Columna publicada el 31.08.19 de La Tercera.

El problema de la soberanía de los estados nacionales ha vuelto al ruedo debido a la crisis en el Amazonas. Esto, porque algunos líderes mundiales parecen considerar que dicha selva no sería, después de todo, un espacio de libre disposición para los países dentro de cuyos territorios se ubica. Dado que el impacto de la destrucción del Amazonas brasileño sería global, se plantea, su destino no podría estar simplemente en manos de los ciudadanos de Brasil y sus autoridades. Tal parece ser la posición de Macron.

El problema de dicho planteamiento es que no cuestiona la lógica de la soberanía, sino que simplemente la desplaza. Da a entender que los países desarrollados occidentales, en el contexto de la crisis ambiental, tendrían una prerrogativa especial para intervenir en los asuntos de las demás naciones. En ese sentido, es un discurso imperialista, por mucho que haya buenas razones para cuestionar -y temer- la política ambiental de Bolsonaro.

La inquietud de fondo, sin embargo, tiene un punto. Es cierto que la destrucción del Amazonas tiene consecuencias globales, tal como las pruebas atómicas de Francia en el atolón de Mururoa. Y es cierto que no parece justo que dichos asuntos estén a libre disposición de los países. Sin embargo, la pregunta es si este problema puede ser abordado desde un punto de vista alternativo al de la soberanía nacional. Es decir, si la respuesta a esta pregunta sólo puede ser formulada en términos de una disputa soberana, o si hay otras maneras de comprenderlo.

El multilateralismo y los tratados internacionales son la forma amigable de resolver este asunto dentro de la lógica soberana, por supuesto. También están las sanciones económicas, la presión diplomática y todo aquello. Pero nada de esto cambia el hecho de que, dentro de la lógica de la soberanía, los estados tienen total libertad para disponer de la naturaleza dentro de sus territorios.

El punto de vista de la subsidiariedad supone, en cambio, que no existe una autoridad soberana -es decir, cuyas decisiones tienen carácter supremo y final- sino autoridades parciales, con ámbitos de jurisdicción diferenciados. Esta visión se desarrolla a partir de la dualidad que supuso la convivencia de autoridades espirituales y políticas una vez que se consolidó la Iglesia Católica. Desde ese momento, el ámbito de aquello indisponible por parte de la autoridad política -por estar amparado por la protección de la autoridad espiritual- sólo fue creciendo. Esta dualidad es la matriz desde la cual se desarrolló luego el pensamiento federalista, buena parte del liberalismo y también el movimiento de los derechos humanos. Toda resistencia al poder terreno, en última instancia, se sostiene sobre un núcleo sagrado. Es imposible que fuera de otra manera.

Generar un estatuto de protección especial para el medio ambiente supone, entonces, extender el manto de protección de la autoridad espiritual sobre dicha dimensión de la realidad. Tal es el camino que inició el Papa Francisco I con la encíclica Laudato Si, que le valió, en su momento, una profunda incomprensión. La situación presente parece, en cambio, llamar a profundizar este esfuerzo, y convocar a otras confesiones cristianas.