Columna publicada el 05.12.19 en Ciper.

Una de los grandes problemas de la teoría revolucionaria se deriva de la pregunta acerca de si es posible que un sistema social vil y alienante produzca seres humanos virtuosos y conscientes. La respuesta lógica es que no. Luego, lo más probable es que quienes se rebelen contra él lo hagan, muchas veces, de modos viles y alienados, especialmente si la rebelión es masiva.

Las clases dirigentes de izquierda radical nunca han sabido lidiar muy bien con este problema. Hoy, incluso, peor que antes. Digamos que el mal de las víctimas es ahora un tema medio tabú, porque vivimos en una época que glorifica a las víctimas sin pensar que quien recibe un daño injusto normalmente es corrompido también por ese daño (y que en eso, finalmente, consiste el misterio del mal: en que el mal ajeno puede corromper a la persona inocente que lo recibe).

Pero los ejemplos históricos son abundantes y terribles. Quizás el más llamativo entre ellos sea el de los esclavos estadounidenses que, al ser trasladados a Liberia a vivir en libertad, y aunque la idea le repugnó a muchos al principio, terminaron usufructuando del mercado de esclavos. Así, conquistaron la libertad de los amos, al precio de la de otros seres humanos. En suma, la revolución que se supone que nos llevará al “hombre nuevo” siempre es hecha por seres humanos “viejos”, empapados en los males del “antiguo orden”.

Una salida a esta incómoda paradoja ha sido proponer que ese pueblo alienado que se levanta sea dirigido por una vanguardia de seres de mejor factura moral, una “vanguardia” o élite revolucionaria compuesta por una asociación de los elementos revolucionarios más avanzados e iluminados. Eso pensaban los jacobinos franceses y también los bolcheviques. También, por supuesto, todos los partidos comunistas del mundo (incluyendo, ahora mismo, al chileno). Y el resultado no ha sido muy satisfactorio: generalmente esta “vanguardia” termina ocupando la sala de mando del régimen anterior y sometiendo al pueblo a la misma explotación, pero con nuevas excusas.

El tratado definitivo sobre este asunto es “Los partidos políticos” de Robert Michels, un leninista arrepentido. Otra opción es la idea bakuninista de que hay que dejar arder las cosas un rato, hasta que el pueblo mismo salga con una solución motivada por la bondad inherente al ser humano, corrompida por el orden social. No por nada Bakunin decía que el que planifica para después de la revolución es un contrarrevolucionario. Este laissez-faire del caos, sin embargo, tampoco muestra buenos resultados empíricos: donde reina el desorden termina siempre reinando la fuerza bruta y, con ella, la injusticia más barbárica. Quizás por eso, en cartas privadas, el príncipe anarquista se imaginaba un gobierno “en las sombras” de la sociedad por parte de una especie de masonería secreta.

La última opción es la del líder carismático que, por medios místicos, asume una representación vicaria del “pueblo”: Perón, Mussolini o Chávez. Es la que Michels terminó abrazando en la Italia fascista, y es la que revolucionarios de escritorio que viven en luminosas casas en países con capitalismos estables a veces abrazan (sí, me refiero a Mouffe y Laclau). Esta salida populista autoritaria rara vez ha terminado en algo distinto al desastre económico y la infantilización política de los ciudadanos.

El cinismo político argentino –“todos roban”, “que se vayan todos”– es el reflejo exacto de esto: ellos son clientes, no ciudadanos. La pregunta del argentino promedio frente a las elecciones o a la mayoría de las decisiones políticas es un “qué me dan”, “qué gano yo con esto”. Por eso no se les puede tomar muy en serio en estos asuntos. Debajo de toda su parada de “ciudadanos empoderados” lo que hay son clientes del Estado, y a eso se debe uno de los “logros” más extraños de los trasandinos: el des-desarrollo. Adular al pueblo y culpar de todo lo malo a “la elite” y a poderes foráneos claramente no constituye una gran escuela de virtudes cívicas, sino lo contrario. El populismo autoritario es, más que una estrategia revolucionaria, una renuncia a la revolución en aras de encaramarse al poder. No por nada una de las frases más famosas de Perón es que el poder se parece a un violín: se toma con la izquierda, pero se toca con la derecha.

