Esta columna, de Pablo Ortúzar, publicada el 26 de noviembre de 2019 por Ciper ha sido seleccionada como finalista del premio Periodismo de Excelencia de la Universidad Alberto Hurtado en la categoría opinión. Los ganadores se darán a conocer la noche del jueves 28 de mayo.

Le pedimos a Pablo Ortúzar una reflexión a propósito del rechazo del gobierno del informe de Amnistía Internacional. Su respuesta fue este personalísimo y jugado texto que transita entre las razones, las rabias, los miedos y las esperanzas: ese cóctel que tienen muchas discusiones chilenas hoy. Argumenta que es comprensible la ira del ciudadano frente a los abusos que se observan de parte de Carabineros; pero insiste en que las personas pacíficas deben abandonar la calle, para que los encapuchados dejen de quemar el país. ¿Implica eso renunciar a las demandas justas? No. Condición previa, dice, es que los bancos, las AFP, las isapres y todos los que han abusado desde arriba y por décadas, sean puestos contra las cuerdas en serio, sin letra chica, de modo que las personas vuelvan a confiar en que alguien ha recogido su llamado y se va a hacer cargo.

I.

Mientras fui estudiante de antropología en la Universidad de Chile, a mediados de los dos mil, jamás entendí la función de los encapuchados del poco célebre Campus Juan Gómez Millas, en Santiago. Sabía que eran una mezcla de lumpen politizado con estudiantes radicalizados: gente criada en la violencia que la ejercía con naturalidad y burgueses convencidos de la legitimidad teórica de ella.

La épica de sus “salidas” era del todo absurda: emergían desde atrás, desde las canchas o desde ciencias, cargando basura para quemar en la calle y gritando consignas. La uniformidad de los sujetos que cubrían su cara era también algo irrisoria: todos con los mismos colores, trotando al mismo ritmo, como remedos de baja calidad de comandos militares. Su relación con el estudiantado, en tanto, era ambigua: normalmente nos gritaban que éramos “pura teoría”, asumiendo, primero, que ellos estaban haciendo algo así como la revolución, y, segundo, que nosotros –que estábamos acostados en el pasto tomando vino– estábamos teorizando sobre ella. Pero también, una vez que los bandos en disputa eran ellos y carabineros, muchos estudiantes se ponían de su lado.

Lo que seguía era hacer arder basura un rato en la calle “Los Presidentes” (antiguamente llamada “Ignacio Carrera Pinto”, cuya estatua seguía ahí, al comienzo de la calle, adornada con un “paco culiao” por parte de los encapuchados, que probablemente no reconocían el uniforme afrancesado utilizado por las tropas chilenas en la Guerra del Pacífico). Luego de un rato, los “capuchas” se escondían tras las rejas de la Universidad, en la medida en que veían aproximarse al grupo de fuerzas especiales que siempre tenía que hacerse cargo de estos eventos.

Lo que seguía era una especie de despliegue deportivo: carabineros tirando agua y lacrimógenas por un lado, encapuchados respondiendo con piedras y molotovs por otro. Si uno ya había desarrollado cierta inmunidad al gas del “zorrillo” podía tomar palco en alguno de los pisos del edificio de filosofía y humanidades (uno de los edificios de una “biblioteca central” iniciada en tiempos de la UP que nunca llegó a puerto). Desde ahí, como en los torneos de golf, se hacía un silencio cada vez que una molotov era arrojada, y luego había aplausos si es que lograba algún resultado espectacular. Este evento podía durar un buen rato antes de que los sin rostro se quedaran sin municiones y decidieran volver por donde habían salido, con su pasito saltarín que se pretendía marcial.

Nadie sabía dentro del Campus cómo detener esta violencia ritual en apariencia irracional (y también nos parecía raro a todos que el aparato policial fuera incapaz de identificar a quienes, mes a mes, salían a hacer lo mismo, una y otra vez). Ninguna autoridad quería tampoco dejar entrar a Carabineros, pues sabían que no harían distinciones entre encapuchados y estudiantes. Y también porque la reacción de los estudiantes podía generar una situación peligrosa. Esto generó una especie de tolerancia mediocre ante la práctica. Los “capuchas” eran tratados como las pelusas de los plátanos orientales que llenaban el patio cada primavera: un incómodo hecho de la naturaleza.

