Artículo escrito por Manfred Svensson y publicado en septiembre de 2023, en el noveno número de la revista Punto y coma.

“Cada aborto en el país es una señal de que como sociedad estamos llegando tarde”. Así lo afirmaba la entonces presidenta Michelle Bachelet en su discurso del 21 de mayo de 2014, al presentar su proyecto de aborto en tres causales. No ha transcurrido todavía una década desde que pronunciara esas palabras, y en ese breve tiempo mucho ha cambiado. Entre otras cosas, la aprobación de dicha ley. No obstante, el cambio en la cultura ha sido con seguridad más profundo que ese cambio en la legislación. Su afirmación de entonces, después de todo, ubicaría hoy a la expresidenta muy lejos del discurso que se ha vuelto dominante respecto del aborto. Pero en ese tiempo, era normal que se usara un lenguaje franco respecto del mal implicado. Era nuestro eco local del aborto “seguro, legal e inusual” del que Bill Clinton había hablado en 1992. Incluso proyectos que rompían de modo manifiesto con esos límites —como el de aborto libre presentado por Guido Girardi en 2018— eran defendidos bajo el discurso de haber siempre luchado contra el “mal social” del aborto.

Un abismo separa ese lenguaje de la mirada que lo ha reemplazado. Si Clinton podía desear un aborto “inusual”, esa sola expresión es ahora tratada como un recurso que estigmatiza a quienes lo practican. El otrora “mal social” ha pasado a ser un elemento central de los llamados derechos sexuales y reproductivos. Así pretendió consagrarse en el experimento constitucional derrotado en septiembre de 2022, y así se ha buscado impulsarlo desde el Ministerio de la Mujer bajo el actual gobierno del presidente Boric. El aborto ya no sería señal de que “estamos llegando tarde”, sino un bien necesario para nuestro futuro, nuestra salud, nuestras carreras, nuestros derechos.

No se trata, desde luego, de que las cosas anduvieran particularmente bien una década atrás, pero resulta revelador que ya no haya espacio para el lenguaje que reconozca el mal social. No lo hay en buena parte de nuestra discusión pública. Tampoco en buena parte del feminismo. ¿Qué nos separa de ese momento en que era un lenguaje común? Hay, por lo pronto, un manifiesto cambio generacional en la izquierda. Pero nos separa también la masiva irrupción de un particular tipo de feminismo. Algunas décadas atrás, Sidney Callahan hablaba de la liberalización del aborto como una verdadera “traición al feminismo”. Hoy, en cambio, las voces de un feminismo contrario al aborto son tratadas como una aberración incomprensible por la mayoría de quienes participan del debate público sobre este tipo de asuntos. Si se tiene siquiera noticia de su existencia, es ahí donde se cree encontrar la traición.

Es en este punto donde hoy se sitúa la discusión más álgida sobre el aborto. También se lo puede y debe abordar, no está demás recordarlo, desde otros ángulos. No hay circunstancia que vuelva indiferente el estatuto moral del feto ni razón para dejar en segundo plano el tipo de acto que es el aborto. Pero hay razones de fondo para enfrentar su discusión en el plano que aquí tratamos. No se trata de que el feminismo sea la idea dominante ante la que todo deba justificarse. Sin embargo, es en este campo que ha habido un vuelco colosal, un cambio de opinión que se ha expandido también al conjunto de la sociedad. Se trata, además, de una ventana que permite observar algunos de los cambios que han tenido lugar dentro del feminismo mismo. Una adecuada mirada sobre la relación entre hombres y mujeres parece ser, cabe añadir, un elemento esencial para pensar alternativas al aborto.

