Columna publicada el 23.10.19 en La Segunda.

Es difícil responder con claridad. Nadie predijo la ola de caos, saqueos y manifestaciones pacíficas y violentas que azotan al país. Pero hace tiempo circulan varios diagnósticos que, con sus diferencias, vaticinaban el ocaso del orden posdictadura. Por más que el sistema político haya sido incapaz de notarlo, las lógicas e instituciones que heredó la transición han sido cuestionadas al menos desde 2011, y no sólo por la izquierda política e intelectual. En este contexto, puede ser útil mirar hacia atrás.

Desde el Acuerdo Nacional de 1985, y sobre todo después del triunfo del “No”, Chile realizó grandes esfuerzos para alcanzar la paz. En eso, sumando y restando, la transición fue exitosa. En rigor, cuajó una articulación inédita en nuestro siglo XX: democracia política (vigente antes de la dictadura) y economía de mercado (impuesta en el régimen de Pinochet). Esa articulación permitió la modernización del país, con luces y sombras, sin duda, pero a la que nadie renunciaría hoy. Sin embargo, este proceso, exitoso en muchos sentidos, nunca se logró legitimar en términos políticos.

Quizá esa legitimación era secundaria a comienzos de los 90, cuando el principal anhelo de la ciudadanía era vivir en paz. Pero sus miedos y aspiraciones inevitablemente cambiaron con el paso del tiempo: la mera facticidad no bastaba para legitimar el nuevo orden. No obstante, mientras la Concertación criticaba en el discurso lo mismo que apoyaba en los hechos —lo que erosionaba la credibilidad del “modelo”—, la sensibilidad dominante en la derecha asumió que la expansión del mercado y de las libertades económicas eran suficientes para procurar la felicidad del pueblo.

No fue así. Como decía Raymond Aron, el progreso trae consigo sus propias tensiones. Pasaron los años y los consensos impuestos por las circunstancias comenzaron a quebrarse, pues no fueron objeto de deliberación política. Al no serlo, tampoco fueron objeto de crítica razonada, sin la cual ni siquiera se plantean las correcciones que todo orden social requiere; en especial uno tan desigual como el chileno. Nada de esto es trivial. Si le creemos a Edmund Burke, la mejor manera de hacer frente al ímpetu revolucionario nunca ha sido el inmovilismo, sino el reformismo institucional. Y éste no llegó a tiempo.

Por si fuera poco, las elites terminaron de horadar su legitimidad al proyectar un profundo déficit moral, con los múltiples casos de abusos y corrupción pública y privada reiterados hace más de una década.

Por todo lo anterior, ahora es indispensable anunciar reformas sociales eficaces, pero tanto o más lo es abordar las cuestiones simbólicas. Por ejemplo, la rebaja en la dieta parlamentaria. Porque lo que está en juego, a fin de cuentas, es la legitimidad.