Columna publicada el 26.07.19 en La Tercera PM.

Como era previsible, durante 2018 se conmemoró ampliamente el 30º aniversario del plebiscito del 5 de octubre de 1988, el recordado triunfo del “No”. Conviene tener presente, sin embargo, que el retorno a la democracia fue pavimentado también por otro plebiscito –un referéndum, en rigor–, que igualmente cumplirá tres décadas. El 30 de julio de 1989 acudieron a las urnas más de siete millones de personas (de siete millones y medio de ciudadanos habilitados), para pronunciarse sobre un paquete de 54 reformas constitucionales acordado entre la oposición democrática y el régimen de Pinochet. En este caso ganó el “sí”, alcanzando el 91.25% de los votos.

Entre otros cambios –y más allá de las deudas pendientes–, estas reformas suprimieron el requisito de dos parlamentos sucesivos para aprobar modificaciones constitucionales; reconocieron los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Chile; terminaron con el exilio; eliminaron el polémico artículo 8º; aumentaron el número de senadores electos; y redujeron ciertas facultades presidenciales, como la de disolver la Cámara de Diputados.

Pero la relevancia de este segundo veredicto popular en el amanecer de la transición no se explica sólo por los cambios específicos que se introdujeron (aunque tampoco cabe menospreciarlos, considerando el contexto de la época). Su importancia tampoco se agota en la cantidad de votantes (aunque ya quisiéramos contar hoy con esos niveles de participación electoral). La cuestión es más profunda. Tal como explicara Samuel Valenzuela –un crítico de la dictadura–, en virtud de este plebiscito “la Constitución Permanente de la Democracia Protegida que salió del despacho de Pinochet diez años antes nunca entró plenamente en vigencia”. En efecto, Augusto Pinochet gobernó entre 1981 y 1989 con las disposiciones transitorias, no con el articulado permanente del texto aprobado por la Junta Militar en 1980. Por su parte, Patricio Aylwin asumió la presidencia con una carta constitucional ya reformada y plebiscitada por la ciudadanía.

En otras palabras, en el Chile democrático jamás rigió la “Constitución del 80” como tal.

Tanto o más relevante que lo anterior fue la convocatoria al pueblo chileno, para ratificar el orden constitucional que sostendría los primeros años de la transición. Se trata de un hecho destacado tempranamente, a comienzos de los 90, por diversos opositores al régimen de Pinochet. Mientras Tomás Moulian describió este proceso —no sin pesar— como “una exitosa operación de relegitimación de la Constitución”, Renato Cristi expresó que ya entonces podía argumentarse que ella adquirió legitimidad democrática a posteriori, bien por las reformas constitucionales aprobadas y plebiscitadas en 1989, bien por el reinicio de las funciones del Congreso Nacional.

En la misma línea se ubican los planteamientos de Alejandro Silva Bascuñán, probablemente el constitucionalista chileno más destacado del siglo XX, y quien había manifestado públicamente sus diferencias con Pinochet. En palabras del recordado profesor de la UC, fue “mérito indiscutible del cuerpo electoral, en expresión auténtica de la voluntad de la gran mayoría de los chilenos de convivir en la vigencia del principio democrático, haber transformado la imposición de un texto en una nueva estructura constitucional firmemente ratificada por la ciudadanía”.

Considerando que el debate constitucional regresa cada cierto tiempo, y que él no siempre se caracteriza por el rigor histórico, es pertinente reflexionar sobre el significado del plebiscito de 1989. Después de todo, con esta consulta popular comenzó la evolución democrática que explica la fisonomía de la Constitución vigente hoy. Recordarlo, además, ofrece una oportunidad política para aquellos sectores que busquen mirar con honestidad las luces y sombras del pasado reciente de Chile. No es exagerado afirmar que, tal como la transición en general, se trata de un legado vacante y disponible para quien logre reivindicarlo.