Columna publicada el 29.12.19 en El Mercurio.

Hace poco más de dos años, la derecha celebraba —eufórica— su triunfo en la presidencial. Con una coalición que parecía ordenada y un liderazgo aparentemente consolidado, el oficialismo se proyectaba al menos dos períodos ejerciendo el poder. La victoria electoral, se pensó, era la lápida definitiva sobre el proyecto de la Nueva Mayoría. Hoy, sin embargo, el contraste no puede ser más amargo y brutal: la derecha está sumida en una bancarrota cultural con pocos precedentes. El Gobierno, que dilapidó de modo asombroso su capital político, está condenado a la irrelevancia en el mejor de los casos. Es cierto que la oposición sigue fragmentada, pero eso solo complica más a La Moneda, pues no hay interlocutor con quien sentarse a conversar.

En este cuadro, la derecha enfrenta desafíos colosales. Puede decirse, sin exagerar, que en los meses venideros el oficialismo se juega su viabilidad política de los próximos decenios, y de allí la importancia de sopesar bien cada decisión. En estos momentos, Chile Vamos está dividido en torno a la paridad, pero esa discusión interna es una bagatela si atendemos a la pregunta constitucional de abril. Este tema tensionará al máximo a la coalición en lo que viene, porque se trata de una diferencia demasiado profunda. De hecho, uno bien podría preguntarse qué proyecto común puede subsistir entre personeros cuyas visiones sobre el marco institucional son tan distintas. Esfumado el liderazgo presidencial, y desaparecido el consenso en torno a la Constitución, los partidos de derecha tendrán que encontrar muy buenos motivos para explicarnos en virtud de qué principios permanecen unidos, más allá de la administración del poder.

Para (intentar) salir de este atolladero, la derecha debe realizar un ejercicio tan delicado como indispensable. Por un lado, urge hacerse cargo de aquello que durante décadas no se quiso ver: la modernización capitalista indujo tensiones que la política debe asumir y procesar. Si aún conserva alguna vocación de poder, la derecha debe estar en condiciones de decirle algo al país, y no operar desde la mera complacencia. Dicho en simple, es indispensable abandonar el progresismo ingenuo y optimista inoculado por los economistas en los años ochenta. Ahora bien, a partir de esto —y aquí viene la parte más difícil— es menester elaborar un diagnóstico propio, para no ceder a la tentación de plegarse sin más a las demandas de la izquierda. Si se quiere, aquí reside toda la desorientación oficialista, que oscila entre un inmovilismo ciego (“aguantemos y apretemos los dientes”, decía un destacado parlamentario de la UDI el 2011), y un entreguismo acomplejado que le concede todo al adversario (la manera en que se aceptó la paridad constituye un magnífico ejemplo). Sobra decir que ese entreguismo ha sido percibido por la oposición, cuyas posiciones maximalistas son cada vez más dominantes.

Para elaborar un diagnóstico específico, capaz de responder a la situación actual, es ineludible atender a ciertas fuentes intelectuales que han sido olvidadas. ¿Qué discurso tiene la derecha, por ejemplo, sobre la articulación entre territorio y población? ¿Por qué dejó de interesarse por la cohesión social, que fue siempre una cuestión relevante en su pensamiento? ¿Qué efectos tuvo su comprensión (errada) de la subsidiariedad? ¿Qué puede decirse hoy sobre la disolución de los vínculos sociales y familiares, y sobre sus consecuencias políticas? Dado que la izquierda tiende —paradójicamente— a suscribir una concepción antropológica individualista, al mismo tiempo que defiende la omnipotencia del Estado, queda un amplio espacio disponible para promover a la sociedad civil, las comunidades intermedias (que no son lo mismo que el mercado) y un tejido social vigoroso. Dicho de otro modo, hay lugar para defender una concepción robusta de lo público irreductible al Estado. Quizás no sea políticamente correcto recordarlo, pero no puede olvidarse que hace tan solo dos años el país le dio al oficialismo una mayoría electoral contundente. Hay allí algo a lo que recurrir, algo a partir de lo cual quizás sea posible emprender un trabajo de reconstrucción. Ahora bien, para lograrlo, es menester manejar con sumo cuidado las diferencias internas, convencer al Gobierno de sumergirse y ser prescindente —a estas alturas, no le cabe aspirar a más—, y, sobre todo, es ineludible reformular las categorías desde las cuales se piensa el mundo.

El ambiente se ha ido poniendo cada día más espeso. La oposición parece enteramente cooptada por sus versiones más radicales y moralizantes, que tienden a negar la pertinencia misma de la diferencia política. La tentación de muchos será el repliegue en las posiciones más duras. Así, el diálogo será cada vez más improbable entre sectores encerrados en sus propios solipsismos. En este contexto, Chile necesita más que nunca una derecha auténticamente republicana, la que, sin renegar de su identidad, sea capaz de ofrecer un discurso coherente al país, y que permita reconstituir los vínculos políticos severamente dañados. La responsabilidad que pesa sobre sus dirigentes es histórica.