Artículo de Cristóbal Rovira Kaltwasser, académico de la Universidad Diego Portales e investigador del COES, para la revista IES Punto y coma.

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Hasta hace poco tiempo, académicos y analistas pensaban que el populismo era un fenómeno propio de los países pobres y subdesarrollados, mientras que los países más prósperos parecían ser inmunes a la irrupción de fuerzas populistas. La falsedad de este lugar común es particularmente evidente hoy en día: basta reparar en la aparición de actores populistas en países tan diferentes como Alemania, Bolivia, Brasil, Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Hungría, Turquía, Suiza y Venezuela (por nombrar tan solo algunos). En otras palabras, pareciera ser que el populismo se está volviendo global, y todo indica que no se trata de un fenómeno pasajero.

¿Cómo podemos explicar la expansión de fuerzas populistas en tan diversos lugares del mundo? En este breve ensayo me interesa abordar esta pregunta. Mi intención no es ofrecer una teoría sofisticada sobre el tema, sino más bien plantear algunas ideas que nos ayuden a comprender la aparición de distintos tipos de populismo a lo largo y ancho del orbe. En términos simples, me interesa argumentar que si actores populistas han venido ganando terreno electoral en tan distintas latitudes, algún tipo de transformaciones debe haber sufrido la sociedad contemporánea para allanar el terreno al populismo. De ser verdadero este argumento, el siglo XXI estará marcado no solo por la consolidación de fuerzas populistas, sino que también por la disputa entre estas últimas y los partidos políticos convencionales.

Antes de continuar, resulta necesario ofrecer una aclaración conceptual. “Populismo” es una palabra que se ha vuelto de moda y que generalmente se utiliza para denostar todo aquel tipo de comportamiento político que se considera como maligno. Así, por ejemplo, en Europa se suele decir que el populismo es sinónimo de racismo y xenofobia, mientras que en América Latina comúnmente se define al populismo como irresponsabilidad económica y demagogia. Si bien es cierto que el populismo muchas veces —aunque no siempre— puede tener consecuencias negativas sobre el régimen democrático, poco nos ayudan las descalificaciones puramente normativas del fenómeno. Al definirlo a priori como algo “malo” se termina ofreciendo una conceptualización que implica un juicio moral antes que un término apropiado para comprender de qué se trata y cómo se puede estudiar en distintos lugares del mundo.

Para tratar de remediar esto, junto a mi colega Cas Mudde hemos venido elaborando una serie de estudios comparados que se basan en la siguiente definición: el populismo debe ser concebido como un discurso o una ideología que no solo plantea que la sociedad está divida entre un “pueblo íntegro” y una “élite corrupta”, sino que también argumenta que la política debe respetar a como dé lugar la voluntad general[1]. Definido de esta manera, el populismo es un conjunto de ideas compartido por ciertos grupos votantes y que es empleado por determinados actores políticos. Es por ello que podemos hablar de la existencia de una demanda por populismo de parte de algunos segmentos del electorado y de una oferta populista por parte de ciertas fuerzas políticas. La pregunta de fondo es por qué tanto la demanda como la oferta populista han venido creciendo en el último tiempo.

Parte de la respuesta a esta pregunta radica en procesos de transformación de la sociedad contemporánea, los cuales han terminado por allanar el camino para la irrupción de fuerzas populistas de variados colores. En términos más concretos, últimamente tres entidades que son centrales para el fenómeno populista han experimentado cambios significativos: el pueblo, la élite y la voluntad general. Tal como argumentaré a continuación, son justamente las transformaciones de esas realidades las que nos ayudan a comprender por qué el populismo no solo se ha vuelto cada vez más común en el mundo actual, sino que también probablemente terminará siendo un rasgo distintivo de los sistemas políticos del siglo XXI.

La transformación del pueblo: más educado y más empoderado

El régimen democrático descansa en la idea de que el pueblo es el soberano, vale decir, existe una comunidad política que es capaz de autogobernarse. Este principio de la democracia sigue siendo válido hoy, pero usualmente se pasa por alto que el pueblo actual es muy diferente al del siglo XX. Tal como ha mostrado el cientista político Russell Dalton, el aumento de los niveles educacionales de la población ha traído consigo un proceso de “movilización cognitiva”[2]. Como el mismo nombre lo indica, la noción de “movilización cognitiva” implica que los votantes manejan cada vez más información, y esto impacta en la forma cómo toman sus decisiones políticas. Antiguamente el peso de la tradición tenía una fuerza preponderante en la constitución de identidades políticas duraderas, las cuales se formaban en los inicios de la socialización política de los electores y se mantenían estables a lo largo del tiempo. Sin embargo, el aumento de sus niveles educacionales ha llevado a que los votantes se comporten, de manera creciente, como sujetos independientes que toman decisiones políticas en función de lo que está en juego en cada elección y de las conductas de los partidos políticos.