No parece haber salida a la paradoja política de la revolución alienada contra los sistemas alienantes, entonces. Para el caso del estallido social chileno quien mejor ha puesto el dedo en esta herida ha sido Lucy Oporto, en su ensayo titulado “Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias: tener, poseer y destruir”. Desde las ruinas de Valparaíso ella apunta el dedo contra la corrección política del discurso que sólo ve víctimas entre los vándalos, y que repite la monserga de que la destrucción de las “cosas materiales” no importa porque “son sólo cosas”. Con lucidez brutal Oporto muestra cómo, en muchos niveles, la rebelión chilena es una rebelión de consumidores alienados, incapaces de relacionarse con el mundo de un modo distinto a la dinámica de la utilidad, el descarte y la destrucción, respondiendo en los mismos términos del sistema contra el cual, en principio, se rebelan, y por lo mismo manteniéndose prisioneros del mismo. Una revuelta, entonces, neoliberal, en la que cada participante se arroga a sí mismo el derecho a abusar de todo y de todos de manera impune, tal como los amos neoliberales. Una explosión del flaitismo chileno normalizado a todo nivel, y cuyos frutos no podrán sino ser amargos.

El ensayo de Oporto nos entrega la negatividad necesaria para poder observar reflexivamente mucho de lo que ha ocurrido hasta ahora: rompe el hechizo que permite a la acción bruta presentarse como portadora de bienes superiores. Como los profetas de Israel que, frente a la invasión babilonia, predicaron la justicia de dicha condena, Oporto viene a apagar toda esperanza de pronta y fácil mejoría. Nos recuerda, además, el lado oscuro e inconfesable de la chilenidad, explorado antes por autores como Vicente Huidobro (“Balance Patriótico”), José Donoso (“El obsceno pájaro de la noche”) y Carlos Franz (“La muralla enterrada”, cuya nueva edición ha sido anunciada recién).

El imbunchismo horroroso que todos llevamos dentro, y que nos lleva a desear la destrucción de todo lo que destaca, de todo lo que es bueno, porque sentimos que nos amenaza, que nos expone, que nos rebaja. El deseo de rebajarlo todo para no sentirnos inferiores. En palabras de Alfonso Calderón: “La perversidad del imbunchismo nacional es un acto voluntario de deformación… hay una voluntad criolla teratológica que va del individuo al país… se trata de la voluntad de destruir –edificios, honras, reputaciones, naturaleza o lo que venga–”. El chaqueteo convertido en anti-civilización. Desde esta perspectiva, lo que viviríamos ahora sería un estallido del consumismo imbunche.

Sin embargo, tanto la tradición revolucionaria como Oporto cometen el mismo error: asumir que la alienación es todo lo que hay. Es decir, que la degradación de los degradados por el sistema, además de real, es total. O, en otras palabras, que un sistema social puede ser realmente alienante por completo y que los seres humanos sometidos a él, en consecuencia, pueden perder prácticamente por completo su humanidad, tal como expresaba la primera generación de la teología de la liberación cuando hablaba de “despojos de humanidad”. Despojos a los que sólo puede devolvérseles el alma y la dignidad desde afuera.

Y es que es un error negar el mal de las víctimas, pero también lo es asumir que ese mal es todo lo que la víctima es.

Si uno observa con mayor atención, verá que ni toda la élite es una casta de depravados, ni todo el pueblo desea adquirir los depravados privilegios que critican de la boca para afuera, pero en secreto admiran. También es claro que es muy difícil, incluso entre los más degradados representantes de la sociedad, encontrar perversión pura. Rara vez hay un Gollum sin un Smeagol. Esto ocurre porque la sociedad no es puro sistema, y porque el ser humano no es puro engendro de las estructuras. Y también, por cierto, porque las estructuras no son tan malignas como a veces nos gusta imaginar.