Un asunto de mujeres y hombres

¿A quién compete la pregunta por el aborto? Esta es tal vez la primera pregunta que debemos abordar. Un lugar común de la discusión, después de todo, es que en esta materia solo puede tener peso la voz de las mujeres. Sin útero no hay opinión, o al menos no una que deba ser seriamente considerada. Por gruesa que sea esta posición, debe ser tomada en serio; y sobre todo, merece una respuesta razonada. Porque descansa sobre una intuición correcta: nadie puede ignorar nuestra asimetría en la reproducción. La crianza puede llevarse en conjunto, pero en la reproducción hay una asimetría radical: los hombres podemos acompañar en un embarazo o en un parto, pero no podemos vivirlo. No es raro, entonces, que la pregunta por el aborto toque más directamente a las mujeres. Sin embargo, se trata de una asimetría dentro de una pregunta que nos toca a todos. La asimetría es un hecho tan elemental como el hecho de que la vida humana procede de la unión de mujeres y hombres, y que su cuidado nos compete a todos. Una cultura que ignora ese hecho se ve rápidamente movida a desconocer la legitimidad no solo de los hombres, sino también de las voces de las mujeres que se oponen al aborto. Con un singular paternalismo, se las trata como mujeres que han internalizado el patriarcado, que desconocen sus propios intereses.

¿Pero cuántas son esas mujeres? Vale la pena dar un vistazo a dicha pregunta. En el caso norteamericano, la periodista Megan McArdle ha mostrado la notable ausencia de una diferencia según sexo en las opiniones sobre el aborto. Siguiendo estudios de cinco décadas se ha encontrado con el sencillo hecho de que las mujeres están tan divididas como los hombres respecto del aborto. Si en 1972 una gran mayoría lo apoyaba en caso de violación, tal mayoría era tan femenina como masculina; si se trataba de una mujer que no podía sostener más hijos, lo apoyaba un 46% de los hombres y un 44% de las mujeres; el 2012 esa cifra bajaba para ambos a un 40%, mientras que un aborto sin causales lo apoyaba ese mismo porcentaje de hombres y un 43% de mujeres. Sobra decir que, además de que las opiniones se reparten de manera pareja, las mujeres suelen ocupar un lugar igualmente central y apasionado a ambos lados del debate sobre el aborto. Dentro de esa discusión su voz puede ser especialmente pertinente, como notábamos antes, pero no es el hecho de ser mujeres u hombres lo que nos empuja a una u otra posición.

Este es un hecho difícil de digerir en nuestro ambiente, que considera más decisivo el influjo de una mirada femenina en estos asuntos. Pero la verdad parece ser que ante esta materia dicha diferencia es irrelevante. Tal vez mujeres y hombres tenemos maneras parcialmente distintas de llegar a nuestras conclusiones en esta discusión; pero las conclusiones a las que llegamos no dependen, en último término, de que seamos hombres o mujeres. Nuestro ideal de vida, nuestras creencias y visión de mundo, esos sí son ingredientes decisivos. Y este es parte de nuestro problema: el peculiar pluralismo hoy dominante está muy atento a la necesidad de que las diferencias de género, entre otras, estén bien representadas, pero no sabe bien qué hacer con las diferencias de visiones antropológicas, políticas, filosóficas o religiosas. Se tiende así a imaginar que las diferencias en ese tipo de visiones son un subproducto de las diferencias de género y que así se puede dar por sentado cómo pensará cada uno sobre materias como ésta. Sacudirnos de esa mirada es un primer paso elemental para enfrentar esta discusión con integridad intelectual.

Dos feminismos

Aterricemos esto en el feminismo. Hemos dicho que los seres humanos toman decisiones según grandes visiones políticas, morales o religiosas, y que es también eso lo que los mueve de modo principal ante el aborto. Pero esas visiones pueden no solo ser grandes filosofías omniabarcantes, sino visiones sobre algo más concreto como la vida de las mujeres. No es ningún misterio que de esas perspectivas también hay muchas. Distintas visiones de mundo aterrizan en distintos feminismos. Si antes hemos aludido a un feminismo contrario al aborto, en efecto, su oposición a este es en realidad un ingrediente dentro de una trama mayor. 