De hecho, las investigaciones en política comparada muestran que los niveles de identificación con los partidos políticos han venido cayendo en la gran mayoría de los países del mundo. Los votantes son cada vez menos fieles y estudian las ofertas existentes con mayor detenimiento. Una consecuencia directa de esto es que el pueblo de hoy monitorea con mucha más atención que antes las conductas de la clase política. Ejemplos sobre este tema abundan, pero una situación paradigmática al respecto se ha dado los últimos años en Alemania. En este país es usual que los políticos tengan un título académico de doctor (PhD), ya que se trata de una credencial que da prestigio y puede ser usada en las campañas para intentar demostrar erudición. Por mencionar sólo un ejemplo, la misma Angela Merkel   posee un doctorado en ciencias naturales. Lo interesante es que, desde hace un par de años, se han abierto una serie de investigaciones por plagio sistemático en las tesis doctorales de diversos políticos. El prometedor Karl-Theodor zu Guttenberg, del Partido Unión Social Cristiana de Baviera (CSU), tuvo que dejar su puesto de ministro de defensa y abandonar su carrera política cuando se demostró que había plagiado parte importante de su tesis doctoral en derecho. Años más tarde sucedió lo mismo con Anette Schavan, una conocida política del Partido Cristiano Demócrata Alemán (CDU), quien siendo ministra de educación del gobierno de Angela Merkel tuvo que dejar su cargo cuando su alma mater, la Universidad de Düsseldorf, estableció que Schavan incluyó en su tesis doctoral textos ajenos de forma sistemática y premeditada. Actualmente hay una investigación en curso contra Franziska Giffey, del Partido Social Demócrata Alemán (SPD), que detenta el cargo de ministra de la familia en el gobierno de Angela Merkel.

¿Sucede acaso que los políticos alemanes obtuvieron sus títulos doctorales de forma fraudulenta solo en el último tiempo? La respuesta es no, pues todo indica que esta ha sido una práctica sistemática por muchos años. Y probablemente sucede lo mismo con varias malas prácticas que han saltado a la luz pública en diversos países (basta pensar en el tema del financiamiento de la política en Chile y otros lugares del mundo). Lo que ha cambiado en el último tiempo es que la ciudadanía es más instruida, fiscaliza a las autoridades de manera mucho más sistemática que antes y cuenta, de paso, con la ayuda de medios de comunicación independientes que apoyan esta labor de fiscalización. En consecuencia, el pueblo de las democracias del siglo XXI es más demandante y está mucho más empoderado que el pueblo de antaño.

Visto así, es posible que pensar que el mismo proceso de “movilización cognitiva” explica, al menos en parte, por qué hay mayor demanda por populismo en distintas sociedades, y por qué algunos partidos políticos ofrecen un discurso populista para conquistar ciertos segmentos del electorado. No es casualidad, por ejemplo, que el partido populista de izquierda radical recientemente formado por Jean-Luc Mélenchon se llame “La Francia Insumisa”, ni que Donald Trump habitualmente haga referencia a la necesidad de “drenar el pantano” (drain the swamp), con lo cual alude metafóricamente a la necesidad de eliminar la corrupción y el exceso de burocracia que supuestamente impera en la política del país.

Elite: cada vez más alejada y desconectada del ciudadano promedio

La élite siempre se ha distinguido del pueblo, pues se define como un grupo selecto de personas que, por su condición económica, intelectual y/o política, se diferencia de la masa. Sin embargo, desde hace algunas décadas la distancia entre la élite y el pueblo ha venido creciendo de manera sistemática, debido en gran medida —pero no exclusivamente— al aumento de los niveles de desigualdad socioeconómica. Gran parte de las investigaciones académicas nos indican que la brecha entre ricos y pobres se ha venido ensanchando a una velocidad asombrosa en las últimas décadas, sobre todo desde la ejecución de reformas a favor del libre mercado que se llevaron a cabo desde los años ochenta en adelante. A modo de ilustración, me parece importante dar cuenta de algunos datos provenientes del célebre libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI[3].

