Columna publicada el 22.09.19 en El Mercurio.

Hace algunas semanas, la ONU publicó en redes sociales una imagen y una frase de Greta Thunberg, la joven activista que lidera las protestas contra el cambio climático. La frase destacada de Greta era la siguiente: “Ya tenemos todos los hechos, y las soluciones. Todo lo que tenemos que hacer es despertar y cambiar”. La cuenta oficial de la ONU agregó un elogio: “Ella es joven. Ella es audaz. Ella está actuando para proteger nuestro planeta”. Así, la ONU formuló a la perfección el sentimiento dominante en esta materia que —sabemos— deja poco espacio al disenso.

Sin embargo, el intelecto debe estar muy paralizado para no advertir las enormes dificultades envueltas en este discurso, más allá de las buenas intenciones. En efecto, se trata de un razonamiento que tiende a simplificar al máximo cuestiones muy complicadas. Es cierto que la discusión pública suele moverse en torno a consignas rápidas y fácilmente digeribles. No obstante, los temas ligados al cuidado del medio ambiente requieren de un esfuerzo de otra naturaleza. Dicho de otro modo, el desafío ecológico es de tal magnitud que las consignas oscurecen más que lo que aclaran, y nos alejan de una auténtica comprensión del problema, condición indispensable de cualquier atisbo de solución.

Es delicado afirmar, por mencionar un solo ejemplo, que tengamos disponibles, sobre la mesa, todos los hechos y todas las soluciones. Por un lado, ese planteamiento resulta un poco maniqueo: acá estamos los buenos —que aceptamos la evidencia y estamos dispuestos a actuar—; y allá están los que tienen mala voluntad, que simplemente no quieren salvar el mundo. Pero, aún suponiendo un acuerdo total respecto de los hechos, ¿hay algo así como una claridad absoluta respecto de las soluciones? ¿No hay asuntos complejos sobre los que deliberar y discutir? De hecho, una de las grandes dificultades que enfrenta la transición ecológica es que no resulta nada fácil distribuir sus costos, tanto al interior de cada país como a nivel internacional. En rigor, este discurso busca reemplazar a la política por una forma bastante extrema de tecnocracia: de aquí en adelante, solo cabría la obediencia a los científicos, y la consecuente marginación de la política. Con todo, no parece razonable abandonar sin más el principio democrático porque, cualquiera sea la salida, será indispensable articular distintas reivindicaciones para que tenga alguna viabilidad. Tomarse en serio el problema ecológico no es compatible con reduccionismos de ninguna especie: el mundo es complejo, y nuestras categorías deben asumir esa complejidad. El lirismo testimonial puede tranquilizar conciencias, pero no llega mucho más lejos.

Si se quiere, la tragedia ecológica que enfrentamos está inscrita en los albores de la modernidad. Esta se inicia a partir de una voluntad explícita de dominar enteramente a la naturaleza. Para Descartes, por mencionar un caso representativo, el hombre está llamado a convertirse en amo y señor de su entorno, con el objeto de hacer nuestra vida más confortable. Hoy, ese proyecto prometeico parece estar tocando sus límites, y todo indica que el planeta no soportará que toda la humanidad viva con los estándares occidentales (de allí el problema de la distribución de costos: ¿a quién dejaremos fuera de la fiesta?). Sin embargo, no habrá modo de corregir el movimiento si no examinamos con el mayor cuidado posible la premisa que está en la raíz: ¿podemos efectivamente controlarlo todo? ¿No hay allí una dosis de arrogancia que estamos pagando muy caro?

En estas cuestiones, el mundo contemporáneo ofrece más de una paradoja. Puede pensarse, por ejemplo, que la manipulación genética y la creciente tecnificación reproductiva son parte de la misma tendencia, aunque no nos inquieten en demasía. El mismo discurso ecologista no logra salir de este círculo infernal, pues su afirmación principal sigue siendo que basta obedecer a los dictados de la ciencia para salvarnos, que ella puede controlarlo todo (aunque fuere en el sentido inverso). El hombre y sus capacidades siguen estando en el centro: en el fondo, algunas versiones del discurso ecologista no logran abandonar la ilusión progresista según la cual tenemos un control total sobre la naturaleza. En otras palabras, subsiste la fascinación por la técnica que está en el origen del desastre.

El desafío ecológico nos obliga a volver a tomar conciencia de nuestro carácter limitado: el hombre es un ser finito, que no lo puede todo (ni lo conoce todo: la ciencia también es limitada). No podemos dominar la naturaleza, pues hay aspectos del mundo que están fuera de nuestro alcance, que simplemente nos han sido dados. Ahora bien, todo esto choca frontalmente con rasgos muy marcados del mundo contemporáneo, que cree en la técnica y en el progreso como destino. No habrá posibilidad alguna de avanzar en este problema mientras no nos hagamos cargo de las consecuencias de este desequilibrio, en todos los aspectos de nuestras vidas. No habrá ciencia ni juventud ni audacia que nos ahorre ese doloroso trabajo.