Columna publicada en diario El Dínamo, 5.08.13

 

En su última columna en El DínamoSebastián Delpino intenta refutar los argumentos que expusimos con Julio Isamit en un reciente debate sobre el proyecto de ley que busca crear la figura del Acuerdo de Vida en Pareja (AVP). En primer lugar, señala, sin explicar por qué, que la relación de convivencia que mantiene una pareja heterosexual u homosexual, debe ser considerada como una unión “conyugal” a ojos de la ley y, por lo mismo, equipararse al vínculo matrimonial. Luego, agrega, sin mayor explicación que este tipo de relación difiere de otras formas de convivencias, que ya están amparadas por el derecho común, por lo que debería adquirir un estatuto legal propio.

Como puede verse, Delpino da por supuesto precisamente lo que tiene que demostrar: por qué los convivientes, no obstante no compartir los caracteres propios del matrimonio (perdurabilidad, compromiso público, orientación a los hijos, etc.), han de recibir los mismos beneficios legales de quienes están casados, y por qué una relación que se dice de convivencia ha de merecer mayor protección legal que las restantes tipos de su género sólo por ser de índole sexual.

Sobre el primer punto, si comparamos el matrimonio con las relaciones que busca proteger el AVP, efectivamente  ambas son uniones de carácter afectivo y, muchas veces existe una vida en común y en general quienes lo conforman se prestan  ayuda mutua. Sin embargo, ¿son éstas las razones por las cuales el Estado reconoce y regula legalmente el vínculo matrimonial? ¿Tiene el Estado que entrometerse en la vida afectiva de las personas? ¿Son los afectos o las relaciones sexuales por sí solos fuentes de derechos? ¿Qué pasaría si un papá dice que dejará de pagar los alimentos de sus hijos porque “dejó de quererlos”? ¿Son realmente relevantes los afectos para la regulación legal? 

En rigor, el Estado no reconoce ninguna relación afectiva en cuanto afectiva, y menos por el mero hecho de su connotación sexual. La unión matrimonial a través del cual los cónyuges se comprometen y auxilian mutuamente, es valiosa en sí misma – como lo son por cierto otro tipo de relaciones humanas. Sin embargo, es su orientación inherente a la procreación  y educación de los hijos, que hace más rica el tipo de realidad que es el matrimonio, lo que hace de esta institución un bien público, que al Estado le interesa reconocer y proteger. Sólo así se explican cabalmente su estructura y características normativas. El hecho que sea entre dos personas, su carácter heterosexual, y la necesidad de estabilidad, permanencia y exclusividad se explican en función de estos fines específicos, transmitir la vida y la cultura, cuyos efectos tienen una relevancia social innegable.

Por ello el matrimonio no es una institución arbitraria e infinitamente moldeable, como se pretende. Clásicos de la sociología como Durkheim, Levi-Strauus, Parsons y Harris destacan la omnipresencia del matrimonio en las culturas antiguas y modernas, y explican esta institución como un modo de dar cumplimiento a una necesidad social básica: la de estabilizar el vínculo de parentesco entre aquellos adultos capaces de ser “padres potenciales”. Vale decir, se considera el matrimonio como el mejor espacio de socialización de un hijo. La antropología entiende como el único vínculo natural de parentesco el de la madre y el hijo, sin embargo desde el Pleistoceno, se estableció socialmente la figura del padre como la de un miembro fundamental y esencial de la familia humana. Así, algo  que empezó con fundamentos intuitivos o biológicos, se institucionalizó con reglamentaciones jurídicas, morales, sociales y políticas, que adquirieron formas distintas. No obstante, lo que ha cambiado del matrimonio como institución son sus aspectos accidentales, y no su carácter de unión entre dos personas sexualmente complementarias y por los mismos aptas para unirse integralmente y dar así lugar a nuevos miembros de la especie humana.

En cuanto al segundo aspecto, Delpino señala que las convivencias no sexuales (entre familiares, amigos, colegas, comunidades religiosas, etc.) no son comparables con las que sí poseen una índole sexual, pero no ofrece ningún argumento convincente de esta afirmación. Si hacemos la prueba veremos que sí tienen bastante en común: en muchos casos existen afectos que pueden ser muy intensos, en general comparten cargas y beneficios de la vida en común, y no en pocas ocasiones existe permanencia en la relación. ¿Qué es lo que la hace tan distinta? Pareciera ser que es su carácter sexual, pero, ¿qué relevancia pública tiene la relación sexual en sí misma que merezca reconocimiento legal? No parece haber una respuesta contundente para esta interrogante. Ahora bien, quienes defienden el AVP, argumentan que la necesidad de su existencia se debe a problemas de carácter patrimonial, en el sistema de salud, entre otros, que surgen entre las personas que conviven y que deben ser resueltos. ¿No sucedería lo mismo entre quienes conviven pero no mantienen relaciones sexuales? ¿Y si es así, no sería justo ampliar estos beneficios también a estos casos? Sin embargo, el mismo autor cuestiona la necesidad de regularlos, y afirma que ellos “ya están solucionados por las normas generales del derecho civil y de familia”. Hay ahí una contradicción que merece algún tipo de explicación, no ofrecida hasta ahora.

Por último, el autor nos acusa de mala fe en la argumentación. Según él, nuestra preocupación por ampliar los beneficios exigidos por el AVP, y transformarla en un Acuerdo de Vida en Común abierto a todo tipo de convivencias, no sería más que un medio “para entrampar el debate”. Si se consideran los argumentos anteriormente expuestos, se verá que no es así. Pero si lo que quiere es sincerar la discusión -y así lo hicieron Luis Larraín y Marcela Ruiz en Vía Pública-, propongo hablar directamente sobre la pertinencia de legislar sobre el “matrimonio homosexual”, cuyo fundamento no ha sido en absoluto probado. Por tanto, si hay algún rastro de “interés oculto” o de discriminación arbitraria en este debate, sin duda no está en nuestro lado de la mesa.