Columna publicada el 25.11.19 en El Mercurio.

Siguiendo una dinámica implacable, cada día que pasa la violencia gana más terreno y copa más espacio. En un principio, la masividad de las protestas sociales opacó la violencia inicial que azotó al metro aquel viernes 18; pero, cinco semanas después, el péndulo avanza en la dirección inversa: la violencia está opacando la masividad de la protesta. Todo indica que hay un esfuerzo organizado de desestabilización en el que confluyen, entre otros, el narcotráfico, las barras bravas y cierta izquierda radicalizada. Frente a esa amenaza, el sistema no encuentra una respuesta. Está paralizado.

El momento es decisivo. Si no somos capaces de detener la lógica, esto seguirá empeorando. La clase política ha tocado varias teclas intentando dar con un cauce, y nadie podría negar que los esfuerzos han sido importantes (aunque, es cierto, tardíos). Tenemos un itinerario constitucional en marcha, hay acuerdos ambiciosos en materia social, y no han faltado medidas simbólicas. Es obvio que se puede seguir avanzando, pero el trecho recorrido es significativo. Sin embargo, la violencia persiste, y de modo cada vez más brutal. Hay algo que está escapando a nuestro radio de acción, y las salidas que quedan disponibles (si las hay) no son muy estimulantes. El sistema está ciego frente a un fenómeno que ignora y, peor, no sabe cómo enfrentar.

¿Qué hacer con la violencia que nos asola? ¿Qué pueden hacer nuestras instituciones liberales, corroídas por el escepticismo posmoderno, frente a ella? ¿De dónde viene esa rabia incubada en nuestras ciudades, en nuestros barrios y en nuestros colegios? ¿Qué motivos pueden explicar una anomia tan radical? ¿Cuáles son los puntos ciegos de nuestro mundo que permiten el surgimiento de ese furor? Cada una de estas preguntas merece ser formulada con el mayor rigor posible, porque lo acontecido conserva una dimensión muy misteriosa. Hay lugares de Chile —Valparaíso, Concepción, la periferia de Santiago— que están más cerca de la descripción hobbesiana del estado de naturaleza (una vida solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve) que de la civilización occidental. Como sugería Maquiavelo —quizás el autor que más profundamente ha pensado el fenómeno—, este tipo de violencia busca indeterminar nuestro orden social y descuajarlo por completo, para retrotraernos a una especie de miedo original. De allí el nihilismo implícito: no hay nada que conservar, todo merece ser destruido. No hay horizonte de sentido, porque el orden social es visto como pura opresión y dominación ilegítima. Solo desde las cenizas podrá emerger un mundo mejor. Por cierto, todo esto es absurdo y contraproducente; y basta recordar que la violencia tiende a generar su contrario mimético (que se llama resaca autoritaria). Después del caos, siempre viene el orden.

La pregunta relevante es, entonces, quién proveerá ese orden. Y aquí nos enfrentamos con un problema que, me temo, se va a tomar nuestra agenda en lo que viene. El Estado posee el monopolio de la fuerza, pero enfrenta cada vez más dificultades para cumplir con esa misión fundamental. En este plano, sus carencias no dejan de impresionar. No hubo inteligencia capaz de prever lo sucedido (hasta el día de hoy, el Estado de Chile no sabe quiénes tenían la logística, el método y el financiamiento para quemar la red de metro). El aparato público tampoco ha sido capaz de desarticular a los grupos que operan impunemente en nuestras calles (como los camiones que descargan escombros en Plaza Italia para preparar las barricadas). No hay control efectivo de los disturbios ni de los saqueos y, muchas veces, los métodos utilizados no son los adecuados.

En suma, la policía parece haber perdido toda legitimidad y eficacia para usar la fuerza. En parte, porque no sienten el respaldo necesario; en parte, porque su preparación es deficiente, y en parte, porque simplemente no dan abasto. El resultado es que no contamos con un cuerpo policial capaz de controlar la situación. Podemos culparlos a ellos —y en ocasiones será con razón—, pero tampoco podemos negar que los carabineros son solo el último eslabón de una larga cadena de errores acumulados. Por mencionar solo dos ejemplos, el Estado no ha querido intervenir las barras bravas ni el Instituto Nacional, prefiriendo mirar de lejos. Nuestras sucesivas renuncias explican nuestra impotencia actual. Es cierto que al Gobierno le cabe la primera responsabilidad, pero este problema atañe a muchos: a quienes miraron en menos el papel del aparato público, a quienes no quisieron ejercer un control real sobre la policía, a quienes minimizaron nuestras carencias sociales y la anomia implícita, a quienes toleraron distintas formas de violencia, a quienes alentaron las tomas y, en definitiva, a quienes negaron la conexión íntima entre todos estos fenómenos.

Lo único seguro, a estas alturas, es que no hay horizonte más allá del Estado: allá afuera no hay nada. Mientras más tarden todos los actores en advertirlo, más cerca estaremos del abismo (y, como de costumbre, la cuenta la pagarán los más vulnerables).