Tal vez no hay mejor modo de abordar hoy estas preguntas que al alero de la obra de Erika Bachiochi, una obra dedicada no al aborto, sino a los distintos modos en que han sido concebidos los derechos de la mujer a lo largo de los últimos dos siglos. En los inicios de la historia que ella relata destaca un feminismo que se puede caracterizar por los desafíos éticos que levanta tanto respecto de los hombres como de las mujeres. Dicho feminismo supone, por lo pronto, que los hombres son capaces de autogobierno y de servir a algo más que la gratificación de sus deseos. El argumento según el cual los hombres no podían controlar su sexualidad implicaba suspender toda exigencia de autocontrol, dejando como salida el aborto o el abandono y empobrecimiento de las mujeres. En lugar de aceptar esas salidas, hay aquí una apuesta por la posibilidad de la virtud masculina. Pero era un feminismo que también se planteaba ante las mujeres con exigencias: con exigencias de educación, por lo pronto, y también afirmando cierta soberanía sobre sus cuerpos como condición del autorrespeto. Estas son las condiciones para que pueda haber verdadero compañerismo en la unión entre una mujer y un hombre.

Estos acentos, en algún sentido elementales, tienen notables ramificaciones. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con un tema tan central como la afirmación de los derechos de las mujeres? No se trata para nada de una perspectiva ajena a las protagonistas de esta historia. La obra de Bachiochi lleva, de hecho, por título The Rights of Women, y celebra un movimiento que fue eficaz en la reclamación de tales derechos. Pero cuando se abordan las cosas dentro del marco que hemos descrito, se insertan esos derechos en una preocupación más amplia por bienes y virtudes necesarias para la  vida compartida. Y como hemos visto, estaban en juego no solo las virtudes de las mujeres, sino la exigencia de virtud entre los hombres. La oposición de este temprano feminismo al aborto tiene pleno sentido dado ese marco general: los padres, para feministas como Wollstonecraft (una autora muy importante en el ensayo de Bachiochi), debían asumir las consecuencias de sus actos; su feminismo impulsaba no el aborto, sino la paternidad responsable.

No se trata de que una o dos feministas se opusieran al aborto. Bachiochi es elocuente respecto de lo abrumadoramente mayoritaria que es esta tendencia hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX. Dentro de este largo trecho hay desde luego fluctuaciones. La práctica del aborto era, por lo pronto, medianamente extendida, por rudimentarios que fueran los medios a los que se acudía. Pero hay una notoria tendencia a su restricción un siglo atrás, en parte bajo la influencia del mayor avance científico en este campo. Un mayor conocimiento embriológico volvía poco sostenible otra posición. Se trataba, en cualquier caso, de una práctica en cuya creciente condena había una general convergencia, y las defensores de los derechos de las mujeres se sumaban de modo enérgico al rechazo del aborto y del infanticidio. Esta, vale la pena insistir, fue la norma hasta tiempos bastante recientes. Se trata de un contexto que llevaba incluso a instituciones como Planned Parenthood —hoy la gran multinacional del aborto— a presentar su causa como una de prevención del mismo.

El cambio que sobrevendría en los años sesenta puede explicarse por un conjunto de factores. Si el conjunto de la sociedad se volvió más individualista, no es raro que también dentro del feminismo esa tendencia se intensificara. Una mirada centrada en la dignidad de mujeres y hombres, en buscar las condiciones bajo las que pudieran florecer juntos y para que su convivencia fuera justa para las mujeres, dio paso a un muy distinto acento en la autorrealización. Es imposible, por otro lado, ignorar el efecto de la revolución sexual. Una creciente disponibilidad de anticoncepción podría reducir los embarazos no planificados, o eso al menos se afirmaba entonces como ahora. Pero el hecho es que esa disponibilidad modificó la cultura sexual sin por eso garantizar que tales embarazos fueran siempre evitados. Por lo mismo, contra lo profetizado, durante los años setenta las cifras de contracepción y aborto aumentaron de modo paralelo. Al menos en algunos contextos se ha vuelto impensable el seguir adelante con un embarazo que no fuera directamente buscado. No se trata, desde luego, de que haya vínculo necesario entre aceptar lo uno y lo otro. Personas con miradas opuestas respecto de la ética sexual pueden converger en su oposición (o aceptación) del aborto. Pero no tiene sentido ignorar por eso el vínculo histórico entre estos dos asuntos, un vínculo del que seguimos viendo manifestaciones. Recientemente, nuestro Colegio de Faramacéuticos propuso la falla de los anticonceptivos como una cuarta causal de aborto: su falla constituiría una vulneración de derechos sexuales y reproductivos. La nueva aproximación a la sexualidad tenía que incluir un seguro. 