El problema de esta conclusión es que la justificación de la revolución, del cambio total y radical de todas las relaciones de poder, palidece si el orden existente no es tan perverso. Pierde fuerza el llamado, y las convocatorias a la rebelión y a la resistencia la ganan. La reforma aparece como el camino natural y prudente del cambio.

Cuando uno se imagina “el sistema” como una máquina impenetrable de maldad infinita, suele tomar malas decisiones. Lo cierto es que nada como eso podría siquiera existir. Los seres humanos, después de todo, no somos capaces de aguantar mucho tiempo bajo condiciones horrorosas. Ningún sistema abiertamente maligno ha logrado prevalecer nunca en la historia humana. Y eso se debe, en buena medida, a que no podemos ser aplastados infinitamente con impunidad.

Cualquiera que estudie desde cerca cualquier periodo humano y cualquier régimen medianamente exitoso dentro de él, lo notará rápidamente: el imperio romano no fue puro abuso –entregaba muchos bienes a los conquistados, de hecho, aun siendo un sistema brutal–; la edad media no está sostenida en el sadismo nobiliario contra campesinos indefensos –los señores; de hecho, tenían que hacer muchos malabares para ganar el favor de ellos–; el absolutismo no se construyó quemando casas y arrasando cosechas –el Rey, de hecho, era visto como un justiciero bienhechor por quienes se encontraban sometidos a las aristocracias locales–, y así. Ningún sistema social que rompa en pedazos el alma humana ha logrado jamás legitimarse y perdurar. Y esto significa que todo sistema que logra estabilizarse ofrece sus propias ventajas –que deben ser evaluadas con cuidado– y también que los seres humanos que viven bajo él, y cuya forma de relacionarse es modelada por él, nunca pueden ser dados del todo por perdidos.

En simple: el “neoliberalismo”, el capitalismo de consumo, no es puro horror. Ni todos los sujetos consumistas educados bajo esa forma somos seres simplemente horrorosos. Ofrece bienes que disfrutamos, bienes fundamentales que son buenos, y que lo hacen seguir existiendo y sosteniendo la vida de millones de personas alrededor del mundo. Pero también produce horrores innegables, que debemos ir curando y reformando de a poco. Y cuya modificación terapéutica, muy probablemente, terminará engendrando otras formas de vida en el futuro. No debemos tenerle miedo a esta aventura reformista, sino que nos debe preocupar afrontarla de manera tan decidida como inteligente.

Por eso me parece clave concentrarnos, en este momento de peligro, en los abusos del sistema en vez de en tratar de cambiarlo desde arriba hacia abajo y por completo. Generalmente –y este es el triste sentido de las palabras de “El gatopardo”– cuando se busca cambiarlo todo, todo tiende a permanecer igual. Los cambios radicales y totales rara vez han ido más allá de cambiar a las personas en la sala de mando y cambiarle los nombres a las mismas cosas. Es la reforma cuidadosa, precisa y hecha desde abajo la que realmente introduce elementos y lógicas nuevas dentro de los sistemas, y que poco a poco los van modificando.

Todos quienes sufrimos el antiguo sistema de micros amarillas en Santiago sabemos esto. La mayoría de los micreros de esa época eran, para muchos, seres brutales. Daba la impresión de que muchos ya no eran capaces de decir algo, cualquier cosa, sin agredir a la otra persona. En “Chancho Cero” de Pedro Peirano, publicado originalmente a comienzos de los dos mil, toda una historia tiene como protagonistas a los choferes de micro, representados como un gremio de trogloditas. Varios, como Álvaro Bardón, defendían aquel sistema laboral debido a su eficiencia: ya que las ganancias personales de quien manejaba la micro estaban atadas a su desempeño y al tipo de gente que lograban recolectar, los choferes eran extremadamente competitivos y selectivos. De ahí las carreras, el apuro y el “hay espacio atrás” (¿dónde?). El costo humano de esa eficiencia, sin embargo, era enrome.