Gracias a los datos recolectados y analizados por Piketty sabemos que entre 1950 y 1970 el decil superior (el 10% más adinerado) de la sociedad estadounidense poseía aproximadamente un 30-35% del ingreso nacional del país, mientras que hoy en día el decil superior en los Estados Unidos tiene aproximadamente el 45-50% del ingreso nacional del país. Si no sucede ningún cambio importante en los próximos años, de acá al año 2030 el decil superior acaparará aproximadamente el 60% del ingreso nacional estadounidense. A su vez, Piketty da cuenta que la progresividad fiscal para los sujetos de mayores ingresos y patrimonio ha venido disminuyendo de manera dramática a lo largo del siglo XX. Si bien es cierto que desde la década de 1940 hasta la década de 1970 tanto en el Reino Unido como los Estados Unidos la tasa superior del impuesto al ingreso estaba alrededor del 70 u 80%, esta cifra cae a la mitad después de la llegada al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en cada uno de estos países, respectivamente.

Si bien las cifras sobre aumento de la desigualdad que nos entregan Piketty y muchos otros autores son económicas, estas tienen un impacto significativo en el funcionamiento del sistema político. Quizás una de las señales más elocuentes se puede observar en la transformación de los partidos social-demócratas europeos. En el pasado, esos partidos se caracterizaron por defender políticas económicas redistributivas que descansaban fundamentalmente en el establecimiento de altas cargas impositivas a los segmentos más adinerados, financiando de esa manera un generoso estado de bienestar, capaz de otorgar una red de seguridad básica para la gran mayoría de la población. Esta imagen que tenemos de los partidos social-demócratas europeos cambia abruptamente en la década de 1990 con el surgimiento de la así llamada “Tercera Vía”. Esta corriente buscaba compatibilizar dos principios prácticamente imposibles de conciliar: por un lado, equidad, justicia y solidaridad social; por otro, reducción del intervencionismo del Estado en la economía y, en consecuencia, disminución de las tasas impositivas.

Por cierto que la ejecución de la “Tercera Vía” trajo de vuelta al poder a los partidos social-demócratas en países como Alemania (bajo el alero de Gerhard Schröder) y Reino Unido (con Tony Blair). Sin embargo, la transformación que sufrieron estos partidos es dramática, y no en vano están sufriendo una hemorragia electoral que parece irremediable. No solo dejaron de representar las ideas e intereses de sus principales votantes (el mundo sindical), sino que comenzaron a sufrir un proceso de aburguesamiento tal que terminaron alienando a una parte importante de su electorado. Para poner solo un ejemplo: es de conocimiento público que Francois Hollande, el presidente social-demócrata de Francia entre los años 2012 y 2017, tenía contratado a un peluquero que cobraba 10.000 euros mensuales aproximadamente; es decir, obtuvo unos 600.000 euros durante el gobierno de Hollande. Por su parte, tanto Gerhard Schröder como Tony Blair dedican hoy en día gran parte de su tiempo a asesorar grandes empresas, muchas de las cuales se han visto envueltas en prácticas de corrupción y de evasión impositiva.

En efecto, los estudios en política comparada demuestran que un segmento importante de quienes votan en Europa por los partidos populistas de derecha radical proviene justamente de electores desencantados con los partidos social-demócratas[4]. Se trata de sectores de la población que se sienten crecientemente desconectados de una clase política que no solo tiene alta capacidad adquisitiva, sino que también adhiere a valores cosmopolitas que son resistidos por ciertos grupos de la sociedad. Dicho en palabras simples, en la medida en que la clase política ha ido perdiendo su conexión con el parecer de la ciudadanía, han ido aumentando las oportunidades de que las ideas populistas le hagan sentido a ciertos segmentos del electorado que terminan votando por fuerzas populistas de distinto color político. Estas últimas, a su vez, no escatiman esfuerzos en exponer su autenticidad para así demostrar que ellas sí entienden el sentir de la mayoría.

Soberanía popular: democracias impotentes y liberalismo poco democrático

Sin duda alguna, la democracia del siglo XXI es diferente a la democracia del siglo anterior. Para comprender esto es importante detenerse un momento y reflexionar sobre el concepto. En términos simples, la democracia —cuya etimología indica que se trata del gobierno del pueblo— consiste en la combinación de dos principios: soberanía popular y regla de la mayoría. Mientras el primer principio indica que el poder político emana desde la sociedad y esta última es capaz de autodeterminar su devenir, el segundo principio establece que cuando hay disputas al interior de la sociedad se procede a dirimir mediante el voto para saber cuál es el parecer mayoritario. Ahora bien, en el pensamiento actual, y sobre todo en el mundo occidental, se suele plantear que el régimen político preferido es la democracia liberal.