Pero el cambio en las normas sexuales resulta importante también por otro motivo. Si el feminismo de cuño anterior había apostado por la capacidad de un control virtuoso en la sexualidad de los hombres, las cosas ahora ya no serían así. Una radical separación de las dimensiones afectivas, sexuales y reproductivas implicaba renunciar a esa apuesta. En una medida importante la revolución sexual de los años sesenta supuso dejar de lado la exigencia que el primer feminismo había levantado respecto de los hombres. La respuesta del feminismo hoy preponderante, sin embargo, ha sido enfrentar ese escenario simplemente buscando que también las mujeres puedan buscar ese sexo carente de consecuencias. En lugar de insistir en que las consecuencias deban ser llevadas juntos, una misma emancipación se predica para hombres y mujeres. Esto tiene consecuencias en distintos ámbitos. Por una parte, la completa separación entre el sexo y el potencial reproductivo lleva a potenciar prácticas sexuales de más alto riesgo. Y esas prácticas tienen costos que —como ha subrayado Louise Perry— tienden a caer desproporcionadamente sobre las mujeres. Pero tiene también las consecuencias que aquí nos ocupan: el aborto se ha situado así al centro de un proyecto, y su completa legalización es imaginada como un paso fundamental en la conquista de la libertad femenina.

No es solo que el aborto haya adquirido un cariz más positivo en el curso de este proceso. Toda la naturaleza del feminismo parece haber cambiado. En palabras de Bachiochi, “la implacable cruzada por el aborto” en el feminismo más reciente lo ha “situado de lleno en el lado de una economía individualista y consumista, hostil a las prioridades del hogar y la crianza”, y así diametralmente opuesto a los inicios del movimiento. No se trata, en efecto, de un nuevo paso en una serie histórica de conquistas, no se trata de la expansión de una visión original, sino del abandono de una ética del cuidado y de los deberes compartidos. 

El fondo

La historia ha tenido, sin embargo, una vuelta singular. Un feminismo puramente emancipatorio se terminó emancipando de la idea misma de que existen mujeres, de que nuestras diferencias tienen alguna importancia. Para la mentalidad resultante, una mujer es simplemente quien dice ser mujer. Todo esto tiene consecuencias algo curiosas. Es cosa de considerar el eslogan de Florynce Kennedy, que luego se ha repetido por décadas: si los hombres pudieran quedar embarazados, el aborto sería un sacramento. En algún sentido hemos llegado precisamente a ese resultado: ya no solo hay embarazadas, sino “personas gestantes”, y al mismo tiempo se ha pasado a tratar el aborto como derecho sacrosanto. Pero a ese resultado se llega a costa de las mujeres; a costa de los derechos de las mujeres, que dependen de que la categoría “mujeres” no sea arbitraria.