Vino luego el Transantiago, ese gran plan revolucionario, con toda su ineficiencia y mal diseño que hasta el día de hoy constituye un despilfarro y un sufrimiento. Pero una cosa cambió, para bien, desde el día uno. La mayoría de los choferes del antiguo sistema pasaron a ser asalariados del nuevo. ¿El resultado? Trabajadores con condiciones laborales duras y precarias, pero absolutamente humanos. Otras personas, pero que en realidad eran las mismas. No les hicieron clases de ética o de buen trato. Simplemente levantaron de su cuello el pesado yugo del antiguo sistema. Podrían haber dejado las mismas micros amarillas, podrían haber seguido siendo coordinados por “sapos”, podrían haber seguido “pagándose” con monedas. La mera reforma que acabó con el pago por boleto cortado fue la que hizo la diferencia a nivel humano. Y ella no tiene nada que ver con los vicios de las concesiones, los errores de diseño o la escala de intervención elefantiásica que hacen deficiente el sistema actual.

Una reforma sencilla, pero estructural, le devolvió la dignidad a una profesión completa. Y ahora, para las nuevas generaciones, el micrero aparece muchas veces como el héroe de la jornada: combatiendo delincuentes, obligando a jóvenes maleducados a ceder el asiento a los mayores, promoviendo la Teletón e impartiendo justicia en relación a los miles de pequeños entuertos que ocurren en el transporte público.

¿Es posible que sencillos pero importantes cambios nos devuelvan a nosotros, los lumpenconsumistas embrutecidos descritos por Oporto, la dignidad en muchas otras áreas? Yo estoy convencido de que sí. No toda la dignidad, claro. No el total de la dignidad sublime que merecen criaturas hechas a la imagen y semejanza de Dios. Pero algo de ella. Y ese algo recuperado, a su vez, terminará haciendo florecer otros bienes que ni el Estado ni el mercado pueden producir, engendrando así una especie de círculo virtuoso de la dignidad. Yo no tengo dudas de que ese micrero que ya no grita ni amenaza cada vez que abre la boca es un mejor padre, un mejor esposo, un mejor amigo y un mejor abuelo. También creo que, a pesar de que sus condiciones laborales siguen siendo precarias, goza de mucho mejor salud que antes (es imposible que alguien consumido de esa forma por el estrés sea sano).

Es evidente que una de las cosas que tendremos que combatir y enfrentar, en medio de esta gesta, es el imbunchismo. Él es parte de nosotros mismos, pero no nuestra totalidad. Después de todo, las razones principales por las cuales se generó el estallido social y por las cuales obtuvo apoyo general la protesta no eran, no son, bajas ni mezquinas. Son razones nobles: indignación frente al abuso y deseo de una sociedad más justa. Ahora falta encaminar esas razones nobles por caminos de solución nobles. Y patear la mesa de la representación democrática demandando que “mande la calle” no es uno de ellos. Tampoco quemarlo y saquearlo todo como revancha al mal ajeno.

Debemos volver a poner en pie nuestra democracia y darle medios de conservación –que son los medios de reforma–, además de fijar un nuevo consenso político en torno a los objetivos de los próximos 30 años. Este nuevo consenso es que en los bienes fundamentales, aquellos que son fundamento de todo proyecto de vida buena, no podemos estar divididos como humanos de primera, segunda y tercera categoría. Tenemos que elevar al nivel de la dignidad humana los estándares en previsión, salud, vivienda, educación y acceso al crédito.

