Columna publicada el 26.10.19 en La Tercera.

El estallido social registrado en Chile durante la última semana no es unívoco. No tiene una sola causa ni dirección. Tampoco es una sola gran fractura social la que explicita. Su característica principal, de hecho, es el desorden. No hay un petitorio, una orgánica ni líderes. Varios malestares objetivos, por supuesto, están en su trasfondo. Pero son distintas, por ejemplo, las fracturas sociales expuestas por los saqueos que las manifestadas en marchas y cacerolazos, por mucho que los discursos de unidad lo nieguen.

En cuanto a la manifestación pacífica, parece haber un elemento de catarsis colectiva operando en varias calles que no será, a estas alturas, fácil de apagar, incluso mediante compensaciones materiales. La sensación de “despertar” y poder encontrarse con otros tiene un valor en sí misma para los sujetos. Muchos no querrían salir de ese estado prodigioso en que la convivencia liviana y casual en la calle se siente como un gran abrazo. Y harta gente en Chile parece realmente necesitar un abrazo. Esta fue una de las cosas que el gobierno nunca logró entender.

¿Podemos hablar de una masa? El emotivismo y la catarsis colectiva sin duda son fenómenos de masas. Pero no se percibe la suspensión de la subjetividad propia de ellos. Nadie parece querer disolverse en un solo gran agente colectivo. De hecho, esa totalidad imaginaria ni siquiera parece haberse constituido. La protesta tiene mucho de exhibición y de pasarela. Cada individuo sale vestido con sus propias causas y colores. Miles de carteles parten por identificar al portador “Soy… y quiero…”. No es que la política identitaria haya abandonado el foro. La gracia de la calle es que todas esas subjetividades infladas y causas diferentes pueden convivir sin jerarquías ni prioridades. Todos pueden “solidarizar” en un plano en que nadie queda debajo ni después de nadie.

El sujeto consumidor no ha ido, entonces, demasiado lejos. Sería iluso pensarlo. Y la nostalgia por la comunidad que tantos ven en las movilizaciones, de hecho, pueden ser una forma de despedirse de los últimos vestigios de esta forma el vínculo social. Tanto en su modo como en sus contenidos, la protesta parece presionar hacia un mundo donde las promesas neoliberales de igualdad ante la ley, seguridad y mérito se encuentran realizadas, y no hacia otra forma de sociedad. Ni siquiera es claro que se pida “más Estado” (que fue lo que, en su momento, pensó Bachelet vía “El otro modelo”). En ese caso, estaríamos ante otro posible paso en la aceleración del desarrollismo capitalista, y no frente a un movimiento de resistencia.

Los problemas en un escenario como ese, de todas formas, no son menores. ¿Cómo se jerarquizan las prioridades en un mundo de sujetos radicales? ¿En nombre de qué se ejerce la autoridad? ¿Cómo se representa a quienes ya no creen en la representación? ¿Es posible el liberalismo democrático en un mundo desarraigado por completo de la tradición? El capitalismo no parece estar amenazado hoy directamente, pero el futuro de la democracia se ve mucho más oscuro. Y esa oscuridad se encuentra habitada por chivos expiatorios y otros sacrificios. El desorden humano siempre ha despertado la sed de los dioses.