El castigo por esta mediocridad lo sufrió Filosofía y Humanidades: sus profesores, los únicos que se atrevían a enfrentar a los encapuchados de vez en cuando, terminaron siendo amenazados, humillados y agredidos. La última noticia que recuerdo al respecto fue que unos encapuchados le arrojaron bencina a uno de ellos, amenazando con prenderle fuego. El segundo hecho terrible fue la quema de libros de colecciones patrimoniales que estaban siendo trasladados de vuelta a la facultad. “En pleno siglo XXI”, como le gusta decir a la gente que cree que el paso del tiempo hace más morales a los hombres, vimos barricadas fabricadas con libros que habían sido parte de la colección personal de Ricardo Latcham y Mario Góngora.

Ahora bien, que las autoridades no dejaran entrar a carabineros no significa que no entraran. Lo hicieron varias veces, generalmente en la tarde. Nunca los vi apresar a un encapuchado, pero una vez se llevaron a un cabro mateo de antropología que se había ido a sacar fotocopias a filosofía porque ahí estaban “Los chunchos” que eran los fotocopiadores que cerraban más tarde. El pobre cabro terminó esposado a un borracho adentro de la “cuca”. Este tipo de fenómenos alimentaba la idea, entre muchos, de que los encapuchados, o parte de ellos al menos, eran carabineros.

Una vez, y sólo una vez en los cinco años que pasé en ese lugar, los carabineros atravesaron el campus desde Filosofía hasta Ciencias Sociales, persiguiendo a unos encapuchados. El piquete que entró se dispersó en la persecución de sus objetivos y dos de ellos llegaron a nuestra facultad. Los vimos venir hacia el puente de entrada desde todos los ventanales. Era un cálido día de primavera o verano. “¡Los pacos, vienen los pacos!”, se escuchaba desde los pasillos.

Muchos salimos rápidamente de las salas de clases (si no me equivoco, yo estaba en una sobre cerámica preincaica) y fuimos hacia la puerta, que sostuvimos en contra del par de “efectivos”, que sólo lograron introducir el cañón del rifle que dispara bombas lacrimógenas por la rendija que quedaba. Recuerdo la bota del policía que empujaba: una especie de armadillo verde. También recuerdo que temí que en el forcejeo se quebraran los vidrios de la puerta, caso en que nosotros, en polera y pantalones cortos, sacaríamos de seguro la peor parte.

Pero eso no ocurrió: una masa de estudiantes emergió desde Periodismo (la facultad de al frente, cuyo diseño siempre hizo pensar que se trataba de un refrito del ala nueva del aeropuerto de Santiago). El par de carabineros decidió emprender la retirada. Y fueron moviéndose espalda con espalda en medio de un mar de estudiantes (a los periodistas se sumó todo el mundo de Sociales, más gente de otras facultades).

Logré estar muy cerca de ellos mientras salían. Claramente estaban asustados. Y también muy acalorados. Chorros de transpiración corrían por sus caparazones mientras nos apuntaban con los famosos rifles de lacrimógenas y se movían hacia la salida de Ciencias, donde los esperaba el contingente completo de “cucas”, “zorrilos” y “guanacos”. Los gritos que los estudiantes usamos contra ellos, al igual que muchas otras veces, son casi irreproducibles por lo vergonzosos que resultan: la mayoría eran abiertamente clasistas. “¿Con qué puntaje querís entrar a la Universidad, paco culiao?” era el más suave. Pero no fueron físicamente agredidos de ninguna manera.

Una vez que el par de carabineros se vio con la espalda cubierta por el resto de la fuerza represiva y a una buena distancia de la masa estudiantil, ocurrió el desastre: comenzaron a dispararnos lacrimógenas. No al aire. No al suelo. Directamente al cuerpo. Un compañero de curso me gritó “cuidado weon” y me empujó detrás de uno de los famélicos árboles del patio, mientras pasaban silbando los cilindros metálicos al lado nuestro. Y, de pronto, en el lugar donde estaban congregados la mayoría de los estudiantes, se hizo un silencio sepulcral. Una de las bombas había golpeado en la cabeza a una compañera de Antropología sólo un par de años mayor que yo. Estaba tirada en el suelo, pálida, inconsciente. Pero viva. Fue retirada usando una mesa como camilla, porque no había camillas (el equipo de primeros auxilios eran un par de aspirinas vencidas) y llevada a la posta cercana.