Tal como ocurrió con los micreros, es necesario que dejemos de naturalizar sistemas institucionales en que las personas deben realizar esfuerzos inhumanos y deshumanizantes para obtener bienes humanos básicos. Pequeñas reformas estructurales en cada una de estas áreas, maduradas con tiempo y ejecutadas con inteligencia, nos conducirán en ese camino. Y podemos confiar en que se irán empujando unas a otras de manera virtuosa.

Nada de esto será fácil. Mucha gente no estará con un acuerdo así y seguirá pretendiendo que sólo con violencia y cambio radical las cosas podrán mejorar. Seguirán muchos otros, también, adulando al “pueblo” y haciendo la vista gorda a su deber como representantes. Pero eso hay que darlo por descontado. Lo importante es que la dirección de las reformas y las garantías sobre ellas sean dadas a tiempo por la mayoría de la clase política, y que comencemos a remar en esa dirección. Esto no significa, tampoco, que no habrá discrepancias: izquierdas y derechas seguirán existiendo hasta el final de los días. Pero la idea es que ya no seamos enemigos mortales, sino compatriotas con ideas diferentes. Unos querrán remar más rápido, otros más lento. Unos querrán tomar atajos, los otros no. Y así. Pero la gracia de los consensos es que estaremos tratando de mantener el rumbo en una misma dirección, y esa dirección permitirá evaluar si nuestras ideas resultan o no.

¿Cuál es el primer paso en este camino? En esto no tengo dudas: que los representantes legítimamente electos del pueblo, nuestros políticos, se pongan a la altura de sus obligaciones y logren sacar adelante un acuerdo nacional por la dignidad. Y que hagan la pega de convencernos, aclarando las prioridades, los plazos y las aristas de dicho plan. No que se vayan “a sus covachas”, como despectivamente les dijo una vez Pinochet, sino que encuentren esa grandeza, quizás oxidada y desgastada en muchos de ellos, que alguna vez los movió al servicio público, y la usen para recuperar su legitimidad. Es hora de que ellos –al igual que cada uno de nosotros- hagamos el esfuerzo de ponernos por sobre nosotros mismos. Por sobre nuestros pequeños odios y rencillas. Por sobre nuestros mezquinos e indulgentes gustitos personales. No en todo, no todo el rato (no seremos un país de santos). Pero sí en lo que importa. Con eso bastará para salvar la república y espantar, al menos de muchas partes, al temible imbunche que llevamos dentro.

A esto yo quisiera invitar a Lucy Oporto, con quien probablemente no compartimos casi nada políticamente. Y también a todos los que se preguntan, entre las ruinas de sus ciudades y sus negocios, cómo es posible tanta miseria humana en nombre de la dignidad. Y así como Lucy terminaba su genial y elocuente texto apelando a un inocente niño que jugaba, en medio de las calles arrasadas de Valparaíso, con una marioneta de Violeta Parra fabricada por él mismo, yo quisiera terminar apelando a un viejo lleno de mezquindad y bajeza que, sin embargo, era capaz, en momentos especiales, de entregarle a sus semejantes regalos llenos de luz y esperanza:

Pronto,

Valparaíso,

marinero,

Te olvidas

de las lágrimas,

vuelves

a colgar tus moradas,

a pintar puertas

verdes,

ventanas

amarillas,

todo

lo transformas en nave,

eres

la remendada proa

de un pequeño,

valeroso

navío.

La tempestad corona

con espuma

tus cordeles que cantan

y la luz del océano

hace temblar camisas

y banderas

en tu vacilación indestructible.

(fragmento de Oda a Valparaíso, Pablo Neruda).

Levantemos, nosotros los Nerudas, los bajos e inconstantes, los imbunches momentáneos, de nuevo nuestro país, en una postura más erguida. Más digna. Piedra por piedra. Puerta por puerta. Ventana por ventana. Con el mismo cariño con que ese niño, en las ruinas de su ciudad, levantaba la marioneta de Violeta Parra. Con cariño o sino pa’ qué.