Por lo mismo, no es sorprendente que hoy se vuelva a un feminismo anterior, uno que no disuelve la categoría de “mujer”. En ese contexto se dan extrañas alianzas entre movimientos que, en otros sentidos, no podrían ser más distantes. Conservadores y adalides de un feminismo basado en el sexo pueden converger en esta elemental pero crucial preocupación. ¿Es posible esperar algo análogo en el caso del aborto? En algún sentido, al menos, estas discusiones se cruzan. El aborto, escribía Callahan, “vuelve el cuerpo de la mujer más parecido al del hombre”. Se puede así participar en la vida sin las desventajas de la asimetría reproductiva. De un modo distinto a la discusión sobre la transexualidad, la del aborto también levanta la pregunta por el modo en que nuestro orden social persigue la igualdad. Puede hacerlo adaptando el mundo laboral y social de modo que las singularidades de las mujeres no sean vividas como desventaja. O bien puede pedir a las mujeres liberarse de sus singularidades, para así participar y competir en dicho mundo. Esa ha sido en buena medida la apuesta reciente. 

El contraste con la tradición rescatada por Bachiochi es elocuente. En sus palabras, “en generaciones previas la defensa de los derechos de las mujeres pasaba por proteger el esencial trabajo de cuidado para que no fuese erosionado por un mercado invasivo y sus principios económicos materialistas. Un movimiento de mujeres que concibe el aborto como condición de la igual ciudadanía se ha rendido, de modo cabal, a la lógica de ese mercado”. Esto es particularmente llamativo si consideramos lo central que sigue siendo en el feminismo la ética del cuidado y la conciencia de nuestra dependencia. No se trata, desde luego, de que la interdependencia humana solo pueda afirmarse desde el feminismo. Pero es un hecho indiscutible que hoy la preocupación por la dependencia, y la ética del cuidado que acompaña a esa convicción, es empujada de manera enfática desde algunas de sus variantes. Pero eso no puede sino tener un efecto sobre el modo en que pensamos sobre el aborto. La vida humana dentro del útero es la forma más dependiente de vida. Para una parte de nuestra cultura, sin embargo, esto constituye uno de los argumentos para desestimar su derecho a protección: aunque haya derecho a la vida, se ha sostenido, eso no equivale a tener derecho al sustento necesario para esa vida. 

Notemos, finalmente, el modo en que la liberalización del aborto afecta el ambiente de responsabilidad compartida en torno a la crianza. También este punto es recogido por Callahan. “Una aproximación permisiva al aborto, concedida en nombre de la privacidad y derechos reproductivos de las mujeres, acaba ratificando la idea según la cual el embarazo y los niños son una preocupación privada de las mujeres”. Puede ridiculizarse este punto, como si con él se sugiriera que el aborto da a los hombres una excusa legítima para desentenderse del embarazo y la crianza. No, no la da. A ningún hombre individualmente considerado. Cabe también añadir que un gran número de hombres se desentiende de sus responsabilidades haya o no tal aproximación permisiva al aborto. Pero sería absurdo por estas razones ignorar el efecto que una norma tiene sobre el conjunto de la cultura. Una vez instalada una mirada y una retórica para justificar el aborto, es inevitable que eso repercuta sobre nuestra comprensión de la crianza. Y en este caso, refuerza un gran problema que ya tenemos. Este hecho, a su vez, debiera pesar sobre el modo en que miramos la relación entre ley y cultura en el conjunto de este debate. En buena medida, el ángulo desde el que hemos abordado el aborto asume la primacía del plano cultural: es ahí donde a largo plazo se resuelven, en una dirección u otra, estos asuntos. Pero la ley, como bien nos lo recuerda el punto de Callahan, es uno de los elementos decisivos de la cultura. Se trata desde luego de dimensiones que se influyen recíprocamente. Y si eso debe llevarnos a desconfiar de quienes creen que las leyes resolverán todos los problemas, del mismo modo debemos hacerlo de quienes asumen que sería un plano irrelevante. En eso, nuevamente, el aborto ilustra muy bien problemas más amplios de nuestra sociedad.

Manfred Svensson es doctor en filosofía por la Universidad de Múnich. Es investigador senior del IES y director del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes (Chile). Entre sus publicaciones, destaca el reciente ensayo Pluralismo. Una alternativa a las políticas de la identidad (IES, 2022).