Lo que siguió esa tarde fue una locura. Todos los estudiantes que nunca habíamos participado de las actividades de los encapuchados ni avalado su estúpido show terminamos, por horas, tirándoles piedras a carabineros. Con odio. Si hubiera tenido un arma, no habría dudado en usarla. El enfrentamiento, por supuesto, fue de lo más absurdo, pero nosotros estábamos dispuestos a todo, a pesar de que no teníamos nada con qué dar la pelea. Recuerdo a un amigo colgado de la reja gritando “pacos culiaos” mientras el chorro del guanaco le daba de lleno. Mi gran obra, además de tirar las piedras más grandes que encontré –que no eran muy grandes, y que bien pueden haber terminado pegando en alguna reja o árbol- fue ayudar a cerrar esa misma reja –que había quedado chueca por los golpes del guanaco y ya no corría por su riel- para evitar que carabineros pudiera entrar de nuevo al Campus. Cosa que quizás ni querían hacer.

Poco después durante ese verano, al preguntar a una autoridad del gobierno de Bachelet por este asunto, la respuesta que obtuve fue la versión oficial de Carabineros: ellos estaban persiguiendo a un grupo de encapuchados, una turba de estudiantes se cruzó en el camino en actitud desafiante, y hubo que hacer una retirada estratégica. Nada se mencionó de los disparos al cuerpo, por supuesto. Pero sí quedaba clara una cosa: a los ojos de esos carabineros, nosotros éramos asociados de los “capuchas”. Además, claro, de universitarios cuicos hijitos de papá. Y con gusto nos habían reprimido.

II.

He pensado mucho en este episodio durante los días de esta revuelta. Chile, desde hace rato, ha ido siendo conquistado por el espíritu de ese Campus a veces conocido como “Gómez Mitjans”. Una mezcla de individualismo liberal extremo, asambleísmo y vago utopismo político. La indocilidad de “espinosos sujetos” neoliberales frente a toda autoridad, que antes era una locura endémica de Macul con Grecia, se volvió moneda de cambio común en demasiados otros lugares. Y fueron esos sujetos los que fueron agredidos torpemente el viernes 18 de octubre por parte de carabineros, y luego por militares.

Uno de los graves errores de la derecha al gobernar es su convicción de que los hechos se explican solos. Esto ocurre porque los hombres prácticos entienden así el mundo. Eso, al gobernar, los vuelve monos con navaja. ¿Sobreentendimos todos los chilenos que el ataque coordinado a toda una línea del metro de Santiago era un acto gravísimo, calificable como terrorista? ¿Sobreentendimos que dicho acto estaba siendo leído, desde el Estado, prácticamente como un acto de guerra? La respuesta es no. Nadie lo explicó así desde el gobierno. Nadie puso los puntos sobre las íes. Por eso, cuando Piñera salió a hablar de “guerra” contra un enemigo “poderoso” e indeterminado, y cuando los militares fueron sacados de sus cuarteles, la mayor parte de la población –incluyendo a toda la que estaba en la calle- entendió que la guerra era entre el gobierno y la protesta social. En ese momento la carrera política del Presidente se fue por la cañería, sólo por asumir que todos estábamos entendiendo las cosas igual que él.

El drama que sigue, en la calle, es parecido a una repetición infinita de esa tarde veraniega en Gómez Millas. Gente –millones de personas– que sale a protestar en forma más o menos indeterminada contra los abusos generalizados. Indignados pacíficos, digamos, que son luego agredidos de manera vil por carabineros. No siempre, no la mayoría de las veces, pero las suficientes como para enardecer el corazón de todo el mundo. Los “capuchas” que quemaron el metro, y que siguen quemando la mitad de Chile, entonces, lograron lo mismo que los “capuchas” de JGM: poner a una masa de manifestantes pacíficos entre ellos y las fuerzas represivas. Y usarlos como una especie de escudo humano. El conflicto con Carabineros y con Piñera, entonces, se volvió personal para muchos. Y es comprensible: cada abuso policial se convierte en cientos de personas dispuestas a darlo todo contra las fuerzas especiales. Y cada nueva actuación de las fuerzas especiales genera el escenario para nuevos abusos. La espiral, en teoría, no tiene fin.