¿Cuál es la diferencia entre la democracia a secas y la democracia liberal? En esta última no solo se da la combinación de los principios de soberanía popular y regla de la mayoría, sino que también existen un conjunto de entes autónomos —no controlados ni elegidos por el pueblo— que buscan proveer determinados bienes públicos. En cierta medida, la generación de estos organismos autónomos puede ser vista como una suerte de mal necesario para evitar el cortoplacismo y la potencial demagogia de los actores políticos. Bancos centrales, tribunales constitucionales y diversos organismos internacionales son ejemplos de este tipo de entes autónomos.

            Ahora bien, mientras más poderes obtienen estos entes autónomos menos poder tienen los políticos electos y, por lo tanto, menor capacidad de influencia tienen los votantes. Como bien lo planteó Robert Dahl[5] hace tres décadas, existe una tensión irresoluble entre el poder del electorado para determinar su devenir y la formación de organismos que no son controlados ni elegidos por el pueblo. Mientras mayores atribuciones adquieren estos últimos, menor peso tienen los ciudadanos al momento de gobernar. Este dilema, inherente a la democracia liberal, se ha venido acrecentando con el tiempo, ya que ha aumentado tanto la cantidad y como la capacidad de los organismos autónomos que no son controlados ni elegidos por el pueblo. Sin embargo, la gran mayoría de los actores políticos son poco conscientes de este dilema y se siguen presentando como figuras todopoderosas que, de ser electas, tendrían la capacidad para solucionar los problemas de la ciudadanía.

            Un ejemplo paradigmático y reciente de esta situación se puede observar en Europa, donde producto de la llamada Gran Recesión (la crisis económica que comenzó en Estado Unidos el año 2008 y tuvo repercusiones a nivel global) resultó necesario llevar a cabo drásticas medidas de austeridad para sanear las cuentas públicas. Particularmente involucradas en esta situación se vieron las economías de los países de Europa del Sur, en donde la así llamada Troika (el Banco Central Europa, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional) presionaron por la ejecución de drásticos recortes que tuvieron consecuencias dramáticas para vastos sectores de la población de dichos países. A su vez, los partidos políticos en el poder hicieron campaña diciendo que no iban a implementar políticas de austeridad y tampoco lo querían sus votantes, pero los gobernantes de turno se vieron obligados a actuar en contra de lo que prometieron y de lo que sus electores les pedían. En otras palabras, los organismos autónomos triunfaron por sobre el poder del pueblo y sus representantes, lo cual refleja hasta qué punto las democracias muchas veces pueden ser absolutamente impotentes, es decir, terminan haciendo justamente aquello que no quieren las mayorías y que es demando por un grupo de tecnócratas.

            No es casualidad entonces que las fuerzas populistas pongan sobre el tapete la pregunta de quién controla a los controladores[6]. Por cierto que se trata de un asunto complejo, en tanto los entes autónomos que no son elegidos por el pueblo pueden muchas veces terminar legislando a favor de determinados grupos poderosos antes que en beneficio de la mayoría. Es por ello que las fuerzas populistas usualmente elaboran una agenda democrática de corte iliberal capaz de disminuir aquello que escape de su control, mientras que los actores políticos convencionales no pocas veces adoptan posturas liberales —en la esfera tanto cultural como económica— que no son democráticas. Todo indica que la democracia del siglo XXI experimentará esta tensión entre democracia y liberalismo de manera cada vez más fuerte y, por lo tanto, no debiésemos extrañarnos que las fuerzas populistas seguirán siendo actores importantes en el devenir político del mundo.

Escenarios futuros

De ser verdad que los cambios estructurales en el pueblo, la élite y la voluntad general arriba indicados nos ayudan a comprender la irrupción de fuerzas populistas de variados colores, todo indica que el populismo terminará siendo un rasgo distintivo de los sistemas políticos del siglo XXI. Esto implica un serio desafío para los partidos políticos convencionales, que por décadas se acostumbraron a ser los únicos agentes dominantes del espacio electoral. Dado que el populismo logra conectar con un malestar existente en determinados segmentos de la ciudadanía, la clase política tradicional se ve obligada a repensar sus agendas programáticas. ¿Qué escenarios se abren frente a este nuevo contexto? A grandes rasgos, es posible bosquejar tres posibles escenarios que probablemente cada vez se harán más comunes a lo largo y ancho del mundo.

