la centroizquierda. La escasa conciencia política de la derecha ha alimentado este cuadro, al llegar siempre tarde a todo. Si se quiere, la derecha nunca supo administrar políticamente su poder de veto, contentándose en una postura defensiva que le impidió proyectar. La ceguera en la que está sumido el Ejecutivo es ilustrativo al respecto: el Gobierno está, simplemente, a la deriva, sin más objetivos que evitar el naufragio. La derecha nunca se dio el trabajo de dibujar un horizonte de sentido, como si no pudiera entender los fenómenos sociales (en rigor, nunca entendió ni siquiera lo ocurrido en 2011: ¿cómo podría comprender el 18 de octubre?).

Ahora bien, la abdicación de Lagos es importante, porque refleja la incapacidad de toda la clase política de articular sus acciones con sus palabras. Si los políticos ya no dicen nada, aunque hablen mucho, es porque sus discursos carecen de consistencia interna. El problema no está en los cambios de opinión —Mitterrand tuvo mil posiciones a lo largo de su trayectoria—, sino en la incapacidad para conectarlos con nuestra experiencia vital, con nuestra experiencia política. Dicho en simple, Mitterrand sabía articular su propia historia allí donde Lagos solo alcanza a lavarse las manos buscando una pureza que (afortunadamente) nunca tuvo.