Le pido al lector que se ponga, por un momento, en el lugar de alguien que presencia un acto de abuso policial en contra de un conocido o de un desconocido claramente débil y pacífico ¿Cuál sería su reacción natural? ¿Qué estaría dispuesto a hacer? Por mi parte, que viví una vez ese proceso de transformación que produce la agresión injusta, entiendo que muchos quieran dejar la vida en la calle luchando contra Carabineros. Que lleguen a sus casas pensando cómo combatirlos de manera más eficaz. Y que ya no les interese demasiado el desenlace final o la orientación de todo esto.

Por lo demás, en la calle se produce otra alquimia. Los sujetos radicales, que viven normalmente en el aislamiento de la competencia capitalista, cada uno cuidando su ranchito y sin hablar entre sí, experimentan una eléctrica solidaridad frente al enemigo. De pronto, el otro, que sólo ayer odiábamos, parece un ser benigno, alguien igual a uno y sometido a los mismos abusos. Y el sujeto neoliberal siente el raro sabor de la comunidad. De una comunidad, además, en lucha. Esto se presta para miles de pequeños gestos de fraternidad y compromiso que van arrastrando y fijando la posición de cada uno dentro del escenario. Cuando la comunidad de lucha generada es demasiado espesa –como en las tomas de Casa Central de la Chile- disolverla es sentido por sus miembros como una expulsión injusta del paraíso. Nadie quiere, después de suficiente tiempo, abandonar esa pequeña épica donde cada uno es el Ché Guevara o Tania la guerrillera y volver a sus aburridas vidas.

Mientras tanto, los grupos frente a los cuales nuestra democracia lleva décadas mirando hacia el lado, hacen gala de su impunidad criminal. Narcos, barras bravas, bandidos de toda laya, lumpen sacado de las cárceles y muchos niños del Sename, los olvidados de la democracia, arrastrados por la violencia de estos otros grupos. Todos dedicados al saqueo y al incendio. Todos usando como pantalla a los manifestantes pacíficos. Y, al igual que pasaba con los “capuchas”, parecen ser los menos agredidos y apresados por carabineros, al punto de que muchos en las calles –y varios alcaldes, al parecer- piensan que cada nuevo incendio o saqueo fue o bien ejecutado o bien abiertamente tolerado por las fuerzas del orden.

La guinda de la torta ha sido el rechazo cerrado al “informe” de Amnistía Internacional por parte del gobierno (el cual, luego de las críticas gubernamentales, la misma institución aclaró que era una “declaración preliminar”). Dicho “informe” describe y constata muchos de los actos abusivos por parte de Carabineros que hemos conocido a lo largo de estos días. Sus conclusiones, eso sí, caen claramente en licencias poéticas al calificar la violencia. Es decir, hay abusos retóricos en ellas: los hechos ocurridos y descritos no son suficientes para llegar a ser puestos razonablemente bajo los adjetivos con que quien redactó el informe quiso ponerlos. Hechos puntuales de abuso son convertidos por la magia de la palabra en políticas de Estado generalizadas. Sin embargo, ninguno de los hechos puntuales descritos –que son violaciones evidentes a los derechos humanos- parece ser falso.

Luego, lo razonable era que el gobierno rechazara las exageraciones de la retórica del informe, pero no el informe completo. Informe que, por lo demás, nadie en la calle ni en casi ninguna parte leyó ni va a leer, generando el rechazo total del gobierno, en cambio, la sensación de que ellos negaban olímpicamente que hubiera habido violaciones a los derechos humanos en el curso del estallido social, lo cual es manifiestamente falso. El gobierno actuó, nuevamente, bajo el supuesto de que todo el mundo habría leído o escuchado el informe o declaración y entendería que lo condenado era la exuberancia retórica y la imprecisión conceptual, y no el hecho de que se denuncien violaciones a los derechos humanos que, por otro lado, el mismo gobierno ha reconocido de manera imprecisa y titubeante.