En primer lugar, existe la posibilidad de que partidos políticos convencionales sucumban al populismo; es decir, que terminen radicalizando sus propias posturas y hagan uso del discurso populista para (re)establecer una conexión con el electorado. Un claro ejemplo de este escenario es el caso de la evolución del partido FIDESZ en Hungría, el cual durante los años 1990 defendía una agenda conservadora convencional y es solo desde el triunfo electoral del año 2002 en adelante que Viktor Orbán adopta el discurso populista para atacar a sus oponentes y radicalizar sus posturas conservadoras. Un desarrollo similar observamos hoy en día en Estados Unidos producto del triunfo electoral de Donald Trump, puesto que el Partido Republicano ha puesto muy poca resistencia y, por lo tanto, cabe pensar que uno de sus legados importantes podría terminar siendo la transformación del Partido Republicano en una fuerza populista de derecha radical.

En segundo lugar, también es posible pensar en un escenario en donde los partidos convencionales sigan manteniendo su agenda programática sin grandes cambios, pero que están dispuestos a establecer coaliciones con fuerzas populistas que les aporten los votos necesarios para obtener una mayoría y así acceder al poder. Quizás el ejemplo más paradigmático de este escenario sea el caso de Austria, donde el partido democratacristiano (ÖVP) ha establecido por segunda vez una coalición con el partido populista de derecha radical (FPÖ). Mientras el primero busca avanzar en ciertas reformas económicas afines a su ideario a favor del libre mercado, el segundo se encarga de endurecer las leyes migratorias para así cumplir con una de las principales demandas establecidas en su programa electoral. Algo similar podría suceder prontamente en España, donde podría surgir una coalición de izquierdas entre el partido social-demócrata (PSOE) y el partido populista de izquierda radical (Podemos).

En tercer y último lugar, podría acontecer que los partidos convencionales mantengan su agenda programática y que simultáneamente fuerzas populistas de extrema derecha y/o izquierda se consoliden en la arena electoral. En este caso, el espacio político puede terminar transformándose en una batalla entre el establishment y los actores populistas. La situación política actual en Francia se asemeja bastante a este escenario, ya que en dicho país existen fuerzas populistas tanto de extrema derecha (Rassemblement national) como de extrema izquierda (La France insoumise) que se oponen a los partidos políticos tradicionales, incluyendo la agenda liberal del presidente Emmanuel Macron. Lo característico de este escenario es que el conflicto deja de articularse por la clásica división entre izquierda versus derecha y se manifiesta más bien en la disputa entre populismo versus anti-populismo.

Aun cuando estos escenarios resultan más plausibles en algunos países que en otros, todos se caracterizan por la relevancia que el populismo va a jugar en el siglo XXI. En consecuencia, resulta primordial comprender de mejor manera en qué consiste este fenómeno para, desde allí, entender su impacto en el desarrollo de las sociedades contemporáneas. El futuro estará determinado no solo por los votos que obtengan las fuerzas populistas, sino también por las posturas que terminen adoptando los partidos políticos convencionales. La dirección y el tipo de adaptación programática que se experimente pueden ayudarnos a prever las posibilidades y el modo de pervivencia de la democracia liberal.

Cristóbal Rovira Kaltwasser es sociólogo de la Universidad de Chile y doctor en ciencia política de la Universidad Humboldt de Berlín. Es profesor titular de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales e investigador asociado del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES). Algunos de sus principales temas de investigación son democracia, élites y populismo. Publicó, junto con Cas Mude, el libro Populism. A very short introduction (Oxford University Press, 2017), recientemente traducido y publicado en castellano por Alianza Editorial.


[1] Esta definición es crecientemente utilizada en la ciencia política y se conoce como el “enfoque ideacional” del estudio del populismo. Al respecto, ver entre otros, Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populismo. Una breve introducción (Madrid: Alianza, 2019).

[2] Rusell Dalton, Citizen Politics: Public Opinion and Political Parties in Advanced Industrial Democracies (Thousand Oaks: CQ Press, 2017).

[3] Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2014).

[4] Ver, entre otros, Jens Rydgren (ed.), Class Politics and the Radical Right (Londres: Routledge, 2012).

[5] Robert Dahl, Democracy and its critics (New Heaven: Yale University Press, 1989).

[6] Ver, al respecto, Cristóbal Rovira Kaltwasser, “The Responses of Populism to Dahl’s Democratic Dilemmas”, Political Studies, 62(3), 2014, pp. 470-487.