El desastre, en suma, se vuelve total: por impericia política del gobierno, falta de profesionalismo de Carabineros, negligencia de la oposición y desinterés histórico por lo que se escondía bajo la alfombra de nuestro desarrollo, hemos terminado atrapados en una dinámica que no parece tener solución. Mientras haya carabineros, manifestantes y delincuentes en las calles, la violencia no va a parar. Nuestro sistema político hoy no tiene legitimidad para demandar a ninguno de los involucrados que recapacite. Y no es claro que ninguno quiera irse para la casa: como el escorpión y la rana, todos reacciona según les resulta más natural. Y el resultado es ir, de a poco, convirtiendo el país en cenizas.

III.

No quiero terminar otra columna advirtiendo que el realismo político indica que si esto no es resuelto luego por los civiles, los militares terminarán, quiéranlo o no, a cargo. Y que eso significa muertos y un trauma social que nos acompañará por décadas. Eso creo que lo sabemos todos a estas alturas (aunque lo evidencio para no caer en el mismo error que el gobierno).

Estos días me ha tocado conversar con muchas personas unos diez años menores que yo (es decir, gente de alrededor de 25 años) que razonan con un ingenuo cinismo que me sorprende profundamente. “Sin la violencia, no habríamos conseguido nada”, me han dicho, asumiendo que las cosas conseguidas están “firmes” y que si la violencia sigue, seguirán consiguiendo cosas. Como si se tratara de una especie de técnica neutra, que puede ser aplicada una y otra vez con los mismos resultados. Varios me han preguntado, con total candidez, qué haría falta para una revolución. Es decir, para lo que ellos parecen entender como un “reseteo” completo de un sistema que no les gusta, aunque no militen en ningún partido ni tengan mucha claridad de con qué reemplazarlo. Los partidos políticos, en su mente, son absolutamente despreciables y nada más. Lo dicen sin rabia ni odio. Como un hecho de la naturaleza. Y como pensando que la democracia, después de todo, podría seguir existiendo sin ellos, quizás hasta de mejor manera.

En otras palabras, su cinismo para justificar la violencia luego se transforma en la ingenuidad más idealista respecto a lo que implica un escenario de violencia desatada, donde los partidos políticos ya no tienen autoridad ni control. He llegado a pensar que estos jóvenes creen que los derechos humanos realmente son una especie de manto sagrado impenetrable, que los protege con independencia de la situación política. Es como si pensaran que, de hecho, se puede hacer la revolución sin mayores abusos en contra de nadie. Como si la brutal historia de violencia de la humanidad fuera una cosa del pasado, algo que hoy sólo sirve para escribir guiones de series de televisión digital. Como si la justicia de sus buenas intenciones les asegurara un triunfo obvio e incruento.

Cuando hablan de sus padres, para peor, suele ser con condescendencia. “Esos viejos locos”. Gente que no entiende nada y que parece vivir asustada de fantasmas absurdos, como si la experiencia de la dictadura militar los hubiera inhabilitado para opinar de política, y todas sus advertencias fueran meras expresiones de trauma, en vez de experiencia. Es decir, como si ellos, los jóvenes de hoy, estuvieran convencidos de vivir en una época en que los males del pasado evidentemente no pueden volver a ocurrir. Una época mucho mejor. Con gente mejor, ideales mejores y ningún riesgo real. Una época en que hacer caer a un presidente democráticamente elegido mediante protestas callejeras en un país latinoamericano le entregará, por fin y directamente, el poder al pueblo. Sin mediaciones, sin engaños, sin democracia ni, por supuesto, dictadura.

Temo, entonces, que las balas los despierten de su sueño. Las mismas balas que ellos gritan que “se van a devolver” sin entender que todavía no las han recibido. Y, especialmente, sin entender que los que las recibirán no serán probablemente ellos, los niños educados que sienten que el mundo no puede hacerles daño, sino sus compañeros de lucha más débiles. Temo lo mismo que teme el ex canciller socialista Gabriel Valdés en su comentada intervención, y me pegunto si no habrá una mejor manera de aprender sobre el valor de la democracia, los partidos políticos y la paz. Es difícil, porque claramente nuestro sistema democrático le falló a las esperanzas populares. Pero tiene que existir alguna forma.

IV.

No quiero terminar, tampoco, sin proponer soluciones o medidas tendientes a arreglar las cosas. Me niego a pensar que lo único que puedo hacer son diagnósticos y contar historias de eventos que me parecen similares aunque en distinta escala. Si lo hago es porque pienso que en ellos puede haber alguna clave, que alguna ampolleta pueden prender. Trato de hacerme eco aquí del esfuerzo del periodista e historiador Alfredo Sepúlveda y de recoger el pañuelo de sus advertencias.

Lo primero es que La Moneda y todos los partidos políticos deben entender de una vez la dinámica de la violencia callejera. Cómo se alimenta y cómo se apacigua. E intentar contenerla mediante la búsqueda de mayores acuerdos. Ese camino ya empezaron a recorrerlo pero hay que ampliarlo: es hora de que todos los partidos democráticos entiendan la gravedad de los hechos y se unan, como ocurrió en el Reino Unido durante la Segunda Guerra, para salvar el orden democrático. Es evidente que hubo una reacción de la calle al acuerdo logrado respecto a la constitución. Hay que seguir construyendo ese camino. No hay otro. De esto saldrán todos los partidos vivos y renovados, o no saldrá ninguno de ellos.

Si el poder civil se vuelve un bloque, entonces el poder militar y de policía le volverá a tener respeto. Esto es importante, puesto que en esa misma medida se aleja la posibilidad de un régimen militar de transición, por un lado, y también se recupera control de Carabineros. El primer acuerdo al que debe llegarse ahora, antes de seguir avanzando en los temas constitucionales, es sobre seguridad pública. El poder civil debe rayarles la cancha tanto a Carabineros como a manifestantes. Y debe hacerlo aunque tengan miedo de que ya ninguno de esos grupos los respete. Si algo enseñó el acuerdo constitucional es que el respeto y la legitimidad no se pierden para siempre, sino que se ganan con acciones concretas. Los representantes no deben dejar de representar y arrojarse a los brazos del tumulto. Su deber patriótico es seguir cumpliendo la función que la democracia les asignó.

Parte del acuerdo debe incluir el reconocimiento de los casos existentes de violaciones a los derechos humanos y la promesa de que ellos no quedarán impunes. También un llamado a la población a dejar de marchar y ocupar las calles, destacando que las razones del estallido están siendo procesadas por el aparato democrático y que, aunque las reformas obviamente tomarán algunos años, la voluntad y el mandato de transformación evidentemente ha sido recogido por el sistema político. Para que esto sea cierto, es necesario, ahora, presentar reformas que le duelan donde deben dolerle tanto a las AFP como a las Isapres, los laboratorios, los bancos, el retail y las farmacias, así como a las reparticiones del Estado que no están cumpliendo bien su función, o no están cumpliendo función alguna. El gobierno debe mostrar que entiende que la gente no quiere simplemente meterle más plata al mismo sistema por el que se sienten abusados: que deben haber cambios de fondo. Debe destacarse que, a estas alturas, el funcionamiento mismo de la democracia depende de esto.

Aclarar, por último, que la coerción estatal deberá necesariamente subir de grado y aumentar su fuerza en contra de quienes hagan desmanes para poder terminar con los actos de saqueo e incendio. Y que esa violencia legítima tiene un respaldo transversal, en la medida en que mantenga su foco en los delincuentes y su intensidad no traspase abiertamente el umbral de los derechos humanos. Advertirle a narcos, violentistas, barrabravas y otros que, así como no habrá impunidad en cuanto a las violaciones a los derechos humanos, ellos serán perseguidos hasta el final de los días. Y castigados con toda la fuerza que la ley permita. Y que si es necesario utilizar la fuerza militar en su contra, una vez que hayan sido identificados y aislados, así se hará. Hacerles sentir que se acabaron las miradas hacia el lado.

La declaración de este acuerdo debe ser en cadena nacional e incluir a todos los políticos posibles. A partir de ella debe lanzarse una campaña nacional, parecida a una campaña electoral, financiada por todos los partidos y por el ejecutivo, redoblando el llamado, aclarándolo en sus detalles, y convocando a los civiles a salvar la democracia. En ella deberían participar también civiles destacados de las distintas áreas, con distintas tendencias políticas. Necesitamos una campaña política para salvar la política. Una especie de Teletón, pero de la República.

A mi imaginación, cansada luego de más de un mes durmiendo a saltos, no se le ocurre otra cosa. A lo mejor algún lector, si ha tenido la paciencia de llegar hasta acá, es visitado por mejores musas.